Aira forever

El escritor argentino fue galardonado con el Premio Formentor, que habían ganado Borges y Gombrowicz. Una indagación en su obra y su influencia.

 

por ARIEL IDEZ

César Aira ganó el premio Formentor. Lo imagino contento por haber obtenido el mismo galardón que Witold Gombrowicz y Jorge Luis Borges, dos de sus escritores más admirados, y no el insoportable y dinamitero Nobel, que en honor a la irreverencia de su obra y al propio Borges sería mejor que no ganara nunca. Y en tren de forzar las casualidades, hasta podríamos pensar que su misma obra se presenta como la síntesis imposible de la influencia de aquellos dos padres terribles. Fue el autor de Cómo me hice monja quien alguna vez declaró que le hubiera gustado escribir como Gombrowicz, pero “siempre sale uno”. Al menos una generación literaria argentina se encontró a sí misma intentando escribir como Aira (o contra él).

Con el Formentor, también, Aira parece repetir la trayectoria de Borges y Gombrowicz: canonizados “de afuera hacia adentro”, reconocidos primero y sin dudas en la benemérita y anciana Europa mientras en su propio país aún se los discutía, se los recelaba, se los miraba de soslayo o, simplemente, se los ignoraba. Si a Borges en los setenta se lo discutía por su posicionamiento político, a Aira a veces se lo impugna por su ausencia de posición y por no tomar otro partido que no sea estético. De Gombrowicz, además de los años de trabajo silencioso, Aira toma el ethos de una obra que pone en entredicho toda solemnidad y que a veces ha dejado en ascuas al discurso de la crítica académica (“minadora” de sentidos grandilocuentes) o la ha hecho balbucear los conceptos que, medio en sorna, el propio Aira introdujo en sus novelas.

Con el premio Formentor también podríamos preguntarnos si no estaremos ante el último “autor-fuerza” de la literatura argentina, es decir, el último escritor/a capaz de operar con su sola obra como una fuerza gravitatoria que altera la trayectoria, la tradición y el porvenir de la literatura de su país, tal como antes lo vimos con Borges. Si se me apura, diría incluso que la proliferación de “novelitas” aireanas cambió o al menos consolidó una zona de la edición en Argentina, a través de su “alianza estratégica” con las incipientes editoriales independientes de mediados de los noventa. Esa inyección de capital simbólico a cambio de la publicación de sus múltiples títulos, consolidó un modelo que aún perdura. Tal vez después de Aira pasemos de la literatura como sistema solar que orbita a su alrededor a la literatura como constelación, como galaxia de autoras, autores, obras y poéticas, si no es que ya estamos en ella.

Tal como Borges, Aira ha transitado cuatro décadas en activo sin dejarse influir por el contexto, salvo en sus comienzos, en los que sucumbió a las delicias de la experimentación vanguardista en obras como Moreira,  El vestido rosa o Las ovejas (y que, al igual que la obra temprana de Borges, no han conocido la reedición). De ahí en más, todo contexto, toda moda o tendencia literaria fue metabolizada en la consolidación de la propia poética, en las “variaciones Aira”, hasta convertirse en un género en sí mismo y cumplir el destino de todo gran escritor; devenir adjetivo: “lo aireano” está hoy a la orden del día.

De alguna manera, la propia obra de Aira, en la senda borgeana, se ha ido haciendo cada vez más universal, de aquellas novelitas desaforadas del “ciclo de Flores” en la década del noventa, con referentes muy reconocibles en el barrio (la mueblería “Divanlito” en la calle Directorio en El sueño, el barrio 1-11-14 en La villa, el ambiente de los gimnasios de La guerra de los gimnasios) a las fantasías medievales y orientales de El santo, el gótico de El testamento del mago Tenor, o la “zona económicamente deprimida” de Actos de caridad. El mundo de sus ficciones se aproxima cada vez más a la fábula del “había una vez” que no reconoce coordenadas espaciales ni temporales, que puede ser siempre cualquier lugar en cualquier momento. Voluntaria o involuntariamente, Aira ha ido despejando los obstáculos que podrían interponerse entre cualquier lector del mundo y sus textos, poniéndolos a salvo de malentendidos foráneos (como postular que “los fantasmas” de la novela homónima serían desaparecidos) o subentendidos (como la predilección internacional por la aparente sencillez de Un episodio en la vida del pintor viajero).

En Aira se cumple asimismo el milagro de los contrastes: de la “página diaria” que ha confesado escribir a la producción atlética de tres novelas anuales y más de cien títulos publicados (y otros tantos, quién sabe cuántos, inéditos). De la insignificante “novelita” publicada por un sello editorial ignoto de Argentina, México o Chile a la gran “obra completa”. Su propia trayectoria como escritor traza el sentido ejemplar de la peripecia de sus ficciones: de un comienzo microscópico, cotidiano, sencillo, casi banal, a un final apoteósico, catastrófico, apocalíptico, de medidas inconmensurables, a través de una aceleración constante a ritmo exponencial.

El premio Formentor nos invita a sus dichosos lectores a celebrar descorchando alguno de sus libros (siempre habrá alguno sin leer aguardando en las bodegas de las bibliotecas) y a quienes tengan la dicha de no haberlo leído aún, de iniciarse en su obra. Como siempre, se recomendará empezar por cualquier lado; otro milagro aireano: no hay librería argentina que tenga todos sus títulos, pero no debe existir ninguna que no tenga alguno en sus anaqueles. Cualquiera de sus libros encierra toda su obra y, al mismo tiempo, no es nada sin ella, como una palabra no tiene sentido sin el lenguaje completo en el que habita. Entonces se producirá ese destello frente al cual todo lo demás es resto o exceso: el encuentro de un lector con un texto, el encuentro de un lector de Aira con uno de sus libros. Ahí está todo lo que Aira tiene para darnos; la reducción de la narración a sus elementos esenciales: la invención, la fábula, la imaginación en su máxima potencia, en esas novelas que parecen estar escribiéndose a medida que las leemos. No hay descripción ni explicación ni análisis que se aproxime siquiera a la experiencia feliz de su lectura.

Se haga lo que se haga con su obra, siempre será una lectura liberadora, que enseña las infinitas posibilidades de la ficción, e incluso del pensamiento. Un pensamiento que, en Aira, liberado del corsé de la lógica, hace literatura de la reducción al absurdo. Su originalísimo modo de pensar, condimento secreto de sus ficciones, nos hace desear más que nunca la publicación de sus ensayos reunidos. Ojalá que este premio también acelere la llegada de ese libro, auténtico “lado B” de su novelística.

Asistimos a la canonización de un Aira señero, septuagenario que parece escribir y publicar como el primer día. Un Aira objeto de homenajes, como la celebración de su cumpleaños en la Biblioteca Nacional, del catálogo intervenido de sus cien -primeras- novelas que le dedicó Ricardo Strafacce o del documental que prepara sobre su vida y obra Sergio Wolf. Homenajes de los que Aira puntualmente no participa.

El premio Formentor viene a recordarnos que tenemos al menos dos genios en la literatura argentina, a quienes siempre podremos leer, releer y disfrutar. Alguna vez, lidiando con la “angustia de las influencias” al pensar en Aira, jugué con la ambivalencia de la palabra “última”, que puede ser “final” o también “más reciente”. Ahora creo que jamás habrá una “última”, siempre estaremos a la espera de la “próxima” de César Aira.

 

Publicada en La Agenda de Buenos Aires el 14 de abril de 2021

Apuntes sobre virus, información, relato y sentido

1

El virus es información. No estoy hablando de forma figurada, el virus es una secuencia de ácido desoxirribonucleico (ADN) o ácido ribonucleico (ARN) recubierta por una membrana proteica, el virus no está vivo (por ende, tampoco puede morir), pero requiere de la unidad biológica de la vida, la célula, para cumplir su propósito, que es multiplicarse. Básicamente, el virus es una secuencia informativa que parasita el núcleo de la célula para forzar a esa “máquina blanda” a hacer copias de sí mismo hasta que la célula explota liberando esas copias, que parasitan otras células, y así. La secuencia de código que contiene el virus contiene un único mensaje (una única orden): “copie este virus”, “difúndalo”.

2

El virus no tiene historia. Su existencia parece remontarse hasta antes de “LUCA” (Last Universal Common Ancestor), la mítica célula primigenia de la que se desprendieron todos los organismos celulares que habitan el planeta. Cuando la célula despertó, el virus ya estaba ahí, esperándola. La existencia del virus es estadística: calculable en curvas de crecimiento y decrecimiento. El virus tiene una existencia de big data.

3

La célula sí tiene historia. Hubo un ancestro común (LUCA, ya lo dijimos) que originó a todas las demás. Cada una de nuestras propias células tiene historia: se originaron a partir de la unión de los gametos de nuestra madre y nuestro padre, un óvulo, un espermatozoide, una danza helicoidal de cromosomas hasta formar nuestra primera célula, aquella que originó a todas las demás. Nuestras células tienen un origen, un desarrollo, una evolución, una maduración, una declinación y tendrán un fin, todas ellas. La célula tiene una existencia aristotélica; la célula tiene un relato.

4

El virus es sedentario (su información solo puede ser decodificada por el núcleo de la célula). El virus no puede desplazarse, tiene que ser llevado y traído por otros organismos, sus huéspedes. Técnicamente el virus no ingresa en nuestro cuerpo, sino que nosotros lo hacemos ingresar o, mejor dicho, le permitimos ingresar. Pero el virus entra dos veces: primero al cuerpo, después a alguna de las miles de millones de células que conforman ese cuerpo. Al virus solo le interesa ingresar a la célula y llegar a su núcleo, ahí donde su información pueda ser replicada, multiplicada, difundida.

5

La verdadera clave del virus es el modo en que logra penetrar en la célula. La célula está recubierta por una membrana bilipídica y esa membrana está llena de receptores que identifican distintas moléculas para decidir si son beneficiosas (y se les debe franquear el acceso) o perjudiciales (y deben quedar afuera). La trampa del virus es su cubierta, hecha de proteínas que la célula precisa. Bajo esa cubierta noble, creíble, atractiva, el virus ingresa a la célula con su información perniciosa, tóxica, letal; coloniza a la célula, la esclaviza para que reproduzca, replique, difunda esa información que es el virus.

6

La mitología del vampiro es curiosamente similar a la mecánica del virus. El vampiro no puede ingresar a una casa a menos que se lo invite (como ilustra la bella película Let the Right One In de Tomas Alfredson). El vampiro no está vivo (su existencia es eterna) pero requiere de la sangre de los vivos para poder subsistir. El vampiro puede convertirse en murciélago. La mitología del coronavirus dice que se originó cuando alguien comió una sopa de murciélago. Cuando la información nos acosa, recurrimos a la literatura para darle sentido. Los gobiernos del mundo se preocupan por la producción de bienes de consumo pero ha sido la producción de bienes simbólicos (las películas, los libros, las series) la que le ha permitido a la humanidad anticipar y sobrellevar la cuarentena. Es más, son estos productos simbólicos los que han dotado de sentido al sinsentido informativo que despliega el virus. “En cuanto a mí, me mordió un murciélago y, aunque no pueda probarlo, mi teoría es que había mordido antes a un vampiro, adquiriendo así la enfermedad”, dice Neville, el protagonista de Soy leyenda, de Richard Matheson. Curiosamente, Neville aún siendo el último ser humano sobre la tierra destina más energía en la novela a comprender el funcionamiento del virus que a combatir a sus infectados, los vampiros.

Cuando la información nos acosa, recurrimos a la literatura para darle sentido. Los gobiernos del mundo se preocupan por la producción de bienes de consumo pero ha sido la producción de bienes simbólicos (las películas, los libros, las series) la que le ha permitido a la humanidad anticipar y sobrellevar la cuarentena.

7

El adjetivo viral (anagrama de rival, dicho sea de paso) ya estaba en boca de todos antes de que se desatara la pandemia y no por cuestiones sanitarias precisamente. En la sociedad de la información llevamos adelante una existencia de big data. Nuestra condición humana, individual y subjetiva importa poco (muy poco, o nada) en relación con nuestras estadísticas. Nuestro comportamiento, nuestra voluntad, tus decisiones, mis decisiones no tienen ningún otro valor o propósito que alimentar los flujos informativos del big data que analizan sofisticados y elegantes algoritmos. Somos generadores de datos (información) que nos es extraída incesantemente, constantemente (somos conscientes de ello, lo hemos aceptado en los “términos y condiciones”), es el contrato que nos permite formar parte de esta sociedad.

8

Como advierte Walter Benjamin en su ensayo El narrador : “Cada mañana se nos instruye sobre las novedades del orbe. A pesar de ello somos pobres en historias memorables. Esto se debe a que ya no nos alcanza acontecimiento alguno que no esté cargado de explicaciones. Con otras palabras: casi nada de lo que acontece beneficia a la narración, y casi todo a la información”. La información avanza sobre la narración, en tándem con el empobrecimiento de la experiencia. “La información cobra su recompensa exclusivamente en el instante en que es nueva. Sólo vive en ese instante, debe entregarse totalmente a él, y en él manifestarse. No así la narración pues no se agota. Mantiene sus fuerzas acumuladas, y es capaz de desplegarse pasado mucho tiempo”. La información se consume y se agota en un instante, al igual que el virus, que se consuma en el momento en que es replicado por la célula. El avance del virus sobre la célula es el avance de la información sobre el relato y la experiencia.

9

Los virus informáticos funcionan casi de la misma manera que los virus naturales: son un fragmento de código que una vez ejecutado en el sistema se reproduce sin control. Pero, al igual que los virus naturales, no pueden ingresar si no es con el permiso del usuario. Hace poco se cumplieron veinte años del virus informático más dañino que haya existido. Se llamaba “I love you” y fue creado en Filipinas por Onel de Guzmán. Fue liberado el cuatro de mayo de 2000 y en nueve días había infectado 50 millones de computadoras y producido pérdidas por 8 mil millones de dólares. El virus ingresaba a las computadoras a través de un mail con el subject “I love you” y un archivo que prometía una carta de amor (que contenía el código del virus, su información maliciosa). Los seres humanos no podían resistirse a ejecutarlo.

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La futurología es la prima pobre de la profecía, pero podemos arriesgar ciertas hipótesis a futuro; algunas, por obvias, no deberían dejar de ser tenidas en cuenta. Mientras las Torres Gemelas ardían en la mañana del once de septiembre de 2001 era muy previsible pensar que los estados avanzarían sobre las libertades individuales con la “amenaza terrorista” como argumento irrebatible. ¿Qué clase de avances habilita, promueve o acaso acelera el acontecimiento global desatado por el Covid-19?

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Los artefactos tecnológicos se han desarrollado a lo largo del tiempo (y especialmente en las últimas décadas) según dos movimientos concomitantes: miniaturización y portabilidad. El smartphone parece ser el punto de llegada de este proceso y, tal vez, el punto de partida de una nueva relación entre seres humanos y artefactos técnicos, entre inteligencia humana e inteligencia artificial. El celular es la última frontera de una relación que mantiene los territorios de la técnica y del cuerpo separados. El celular es la técnica golpeando a las puertas de la epidermis, pugnando por entrar a nuestro organismo en una fusión que acaso funde al homo cyborg.

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La inteligencia artificial ha permitido la gestión de los grandes flujos del capital financiero global, la gestión del transporte en los grandes centros urbanos, ¿será esa misma inteligencia la que determine los flujos de circulación (y comportamiento) humanos en función de zonas seguras y zonas riesgosas de contagio? ¿Será la amenaza viral y pandémica aquella que legitime la cesión de la libertad de movimiento a un control algorítmico de circulación?

El celular es la última frontera de una relación que mantiene los territorios de la técnica y del cuerpo separados. El celular es la técnica golpeando a las puertas de la epidermis, pugnando por entrar a nuestro organismo en una fusión que acaso funde al homo cyborg.

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Ya existen los chips subcutáneos capaces de monitorear los signos vitales, ¿serán de implantación obligatoria en pos del control de este y (otros posibles) nuevos brotes virales? Puede que no, pero la pandemia mundial brinda inmejorables argumentos para los promotores de la biotecnología que convierta al cuerpo en interfaz o interzona entre el ser humano y la tecnología.

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Como afirma Eric Sadin: “Nuestro período histórico señala el fin de una exterioridad de la técnica, que ya no puede ser pertinentemente considerada una potencia buena o mala de acuerdo con ciertos criterios morales, sino según el grado de proximidad con el cuerpo y el nivel de impregnación operado sobre la conciencia”. Enseñamos a diario que el Renacimiento marca el pasaje del teocentrismo al antropocentrismo, ¿estaremos parados ahora mismo en el umbral del pasaje del antropocentrismo al tecnocentrismo? ¿volveremos a abandonar al ser humano como medida de todas las cosas para volver a construir una cosmovisión ajena al orden de lo humano, regida por flujos de datos y operaciones algorítmicas? Teocentrismo y Tecnocentrismo, tal vez haya algo más que una homofonía entre esos dos términos.


* Licenciado en Ciencias de la Comunicación, Magister en Comunicación y Cultura. Docente del Taller Anual de la Orientación Periodística y del Taller de Expresión I. Su último libro publicado es Elogio de la pérdida y otras presentaciones (Interzona, 2016).

Fernando Pugliese: el maestro del hiperrealismo

La calle Darwin al mil tiene su propia evolución de las especies: un día hay un elefante de tres metros en la vereda. Otro día es un león, un inmenso gorila, un ciervo con astas de doce puntas o una bandada de flamencos rosados. Los vecinos ya se han habituado a ver barcos fondeados en el asfalto, a veces incluso con sus marineros a bordo, y su capitán tocando el piano. Esta distorsión de la realidad es ocasionada por el vórtice que produce el estudio y taller de Fernando Pugliese, tal vez el artista más popular y menos conocido de la ciudad. Una jirafa, un par de cebras y una tropilla de briosos corceles saludan desde el balcón de una edificación de tres plantas que hace esquina en Darwin y Castillo, pero la auténtica sorpresa está reservada para aquel que atraviese la puerta (el portal) de rejas blancas y se interne en el estudio de este maestro de la escultura hiperrealista. Allí dentro, la Mona Jiménez y Rodrigo bailan cuarteto junto a la reina Isabel. En los anaqueles no hay libros sino cabezas, una junto a la otra, petrificadas en un gesto vital (un tic, una mueca, una sonrisa). Una escalera circular de gastados peldaños de madera cruje mientras sale al paso una galería de pinturas de maestros flamencos y, una vez, en el primer piso, un saloon del lejano oeste en el que Frank Sinatra se toma un trago con el Che Guevara y Donald Trump, servidos, detrás de la barra, por el gaucho Martín Fierro. Al otro lado, un escenario (como si algo no lo fuera en este lugar) con piano de cola, maracas y tambores. Y baúles y barriles y farolas y navíos y caras y más caras y máscaras con mil ojos interrogantes y, en el centro puntual de esta alucinación, un explorador del África subsahariana, vestido con su impecable camisa blanca, su sempiterno impermeable color caqui y sombrero de safari, listo para iniciar la excursión por la jungla de sus fantasías: Fernando Pugliese.

—No sé lo que soy, sé lo que hago —se presenta Pugliese con la voz algo cascada, con un poco de calle y otro de clase, de sus jóvenes ocho décadas. Sobre lo que es, no resulta fácil ponerse de acuerdo, ¿artista? ¿artesano? ¿arquitecto? ¿ingeniero? ¿inventor? Su título de abogado preside una pared como el artículo más estrafalario de su colección. Sobre lo que ha hecho, no cabe duda: es mucho, muchísimo. Difícil no haberse topado con alguna de las esculturas hiperrealistas de Pugliese, empezando por Alberto Olmedo y Javier Portales, caracterizados como “Borges y Álvarez” que siguen riendo a ambos extremos del sillón de una antesala en la Calle Corrientes y a los que después se sumaron Tato Bores con sus teléfonos y Sandro entonando en la puerta del Gran Rex, sobre la misma avenida. O Mercedes Sosa y Atahualpa Yupanqui en la plaza Próspero Molina de Cosquín o Borges y Bioy conversando en su mesa de La Biela, en Recoleta. En la decoración de los shoppings navideños, en el stand de un evento, en el diorama de un museo austral, en colecciones públicas y privadas, en los jardines del Vaticano, en los pasillos de la Casa Rosada, hay obra de Pugliese. Sus esculturas recrean el santoral de beatos e ídolos populares, sin pedestales ni rejas, para que sean tocados, abrazados y –por supuesto– fotografiados. Sin saberlo, sin quererlo quizás, Pugliese es un artista instagrameable por excelencia.

La solemnidad del arte clásico es obra del tiempo. Hace poco se descubrió que los griegos pintaban profusamente a sus estatuas, uno podía cruzarse con unas ninfas, Diana cazadora o el dios Pan en medio de un bosque. Algo de esta experiencia es lo que nos deparan las obras de Pugliese. El maestro es obsesivo con sus criaturas, se encierra días a modelar la arcilla y puede pasarse una noche trazando el surco de una arruga, la comisura de una sonrisa, el pliegue de un saco, a sus estatuas, en lugar de golpearlas con el cincel para que hablen, dan ganas de servirles un whisky para que conversen, para que sigan conversando

Foto: Leo Vaca

Fernando Pugliese nació el 22 de mayo de 1939 en la ciudad de Buenos Aires, el mayor de los cinco hijos (tres varones, dos mujeres) de Fernando Pugliese (padre), que importaba papel y le vendía bobinas a Roberto Noble, fundador de Clarín y a Constancio Vigil, de Editorial Atlántida. “Se juntaban en la casa de mi papá, que tocaba “La Comparsita”, después me llamaban para que los entretuviera. –rememora– Allá por el año 50, me decía: ‘Vení, imitá los aviones que caían en Corea’, ‘Imitá a Luis Sandrini’. Aún hoy esas onomatopeyas e imitaciones le salen a la perfección; tal vez ahí haya surgido la fiebre del simulacro.
En su mito de origen hay un un maestro polaco, una caja y un tren. El tren fue su primera réplica (en miniatura) de la realidad y trajo aparejado su primer invento: una maquinita que emulaba el ruido atronador de la locomotora y que hacía funcionar día y noche de la cama al living del piso de sus padres en Libertador y Coronel Díaz, hasta que los vecinos de abajo amenazaron con el desalojo y Fernando fue a parar de pupilo al colegio St. George de Quilmes.
—Ahí empecé con una tiza y con la punta del compás, esculpía la tiza y se la regalaba a una maestra de francés de la que estaba enamorado. Hasta que el director se dio cuenta y me agarró de la oreja “Stop this nonsense”, basta de estupideces.
Las reiteradas estupideces lo llevaban de penitencia a la carpintería, donde descubrió el oficio de la mano de su maestro polaco, el señor Gabucz, que con sus manos curtidas de trabajar la madera de los bosques helados de Varsovia le reveló los secretos de las máquinas mecánicas y semimecánicas, las sierras los cinceles y las reglas de la escuadra. Así Fernando forjó una caja, su primer objeto, y de ahí en más ya nunca se detuvo. Egresado de bachellor pareció desoír el llamado de las musas y se desvió por el camino de las leyes.
—La carrera de derecho fue para estar con el sistema en relación de mediana igualdad Una cosa es el sistema, “el señor es doctor en leyes” y otra cosa es lo que me gusta a mí, como la música. (suena el celular y se escucha la banda sonora de El golpe).
—Le gusta el western
—Toda la vida. Yo quería ser cowboy, no abogado.

Foto: Leo Vaca

Otra de las costumbres peculiares de este taller, que lleva cuarenta años en el barrio, es la de sacar las obras a la calle. No se trata simplemente de piezas alquiladas o vendidas que van a ser trasladadas, sino de esculturas que se exponen en la vereda para sacudir el gris asfalto y el ocre vereda cotidianos, un león, una cebra, un alce, un barco, cualquier cosa puede emerger del garage de este Madame Tussauds de Villa Crespo. Pugliese dice que quiere hacer salir a la gente de su realidad, “Yo lo que siempre hago son cosas que generen explosión. Uso siempre esa palabra punch on the nose una piña en la nariz”.
—Hoy sacamos a Frank Sinatra.
Dice María José Delger, asistente personal del Maestro (como ella lo llama con inocultable admiración). María José es rubia, alta, expeditiva, estricta, y es la encargada de organizar el caos creativo de Pugliese; ella atiende los múltiples llamados con encargos, consultas y pedidos. Cuando le pregunto si hay encargos particulares de personas que quieren su estatua. María José suspira.
—Montones —dice —y de sus mascotas también.
María José también se encarga de filtrar toda llamada cuando el maestro hace lo que mejor le sale: crear. Pugliese se encierra en su taller con todas las fotos disponibles de frente, dorso y perfil y moldea la arcilla hasta que de ese barro se eleva un cuerpo, una persona, una personalidad. Después, mediante una serie de técnicas que mantiene en secreto pero que implican el uso de resina epoxi y fibra de vidrio, surge la estatua que tras un minucioso proceso de pintura manual queda lista para ser expuesta a la intemperie con garantía de por vida.

Foto: Leo Vaca

Así Pugliese hizo a la Virgen Puntana en San Luis, al obispo Angelelli en Neuquén,
hizo la asunción del papa Francisco en La Rioja, hizo a Manuel Belgrano sosteniendo la bandera, hizo a Cabral soldado heroico desatascando de su caballo a un San Martín de dientes apretados en la batalla de San Lorenzo, hizo un pesebre tamaño real en la Casa Rosada, con María, José, un toro, un burro, una oveja, el niño Jesús, hizo a Mahatma Ghandi, a Albert Einstein, hizo a Diego Maradona alzando la copa, hizo a Lionel Messi, hizo al Burrito Ortega, a Enzo Francescoli, a Carlos Tevez, a Gabriel Batistuta en grito de gol, hizo a Luis Alberto Spinetta y a Gustavo Cerati en sendos solos de viola, hizo a la vaca de Milka, hizo a la virgen desatanudos en el Vaticano, hizo a Minguito, hizo a Guillermo Francella, hizo a Gerardo Sofovich, hizo a Jorge Luis Borges, a Adolfo Bioy Casares, a Julio Cortázar, hizo Evitas y Perones.
¿Se hizo Pugliese a sí mismo?
Sí, claro, como todo el mundo _No, digo si se hizo una estatua. ¿Yo, a mí, no, nunca? Algún día me voy a hacer, por ahí, pero no tiene importancia.

Cuando se le pregunta a Pugliese si revisa cada tanto su obra, si tiene esa pasión retrospectiva, afila la mirada, sonríe de costado, “Si yo te cuento todo lo que hice parece el cuento de un loco”. En esa gesta por reproducir la realidad para mejor burlarla, figura la réplica a tamaño real de la carabela de Colón que realizó en 1992 con motivo de los quinientos años de la llegada de los europeos al continente y que exhibió en La Rural y en la que él mismo interpretó al almirante genovés encerrado en su camarote, o la del navío con el que Magallanes dio la vuelta al mundo y navegó su estrecho, que está fondeada en Puerto San Julián. Pero cuando se le pide que mencione un hito en su carrera, el maestro no duda y pronuncia dos palabras: Tierra Santa.

Foto: Leo Vaca

Corrían los últimos meses del milenio pasado y la fecha alentaba pronósticos apocalípticos, pero el sindicato de comercio estaba preocupado porque perdería un predio frente al Río de la Plata si no le daba el uso cultural y educativo que tenía asignado. Entonces apareció en escena Pugliese, que venía pensando en hacer un parque temático que fuese tan famoso como para no requerir publicidad pero que tampoco tuviera que pagar derechos. La respuesta estaba en las sagradas escrituras, Jesús era a fin de cuentas más famoso que los Beatles (y no habría que pagarle royalties).

Pero a falta de los reyes egipcios, Pugliese tuvo que luchar contra otros antagonistas para cumplir con la tierra prometida. Primero contra el reloj: tenía tan solo diez meses para concretar la obra, después le enviaron a la plaga de los arquitectos, quienes decían que era imposible comenzar sin la aprobación de los planos, que llevaría su buen tiempo. Pugliese, que no olvidaba su formación de abogado, recordó la diferencia entre un bien inmueble (que está fijado a la tierra) y un bien mueble (que se puede desplazar).
— Entonces hice una casa, y lo llevé a Armando Cavalieri, “venga por acá, ¡Tito, traé el tractor, enganchá, dale ahora, tirá!
Pugliese había obrado el milagro: sus templos se movían, merced a una base de planchuelas inventadas ad hoc y al poco peso de su estructura, ya que en lugar de la sagrada piedra de Jerusalem, estaban construidas con bloques de pagano telgopor “los arquitectos me decían ¿telgopor, telgopor? Se va a caer. Pero el telgopor, una vez que está bañado en una espuma de cemento tiene un peso que no lo puede mover ni un huracán –pero sí lo puedo mover con un tractor”, guiña el ojo Pugliese, y los últimos veinte años le dan la razón.
Derrotados los arquitectos, tenía que convencer a los representantes de las tres religiones monoteístas para que aceptaran estar juntas en el mismo predio. Con diplomacia digna de Camp David, convenció al rabino bajo promesa de construir una réplica del muro de los lamentos, al Imán islámico con mezquitas y ninguna representación de Alá, y al arzobispo de Buenos Aires no hizo falta convencerlo, porque le encantó la idea e incluso fue a bendecir el predio y trabó amistad con Pugliese; se trataba de Jorge Bergoglio.

Una vez superados todos los obstáculos solo quedaba construir el primer parque temático religioso argentino. Pugliese se instaló en el predio y junto a un conjunto babélico de novecientos cincuenta obreros rusos, paraguayos, bolivianos y argentinos trabajó en tres turnos corridos día y noche para construir las réplicas de sinagogas, mezquitas, iglesias y templetes romanos, montes, grutas, caminos, carretas y las esculturas de hombres, mujeres, árboles, plantas y bestias, y diseñó los sonidos y las luces y el onceavo mes, descansó.

Hay registro en video de la construcción de Tierra Santa (hay registro de todo lo que ha hecho Pugliese, como si se temiera que la desmesura prodigiosa de su producción pueda caer en la zona hiperbólica del mito y la leyenda) y al mirarlo con atención es inevitable pensar que es una pena que Werner Herzog no haya estado ahí para documentarlo.

Foto: Leo Vaca

Ahora Pugliese se apresta a inaugurar su segundo parque temático religioso, el del Cura Brochero en Traslasierra, Córdoba.
—Son ciento ochenta esculturas distribuidas en trece estaciones —detalla María José Delger, A una cuadra del estudio está el taller. Tras un inmenso portón de garaje en la calle Darwin un grupo de quince discípulos se aprestan a dar forma a los múltiples encargos, trabajos y caprichos del Estudio Pugliese. Por ese portón metálico puede salir el Cura Brochero a lomo de burro directo a los jardines del Vaticano, o un conejo de ocho metros para la sede de Sony; por ahí también salió el busto en mármol de carrara de Néstor Kirchner que encargó Cristina Fernández y que ahora engalana la galería de los presidentes en la Casa Rosada.
El último punch de Pugliese es la estatua de Alberto Fernández tocando la guitarra junto a su perro Dylan. Está en el “Café las palabras”, del legislador Eduardo Valdés, amigo del maestro, que tiene, según calcula Pugliese, unas cincuenta obras suyas en ese espacio, mezcla de salón político con museo personal.

“Quiero hacer cosas que llamen la atención. Todo el mundo tiene que entender lo que hago –dice Pugliese, y agrega desafiante– Yo no hago esculturas modernas”; desde otro punto de vista se podría decir que lo que hace son intervenciones que alteran el espacio en el que se instalan, que desfamiliarizan lo cotidiano. Lo mejor, en definitiva, es que en su obsesión por imitar a la realidad no la replica: la distorsiona. Sus simulacros alucinatorios pueblan el mundo con fantasías de resina epoxi y espuma de polietileno. Abandonar su estudio es asumir un triste regreso al gris de lo concreto, mientras él permanece en el mundo de sueños reales que moldea con sus manos, tocando al piano unas notas de My way ante la sonrisa invencible de Sinatra. Es difícil hacer esa transición sin accidentes.
—Cuidado, la perra es de verdad.
Advierte María José ante el bulto peludo echado en el escalón, antes de despedirme.

“¡Oh, Capitán, mi Capitán!” (con Nicolás G. Recoaro)

“El tren más lento de la Argentina” dejó de correr en el año 2011. Pocos meses antes, dos cronistas viajaron casi 40 horas en el mítico convoy del Gran Capitán. De Buenos Aires a Misiones, una radiografía rodante de la Mesopotamia, hasta la frontera con el Paraguay. 

Por Nicolás G. Recoaro y Ariel idez

El que avisa no es traidor. “El horario de salida y circulación puede sufrir modificación por causa de fuerza mayor.” Esta advertencia figura tatuada, en forma de sello, sobre el boleto del tren N° 601, que promete llevarnos desde la Estación Federico Lacroze, a pasitos del cementerio de la Chacarita, hasta la ciudad de Posadas. La advertencia funciona como una suerte de petición de principios, un canté pri de la imprevisibilidad y los azares del camino. Un hombre con muletas que nos ve trasponer el molinete bañados en sudor por la corrida contra reloj desde la estación de subte lo resume aún mejor: “Mejor tómenselo con soda, muchachos. Van a viajar en el Gran Capitán.” Son, en efecto, las 11:20 y el tren, anunciado para las 10:50, brilla por su ausencia.

El pasaje recién se apelotona tranquilo a la vera del Andén N° 9. Son, al principio, una masa informe, los extras de una película que no se empezó a rodar. En un rato, no obstante, iniciaremos una convivencia de más de 30 horas y, si Tatita Dios y el Gauchito Gil están de nuestro lado, menos de 40.

A poco de mirar se recortan con facilidad algunos arquetipos: la madre de familia con su prole a cuestas, el borracho con su vino de cartón Bordolino, el mochilero new age, el hippie artesano, el aventurero beatnik libro en mano, el pendenciero de barrio, la que se escapa, el que se va, el que se vuelve. 11:45. Bajo una llovizna pertinaz, como una estrella que se hace esperar para hacer aún más aclamada y espectacular su aparición, precedido por la columna de humo que despiden los mil caballos de fuerza de su locomotora GM CU, el protagonista entra en escena, como para desmentir que “una tormenta puede ser más bella que una locomotora” y demostrar que hasta el eterno José Martí podía equivocarse.

Ahora, la mole rodante se aproxima parsimoniosamente hasta el andén y los pasajeros se incorporan y esperan de pie su llegada como si le rindieran sus respetos. Los que vamos a viajar te saludamos, Gran Capitán. Leven anclas. 

QUÉ TREN, QUÉ TREN

El tren surfea las vías de acero que atraviesan el Conurbano Bonaerense como una cicatriz del progreso. Así forma el Gran Capitán: un coche de primera, uno dormitorio, dos pullman, cuatro de clase turista, la pequeña cafetería, el dormitorio del personal, el grupo generador y la bodega. En su dilatado periplo, el tren recorrerá  los 1100 kilómetros del ex Ferrocarril Nacional General Urquiza hasta llegar a las coloradas tierras misioneras.

El ramal parido durante las tres últimas décadas del siglo XIX, con aportes nacionales y británicos, nació como medio de transporte vital para el Noreste argentino y, sobre todo, para alimentar la voraz (y agroexportadora) Cabeza de Goliat enclavada en el Puerto de Buenos Aires. Para 1912 su influencia crecía y arañaba la frontera con el Paraguay, pero también ayudaba a engordar las ganancias de los patrones ingleses y la oligarquía for export. En la década de 1940, Raúl Scalabrini Ortiz advertía:

“El ferrocarril puede ser el elemento aglutinador de una colectividad o su más pernicioso disgregador. Por eso, la actividad inicial de los pueblos que logran su conciencia propia es obtener el contralor inmediato de sus propios ferrocarriles.”

Perón cumplió el anhelo de la nacionalización de los ferrocarriles el primer día de marzo de 1948 y Evita dignificó el acto con un encendido discurso en la Estación Retiro. Años después, llovieron bombas sobre Plaza de Mayo y las automotrices norteamericanas metieron la cola con una fórmula nefasta: más rutas y menos vías. Después llegaron los años de la desinversión, el abandono y el golpe de nocaut al ferrocarril que le propinaron los cierres masivos y privatizaciones decretados durante los años del Menemato, del que el ramal mesopotámico no quedó ajeno, ya que fue cerrado en 1993. A pesar del abrupto parate, el Gran Capitán logró resurgir de sus cenizas diez años después.

Esta tarde de marzo del 2011, temporada baja, el convoy cobija unos 400 pasajeros, la mayoría con destino final en Posadas. Adrián, un guarda con cara de pocos amigos recorre el vagón picando boletos. “Estamos viajando en seis vagones, pero en diciembre y enero llegamos a los 14 coches, con casi 1200 personas a bordo. A pesar de la mala fama que nos han hecho, la gente nos elige por los costos. Es un equilibrio: el tiempo que vos perdés acá, lo recuperás en el ahorro, podés viajar con toda tu familia por la mitad de lo que te sale el micro (el boleto Buenos Aires Posadas cuesta $ 85 pesos en clase turista, contra los casi $ 300 del transporte automotor). Hay que aprender a cultivar la paciencia. Disfruten del viaje, caballeros”, explica el guarda con cierto tono zen, antes de proseguir su búsqueda de polizontes. 

PUENTE ZÁRATE BRAZO LARGO

Algo apunado, el Gran Capitán escala la empinada cuesta del Puente Zárate Brazo Largo. Dos pantagruélicos lanchones sacados de una versión mesopotámica de V, invasión extraterrestre flotan enmohecidos sobre el río. Son los ahora desocupados ferrobarcos que en el pasado capeaban la odisea de cruzar el Paraná Guazú, arrimando vagón por vagón de una orilla a otra. El pasaje se agolpa en las ventanillas degustando desde las alturas la magnificencia barrosa del Paraná. Juan L. Ortiz, el pequeño poeta más grande de estas tierras tramadas por aguas, puede explicarlo mejor: “De pronto sentí el río en mí / corría en mí / con sus orillas trémulas de señas, / con sus hondos reflejos apenas estrellados.” Bienvenidos a Entre Ríos.

VAGÓN MATEADOR

Puro mate con peperina. “En primera se está más fresquito, porque no va nadie”, dice Silvia, sentada sobre el añejo butacón de cuerina azul del vagón económico, mientras ceba paciente un infaltable amargo con hierbas serranas. Un día de hace unos 20 años, un poco cansada de las siestas y las cabalgatas por los campos entrerrianos, Silvia decidió dejar a su familia en su Domínguez natal y partir hacia el Conurbano. Allá la esperaban varios amores, varios desengaños y varios amores nuevamente. Silvia cuenta que desde 2001 es militante del Partido Obrero y que los últimos años los ha pasado trabajando en política y ayudando en tareas sociales en su barrio de Ituzaingo. De pronto hace silencio y se queda suspendida del paisaje: esa película del recuerdo que proyectan las ventanillas.

Hace pocos meses falleció su padre y sus restos están en el cementerio de Domínguez. Es la primera vez que regresa para vistarlo: quiere llevarle algunas flores y construirle una cruz “como Dios manda”. El sol va cayendo y el Gran Capitán navega, manso y tranquilo, entre un verde océano de soja transgénica.

ESTACIÓN LAS MOSCAS

A las 16:07 Larroque parece un paraje fantasma. Las calles asfaltadas vacías, los colores de las madreselvas brillando en el silencio, salvo algún perro que levanta modoso las orejas, salvo un paisano de boina pegado a una banqueta, salvo una mujer que pasa con su hija en bicicleta, se detiene un momento y le dice a la niña que salude al tren.

Los vagones del Gran Capitán están rigurosamente vigilados, pero las uniones entre un vagón y otro son una zona franca en la que se permiten ciertas libertades individuales, como tomar fresco sentado en la escalinata de acceso, de cara al viento y la nada informe del camino.

Poco antes de llegar a la localidad de Las Moscas suben los pasajeros menos deseados: tres gendarmes y su labrador negro entran al vagón y hurgan entre los bagallos del pasaje. Dos pibes que rasguñan una guitarra y cantan una canción romántica de Marco Antonio Solís son los primeros interpelados por los hombres de verde. Documentos, pasaje, requisa y el “muchas gracias” con cara de guerra se repite en el vagón popular. Algo decepcionados, los gendarmes se bajan en la estación del pueblo que homenajea al díptero más antiguo del planeta tierra. En el vagón se comenta que subieron “por si las moscas”.

GRAN CAPITÁN, BUENOS DÍAS

En los vagones del tren hay un cartel con el número de un teléfono celular, la “línea Gran Capitán”. La frecuencia homeopática del servicio y las imprevisibles vicisitudes que el tren afronta en cada viaje obligan a los futuros pasajeros a marcar este número para informarse por dónde anda el convoy y cuándo se producirá el anhelado arribo a la estación para abordarlo. Cuando alguien llama hace sonar el celular que descansa en el bolsillo izquierdo de la camisa Grafa azul del Señor Acuña. El hombre atiende y no dice hola, no dice qué tal, no dice quién habla, simplemente anuncia: “Gran Capitán, buenos días.” Acuña es alto, ancho, canoso, de buen porte y saluda con un apretón de mil HP. En el mundo del Gran Capitán su cargo no tiene nombre oficial, Acuña es simplemente el alma del tren.

“Yo en mi vida ferroviaria siempre he sido conductor de locomotora, de coche motor, he sido instructor. Cosas que he logrado gracias a que uno le pone un poco de constancia a lo que está haciendo. Porque esto te tiene que gustar. Yo siempre fui una persona responsable. De estar charlando ahora con ustedes y ver lo que está pasando”, dice Acuña mientras el tren devora kilómetros de vías y, como si fuera adrede, justo en ese momento lo llaman por el handy. “Te copio”, dice Acuña y se escucha una voz con fritura al otro lado. “Bueno, teneme al tanto”, responde el Gran Capitán y prosigue: “Esto es una responsabilidad. Laburo es una cosa y una responsabilidad es otra. Vos al laburo vas, cumplís ocho horas y si después se calló el techo y bueh, mala suerte. Acá no. Acá el lema mío es que el tren salga a horario, que llegue a horario. Estando en franco llamo por teléfono y les pregunto a los muchachos: ‘¿Por dónde andan?’, a ver ‘¿cómo están, qué pasó?’ Siempre estoy al tanto de por dónde y en qué condiciones anda el tren.”

Acuña se apasiona hablando de los desafíos que implica cada viaje: los 80 grados de temperatura que alcanzan los rieles “hasta torcerse como un fideo”, las hazañas para hacer funcionar a pleno el motor o el fantasma que recorre todo convoy: el descarrilamiento. “A veces lo encarrilamos nosotros, porque ahora acá no hay una velocidad brava. En el año ochenta y pico teníamos 120 kilómetros por hora. Le metíamos entre 12 y 15 horas. Eso ahora no se puede hacer por la falta de mantenimiento. Antes la Línea Urquiza tenía un hombre por kilómetro. En 1200 kilómetros había 1200 hombres.”

De pronto, Acuña pide disculpas y toma el handy. “¿Está todo bien?”,  pregunta, “Sí, arrancó de nada, arrancó bien”, le contestan al otro lado. “Ta bien, papito”, remata Acuña y retoma la conversación: “Si acá se hicieran las cosas como se tienen que hacer en tiempo y forma, ¿sabés los ferrocarriles que tendríamos? Un tren circulando a 120 kilómetros por hora, ponele 18 horas a Posadas, competís con el micro. Se puede, acá en la Argentina se puede todo.”

ESTACIÓN BASAVILBASO

Cae la noche sobre este pueblo de colonos entrerrianos. Esta es una de las paradas de reacondicionamiento del tren, de manera que el pasaje aprovecha para estirar las piernas, apurar una birra o un vino en cartón que no se podrá subir al tren y comer por un peso las empanadas de pollo, por dos la ensalada de frutas y por cinco los sánguches de milanesa que ofrecen las vendedoras ambulantes. Una precaria economía que se reconstruye cada vez que el tren vuelve a surcar el litoral.

Un muchacho que orilla los 30, morocho, el pelo al ras, se nos acerca y nos pide cerveza. Cuando le convidamos, como si sintiera que debe darnos algo a cambio, nos cuenta una historia de un padre perdido en Brasil que va a tratar de encontrar, de sus planes, de su oficio de chef, de noches de cocaína en Ibiza, pero el vaso se acaba, la luz del día se apaga, suena el silbato y el relato queda trunco: hay que decirle adiós al que tal vez sea nuestro único atardecer en Basavilbaso.

EL CUCHILLO DEL GAUCHO GIL

El sol se filtra por las hendijas metálicas de las ventanillas y los pasajeros se desperezan. El color de la tierra es prueba de que en la noche se ha cruzado la frontera y ya estamos en Corrientes. El cansancio se adhiere a los cuerpos de los pasajeros como el polvo del camino, pero es temprano y todavía falta cruzar una provincia entera antes de llegar a Misiones. Ramón recorre los pasillos, como durante toda la noche, aunque su uniforme de la empresa de seguridad Dogo no luce la pulcritud de la que hacen gala las fuerzas del orden. “Ya no trabajo para esta empresa, soy empleado del tren, pero lo sigo usando para imponer más respeto”, cuenta acodado al cartel de la estación en su ciudad natal: Paso de los Libres. “Para este trabajo tenés que ser guapo, una vez hasta me quisieron tirar del tren, un borracho al que le saqué el trago. Cuando son las fiestas del Gauchito Gil la hoja del cuchillo más chico no mide menos de diez centímetros, hay que saber manejar la situación”, dice el seguridad que basa su autoridad menos en la cachiporra que en sus dotes de persuasión.

De a ratos se le filtran fragmentos de su biografía: “Antes de entrar a la seguridad estuve en Gendarmería”. Cuando le preguntamos por qué abandonó a los hombres de verde, se sonríe, pícaro: “Menos pregunta Dios, y perdona.”

ESTACION SANTO TOMÉ

Adentrados en Corrientes la vegetación por momentos es tan cerrada que se aboveda sobre el tren, como si se tratara de un túnel vegetal y el sol apenas se cuela, ametrallado entre las matas de hojas. Basta asomar unos centímetros los dedos fuera de la ventanilla para sentir el roce de los tallos las hojas y los juncos.
La promiscuidad vegetal acaba trayendo complicaciones: en Santo Tomé el tren se detiene más de la cuenta y el guarda se apersona para informarnos que el plumerillo que se desprende de los arbustos tapó el filtro de aire; ahora hay que esperar que los bomberos lleguen en nuestro auxilio. La ululuante sirena de la autobomba arriba a la estación cortando en dos el silencio tórrido de la siesta. El bombero apunta y dispara el chorro a presión contra el filtro de la locomotora, pero el eterno Acuña le arrebata la manguera, se sube al lomo de la máquina y desde ahí dispara al mastodonte mecánico hasta destaparle los pulmones.

NARANJO EN FLOR

El su último tramo, el Gran Capitán bordea la provincia de Misiones y hay premio para el pasajero paciente: con sólo cerrar los ojos se puede disfrutar de un viaje aromático: los nenúfares y lotos de los esteros, el té de Las Marías, los cítricos de las haciendas. El ojo no se queda atrás. En el vagón popular dicen que aguzando la vista pueden distinguirse los carpinchos y yacarés que habitan los bañados. Nosotros no vemos más que la elegancia de una garza blanca y el reflejo del poniente sobre las aguas.

De pronto, descubrimos que Pindapoy no era un jugo ni algo para chuparse, sino una localidad misionera, famosa por sus naranjales. La estación luce un abandono ejemplar, pero las naranjas aún brillan en los árboles como si fueran de oro.

ESTACIÓN POSADAS

Treinta y dos horas después de haberlo abordado en Federico Lacroze, el Gran Capitán nos deposita, sanos y salvos, en Posadas y el hecho parece un pase de magia del progreso, uno de esos trucos viejos que todavía asombran.

Los pasajeros, cansados, se dispersan en la estación. Acuña, conocedor de las mil y una vicisitudes del recorrido, respira aliviado por otro viaje exitoso. Así se construye la leyenda del Gran Capitán, palmo a palmo, kilómetro a kilómetro.
La locomotora bufa y el tren se despliega en la vía como un gigante cansado, un titán que no sabe de modorras. Dentro de dos horas, partirá nuevamente hacia Buenos Aires.

LA SIESTA FORZADA

Pocos meses después de esta travesía, el Gran Capitán dejó de correr por las vías que surcan el litoral desde Buenos Aires hasta Misiones. El tren languidece desde noviembre de 2011 en la estación de General Virasoro, Corrientes, víctima del abandono estatal y también del vandalismo ciudadano. Letargo forzado. La siesta amarga del gigante.

Publicado en Revista Invisibles Junio de 2019.

 

Cien formas de la felicidad

César Aira cumple 70 años y 100 libros publicados. A ritmo de una página por día, desencadenó un tsunami de “novelitas” que dinamitaron nuestras letras.

Por Ariel Idez

¿Existirá César Aira? Su obra es tan inverosímil, su figura tan evanescente, que podríamos dudarlo. El problema es que si no existiera solo podría haber sido inventado… por César Aira. La realidad a regañadientes se empecina en demostrarnos que nació en Coronel Pringles el 23 de febrero de 1949, que vive en Flores desde 1967 y que desde hace una cantidad indefinida de años, pero digamos desde sus veinte para continuar con los números redondos (aunque probablemente desde antes) escribe una página diaria y esas páginas se acumulan sobre todo en novelas (o “novelitas”, como él ha dado en llamarles) y también en cuentos, ensayos y alguna que otra obra de teatro que ya superan el centenar de títulos. Pero más allá de la curiosidad gimnástica debemos detenernos en el asombro poético, en la iluminación profana que la lectura de esos textos nos ha deparado y nos deparará; en que a lo largo de setenta años Aira ha compuesto cien formas de la felicidad.

Cien novelas en setenta años, ¿cómo es posible? El propio Aira ha procurado disminuir la hazaña al hacer referencia a su método, que consiste en escribir una página diaria, todos los días: producción literaria en dosis homeopáticas, y a que sus libros son muy breves, de unas cien páginas promedio, por lo que equivaldrían a publicar una novela anual tamaño estándar. El hecho es que esas páginas se acumulan y a lo largo de cincuenta años suman 18250, algo menos que las 11.100 de sus primeros cien libros, que requerirían casi catorce días de lectura ininterrumpida. Treinta y nueve editoriales de Argentina e Iberoamérica se han hecho cargo de esas primeras ediciones, que a un promedio de 500 ejemplares (sin contar reediciones ni traducciones), suman cincuenta mil volúmenes. Aira es una biblioteca, una industria cultural, una literatura de un solo hombre.

Pero los números apabullantes de este balance no deberían hacernos perder de vista el valor de los activos: Aira podría haber quedado en la historia de la literatura argentina con uno solo de sus libros, como La liebre o El sueño o Varamo, cada uno de ellos contiene en potencia al resto, el tema es que en Aira la potencia se pega al acto, y todo se materializa, crece, se agiganta, se acelera. Una producción como la suya hace pensar en la ausencia de una vida, al menos de una vida “de novela”. El centenar de libros logra hacernos creer que su autor ha volcado todas sus experiencias, sus observaciones, sus emociones más fuertes y perdurables en la composición de su página diaria, como si el resto fuera un decorado, necesario pero prescindible, materia prima para ese momento de prodigiosa iluminación cotidiana. La biografía de Aira es su catálogo, no casualmente recopilado por Ricardo Strafacce, biógrafo del maestro de Aira, Osvaldo Lamborghini, como si uno fuera el reverso del otro.

En este trabajo de hormiga Aira parecer haber resuelto muy pronto problemas y conflictos con los que otros escritores luchan toda su vida, como el terror a la página en blanco, el miedo a repetirse o la angustia por la “calidad” de su obra. Lo logró inventando un procedimiento, en el que combina poesía, pensamiento e inventiva. Maestro en el arte del comienzo, cualquier cosa, un chiste, una anécdota, una frase escuchada al pasar, parecen servirle para empezar una novela. En las primeras páginas, sus ficciones tienen un falso aire realista, e incluso costumbrista, pero conforme avanza la trama, se van enrareciendo al calor de invenciones, prodigios, fabulaciones y razonamientos inverosímiles aunque de estricto rigor lógico. Las acciones toman velocidad hasta una aceleración final, vertiginosa, en la que se funden en finales apocalípticos, fulgurantes. Lo que Aira repite es el procedimiento, una y otra vez, pero aplicado a diferentes materiales arroja siempre resultados distintos. Según sus palabras, nunca corrige, tampoco descarta, si se cansa de lo que está escribiendo, apura la historia, “liquida” el final y vuelve a empezar…una nueva novela: la indefectible disconformidad con su propia obra que aqueja a todo escritor, en lugar de paralizarlo, lo impulsa a seguir escribiendo.

El volumen de la obra airiana ya opera por su cuenta y produce sus propios efectos, ajenos a la intervención del autor. A la edición de su catálogo (que ejerce la fascinación del álbum de figuritas para adultos), se suma un diccionario que compila sus ideas: Ideario Aira, obra de Ariel Magnus. En esa línea podríamos postular también una topología airiana que describa la geografía de sus ficciones. En ese mapa de calor arden al rojo el barrio de Flores (con epicentro en su propia casa, cuya dirección es revelada en varias de sus novelas), el pueblo bonaerense de Pringles y sus aledaños pampeanos, pero se suman asimismo enclaves tan disímiles como la ítsmica república de Panamá o el exótico Punjab hindú. Algunos lugares ejercen una atracción tan fuerte sobre la composición que llegan a conformar un ciclo, con sus propias características. El ciclo de Flores, con La guerra de los gimnasios, El sueño, La villa, Delivery, entre otras (muchas más), el ciclo de Pringles con El tilo, Cómo me reí, Cómo me hice monja, La cena, el delicioso ciclo de Panamá con El mago, Varamo. La princesa primavera. Como puntos en ese mapamundi advertimos banderines en Rosario, Mérida, el África subsahariana. Al planeta airiano también se puede entrar por el atlas de sus ficciones.

Maestro en el arte de la improvisación, al leer sus libros tenemos la impresión de que inventa la historia a medida que la escribe, y que una línea ignora cuál será la siguiente, cómo si disfrutara desafiándose: “a ver cómo salís de esta”. Y siempre sale: resuelve los problemas que le presenta esta invención constante con nuevas invenciones, lo que ha dado en llamar el método de “la fuga hacia delante”, pero no hace trampas ni abusa del deux ex machina, trabaja siempre con las cartas que ha puesto sobre la mesa en las primeras páginas, lo que al final produce un efecto de improvisación premeditada. A decir verdad, el principal tema de Aira, el que atraviesa toda su producción es su propia obra. Por eso, cada novela amplía el tema a la vez que lo precisa. Ningún autor ha reflexionado tanto sobre sus propios mecanismos generativos, tal vez porque el propio Aira sea un enigma para sí mismo y escriba para comprenderse. Sus novelas traen sus propias instrucciones de uso y forman a sus propios lectores, a los que inventan como profecía realizada. Esas novelas están hechas, en partes iguales de pensamiento, poesía e imaginación; ninguna deja que la otra se imponga: ni novelas “de ideas”, ni de “aventuras”, ni “prosa poética”, novelas airianas al fin; máximo anhelo de todo escritor: devenir adjetivo, convertirse en su propio género.

Esas novelas nos recuerdan, una y otra vez, algo que nunca deberíamos olvidar: que la literatura es una zona de libertad, invención, fábula y poesía en la que todo nos está permitido. Su lectura distorsiona y extraña el automatismo cotidiano, colorea la grisura de los días, inventa mundos posibles que brotan como hongos del que habitamos con resignada constancia; objetivo primero –y último– del arte.

El sábado 23 la Biblioteca Nacional organizará un gran festejo. Canonización definitiva y en vida para un autor que muchas veces fue mirado de soslayo por ciertas zonas del campo literario. No hay caso: Aira triunfó por prepotencia de trabajo; puede sustraer su cuerpo detrás de su obra y de seguro se ausentará –a la Blanchot– de su propio homenaje. Aquellos a quienes nos hace felices –sus lectores– solo le pedimos que complete su página diaria.

Con eso alcanza y sobra.

Publicado en La Agenda de Buenos Aires del sábado 23 de febrero de 2019.


Lo dejamos acá

Escribió Nanina y fundó la mítica revista Literal. Pero Germán García fue ante todo un gran conversador, que ayudó a pensar el psicoanalisis en Argentina.

Cuenta María Moreno que cuando Jacques Lacan lo conoció en su estudio parisino le hizo una simple pregunta: “¿De dónde viene?”. Germán García respondió sin dudar: “De la literatura”. Pasajero en tránsito de la literatura al psicoanálisis, escritor, ensayista, analista, polemista, conversador infatigable y deslumbrante, García fue autor de una extensa obra y una intensa vida, que se apagó el miércoles 26 de diciembre, un día después de cumplir los setenta y cuatro años.

Germán García fue parte de una estirpe fundada por Sarmiento: la de los intelectuales que se hacen a sí mismos, aquellos que nacen lejos de los centros de poder, sin respaldo familiar ni contactos. Nació en 1944 en Junín, hijo de un obrero metalúrgico, y en 1961 llegó a Buenos Aires para eludir una novela familiar que le tenía asignado el papel secundario de mecánico automotriz. Se encontró con los swingin sixties porteños, la vanguardia del Di Tella, la “manzana loca” de Marcelo T. de Alvear, Alem, Viamonte y Maipú, los boliches del bajo: el Moderno y el BárBaro. Pero, sobre todo, los bares de Calle Corrientes: La Giralda, el Politeama, La Paz, El Ramos, El Paulista, La Ópera. En esas cátedras bohemias donde se ejercitaba el arte de la chicana y la réplica feroz entre la neblina del tabaco, García forjó y veló las armas de la polémica, trazó alianzas y conoció maestros como Ricardo Zelarayán, que lo mandó a leer a Macedonio Fernández y Witold Gombrowicz.

A salto de mata entre “fantasías urdidas en las largas noches frías de alguna pensión”, un jovencísimo García escribe en esas chambre de bonne porteñas las páginas de su primera novela mientras lee todo lo que se lo pone enfrente. Nanina sale en 1968 precedida por una campaña de prensa que incluye elogios de Rodolfo Walsh y el semanario Primera Plana. La editorial Jorge Álvarez le hace honor a su impronta pop con una tapa que emula las serigrafías de Warhol y multiplica los retratos del sonriente autor. Más selfmademan novel que novela de iniciación, la historia del joven que huye del pueblo bonaerense para escapar al destino familiar y hacerse escritor es una profecía autocumplida que interpela a los lectores: agota tres ediciones y vende doce mil ejemplares hasta que un juez del Onganiato la encuentra obscena, confisca los ejemplares e inicia un proceso que condenó al autor a dos años de prisión en suspenso. Como Flaubert y Joyce, García también afrontó su propio juicio por ofender la moral y las buenas costumbres.

En ese mismo año, mientras ardía París, el autor de Nanina conoció a su “enemigo íntimo”, Osvaldo Lamborghini, y ambos trabaron una amistad con forma de alianza intrigante. En 1969 García gestionó la publicación de El fiord, de Lamborghini, un texto breve y revulsivo, que producía el impacto del parto contra natura de una nueva literatura y escribió un epílogo “Los nombres de la negación”, que firmó con el seudónimo Leopoldo Fernández (su segundo nombre y su apellido materno) para eludir una segunda condena. El fiord, a diferencia de Nanina, tuvo una circulación restringida al gueto literario. Entre sus célebres lectores estaba Oscar Masotta, importador de novedades teóricas, a quién le llamó tanto la atención el epílogo que invitó a García a sus cursos sobre Lacan. Ahora la literatura llevaba al psicoanálisis.

Entre fines de los sesentas y principio de los setentas Germán García parece vivir varias vidas en esa Argentina acelerada y recalentada a temperaturas que amenazan con la fusión de política y literatura. Colabora con la revista Los libros y llega a ocupar el consejo de dirección junto a Beatriz Sarlo, Carlos Altamirano y Ricardo Piglia, quien anota en su diario: “Me encuentro con Germán García, el único en el que veo una inteligencia que funciona rápido”. La inteligencia veloz lo lleva a abandonar Los libros, descontento con su “ascensión a los extremos” y convencido de la necesidad de organizar un nuevo proyecto suma a Luis Gusmán a su dúo con Lamborghini y con esa formación de power trío arma la revista Literal.

Con solo tres volúmenes publicados entre 1973 y 1977 Literal pasa casi desapercibida para sus contemporáneos pero plantará una huella indeleble para las generaciones futuras. Canto del cisne de la vanguardia, Literal reconstruye la tradición, lee a Borges a través de Witold Gombrowicz, instala a Macedonio Fernández, mezcla teoría con ficción, psicoanálisis con literatura, defiende la autonomía de la literatura y enfrenta al realismo y al populismo que identifica como males de su época. Sus artículos sin firma se sostienen en la potencia de su escritura y sus intervenciones abonan el suelo fértil de un campo literario en el que años después germinarán las obras de Perlongher, Aira, Fogwill, Laiseca, Bizzio y Guebel, entre otros. García se reserva el primer artículo y abre la revista con una frase inolvidable: “La literatura es posible porque la realidad es imposible”.

Amante de las “máquinas institucionales”, en 1974 García funda con Masotta la Escuela Freudiana de Buenos Aires mientras da pelea para independizar al psicoanálisis de la tutela médica: “Quienes pretenden adoptar una posición revolucionaria en psicoanálisis no se han detenido a sacar las consecuencias de la subordinación del mismo a la medicina”, escribe en Literal. Exiliado en 1979 sigue la estela de Masotta, teje redes en España y continúa su formación en París. Regresa al país en 1985 y su ingeniería institucional lo lleva a  fundar la Biblioteca Internacional de Psicoanálisis (BIP) y la revista Descartes, que a partir de 1992 se convertirán en la Escuela de la Orientación Lacaniana (EOL) y la fundación Descartes, ejes de su trabajo de investigación, formación y transmisión psicoanalítica de ahí en adelante.

En 1974 fundó la Escuela Freudiana de Buenos Aires. El primer libro de Germán García fue de conversaciones: Hablan de Macedonio Fernández. Para quienes lo conocimos, al igual que con Macedonio, nos queda fija su marca indeleble de maestro oral, cultor del arte de la conversación, que despachaba autores y conceptos como quien habla de parientes con una sabiduría campechana. Polemista que templaba sus ideas al calor de la discusión, capaz de llamar intempestivamente a un autor para discutirle una idea deslizada en una línea del texto, muchos de sus ensayos y novelas tiene ese tono conversado en el que las ideas van y vienen, se superponen, se improvisan y se discuten como al calor de una charla. La publicación de Palabras de ocasión reúne sus entrevistas de 1969 a 2015 y repone parte de esa riqueza. De Hablan de Macedonio Fernández a Habla Germán García.

De la literatura al psicoanálisis, de Junín a Buenos Aires, de Buenos Aires a París, siempre llevando y trayendo del margen al centro, en tanto psicoanalista, ¡zas! escritor. Varios títulos de sus novelas aluden a traslados o viajes y en esos textos siempre hay un vaivén, un ir y venir en el tiempo y el espacio. La via regia, Parte de la fuga, la póstuma En la vía (cuyo original descansa sobre el mostrador de la editorial Mansalva, listo para entrar en prensa). En su última novela, Miserere, Germán García volvió a visitar los años sesentas en unas memorias ficcionalizadas (como si alguna no lo fuera) que terminan con elocuencia. Como en los congresos y jornadas que organizaba, siempre será mejor dejarle a él las palabras de cierre:

“Me reí de una ocurrencia que ya no compartía con nadie. Esa es la historia perdida, sin olvido, que visita el presente. Todo está en su lugar”.

Publicado en La Agenda de Buenos Aires  del viernes 28 de diciembre de 2018.

 

Vivan los ochenta

Los ochenta recienvivos. Poesía y performance en el Río de la Plata, de Irina Garbatzky

(Beatriz Viterbo Editora, 2013)

Los ochenta están entre nosotros. No me refiero al tan mentado pastiche posmoderno, a los colores flúo ni a la “retromanía” señalada por Simon Reynolds sino a un renovado y creciente interés por las experiencias artísticas, literarias, periodísticas o, más genéricamente, culturales (o paraculturales) que atravesaron y marcaron esa década. Venimos recibiendo señales de esa recuperación a través de las reediciones y antologías de publicaciones míticas de la época como la de Cerdos y Peces realizada por su director, Enrique Symms,(que publicó El cuenco de plata en 2012), la investigación periodística sobre la historia de la revista Humor Registrado que llevó adelante Diego Igal (y publicó Marea el año pasado), o la recopilación de sus propios artículos durante ese período que realizó Osvaldo Baigorria (y que Blatt y Ríos publicó este año bajo el título de Cerdos y Porteños en alusión a las publicaciones donde aparecieron). A este renovado interés histórico ahora viene a sumarse el campo académico que, con el ingreso de una nueva generación de investigadores y el tiempo suficiente como para poder establecer una distancia crítica, parece estar listo para dar el salto de década y superar la atracción irresistible que hasta ahora ha ejercido la década del setenta en los estudios sobre fenómenos culturales vinculados a la historia reciente.

En este marco se inscribe Los ochenta recienvivos. Poesía y performance en el Río de la Plata, de Irina Garbatzky, que fue primero la tesis doctoral de la autora y ahora Beatriz Viterbo publica como libro. En la presente investigación Garbatzky se propone reconstruir el recorrido de cuatro autores que vincularon de distintas formas poesía y performance a ambos márgenes del Río de la Plata: los argentinos Batato Barea y Emeterio Cerro y los uruguayos Marosa Di Giorgio y Roberto Echavarren. El ambicioso trabajo que aborda Garbatzky reconoce varios obstáculos que la autora convierte en desafíos de su investigación y logra superar con creatividad crítica, un trabajo minucioso y la conciencia reflexiva de las propias limitaciones que impone el estudio del cruce entre las dimensiones de lo performático y la poesía.

En primer lugar, Garbatzky toma para su estudio autores que suelen ser problemáticos para un abordaje desde el campo de la crítica literaria, que suele despacharlos bajo la tranquilizadora etiqueta de “inclasificables”. El hecho mismo de sumar a Batato Barea –que no tiene una producción literaria propia– da cuenta de la amplitud de miras y los intereses que orientan la investigación.

En segundo lugar, Garbatzky no se propone analizar los textos de forma independiente, sino en el cruce, el diálogo y la tensión que éstos entablan con las performances que sus autores llevaron a cabo para “ponerlos en escena”. Y esto implica desarrollar un nuevo modo de leer en el que el texto y la performance, la palabra y el cuerpo (y los dispositivos escénicos a través de los cuales se despliegan) cobran un valor equivalente para la mirada del investigador.

No obstante, como si una dificultad llamara a otra, el mismo concepto de “performance” debe ser construido en la especificidad que asumió a comienzos de los años ochenta en la escena rioplatense y, al mismo tiempo, su inasible cualidad de acontecimiento único e irrepetible no puede ser obviada por la investigadora, quien, al contrario, asume el carácter siempre incompleto de las performances que pretende reconstruir o, como la misma autora afirma, aún teniendo a su disposición todos los materiales de registro posibles (imágenes, audio, videos, testimonios) “la performance tampoco estaría allí”. Esto, claro está, no exime a Garbatzky de hacer acopio de la mayor cantidad de material disponible para poder reconstruir con la mayor fidelidad las performances con las que trabaja. De hecho, la desorganización y fragilidad de esos materiales (dispersos entre los papeles que guardan los albaceas, los recuerdos que atesoran los familiares, los souvenirs de los espectadores, los archivos parciales de algunas instituciones culturales como el Centro Cultural Ricardo Rojas y enlaces aislados en la web) lleva a Garbatzky a reflexionar en su trabajo sobre la importancia de conformar un archivo que garantice la preservación de estas experiencias.

En cuanto al concepto mismo de performance, Garbatzky lo pone en relación con la experiencia de las vanguardias de los sesenta, como el arte pop y sus famosos “happenings” o el arte de acción política como el que impulsaba Joseph Beuys, si bien toma distancia entre los objetivos de las vanguardias y el de las experiencias de los años ochenta que, como dice la autora, “no cumple ya con un intento de romper con la cultura, pero sí de resistencia cultural, sobre todo en lo que concernía a los vínculos sociales y expresiones corporales”. Una cultura de la resistencia, una “paracultura”, como la denomina Garbatzky tomando el nombre de uno de los espacios emblemáticos de la época: el Parakultural. Se tratará entonces de una serie de experiencias culturales que atentarán contra los residuos latentes de una sociedad represora (y reprimida) al atacar la normalización de los cuerpos y del idioma que los designa y los clasifica.

Esa misma dialéctica entre lenguaje y cuerpo es la que toma Garbatzky para desarrollar su concepto de performance, en tanto obra-vivencia que desmaterializa el objeto artístico a través del anclaje físico: el cuerpo del performer. Esto implica una inversión que concibe “al lenguaje como espacio para realizar acciones, al cuerpo como espacio de escritura y proyección de imágenes”. A partir de esta concepción queda más claro que los textos no pueden ser analizados independientemente de su contrapartida con el trabajo sobre el cuerpo del performer. Esta mirada original, que repone el contexto de los textos producidos en la época, permite leer a los autores trabajados de una forma completamente distinta y resulta especialmente reveladora en el caso de Emeterio Cerro, cuyo paso por el campo cultural argentino parecía borrado, tal vez a causa de la radicalidad de su propuesta, o acaso por haber sido tomado como “cabeza de turco” del ataque emprendido contra la poesía neobarroca por parte del emergente movimiento objetivista o por escritores irritados, como en el caso de C.E. Feiling y la polémica que sostuvo con César Aira sobre la obra de Cerro (parcialmente reconstruida en este libro).

Una vez establecidas las coordenadas principales en la introducción, el libro se despliega a través de cuatro ejes conceptuales, que se ponen de manifiesto en el título de los capítulos: Formas de la teatralidad, Poéticas de la performance. De la teatralidad a la poesía, Formas de la vocalidad. Las voces frente al espectro declamador y Dispositivos de acción, desenterramientos productivos. En cada uno de estos apartados Garbatzky desarrolla una herramienta conceptual a partir de la cual aborda a cada uno de los autores trabajados. Si bien el esquema es un tanto “compartimentarizado”, esta organización le aporta claridad al conjunto y permite al lector interesado en alguno de los autores en particular poder realizar un recorrido personalizado por el libro. Cabe mencionar también el anexo que acompaña al libro, en el que Garbatzky incluye generosamente las entrevistas realizadas en el marco de la investigación y que contiene una entrevista a Aira (que no suele darlas en nuestro país). Del mismo modo, el archivo consultado es expuesto en detalle, lo que puede resultar de suma utilidad para los investigadores que aborden estos temas.

En suma, Los ochenta recienvivos resulta un libro destacado para los investigadores del área, novedoso no sólo por abordar un período que recién comienza a ser explorado en el campo de los estudios académicos sobre los fenómenos culturales del pasado reciente, sino además porque elabora categorías propias y originales para leer la rica y osada producción poético-performática de algunos de los representantes más conspicuos de esa época.

Literal, la época leída a contrapelo

“La literatura es posible porque la realidad es imposible” (1) Esta frase contundente abre el primer número de Literal, publicado en noviembre de 1973, y condensa varias de las estrategias que se irán desarrollando a lo largo del tiempo, en cinco números reunidos en tres volúmenes entre 1973 y 1977 . En primer término identifica un lugar para la literatura que la aparta de la función política de “dar cuenta de lo real” y más precisamente de una realidad injusta que es preciso subvertir. Como afirma Alberto Giordano sobre la misma sentencia: “la imposibilidad de la realidad (su irrepresentabilidad) es la condición de posibilidad de la literatura en tanto esta ya no pretende representarla, sino responder activamente a la imposibilidad de hacerlo, es decir, experimentar esa imposibilidad por la insistencia en una búsqueda que no se conforma con las versiones consabidas acerca de lo que es la realidad” (2)
En segundo lugar, la frase deja en claro la raigambre lacaniana de la sentencia, tanto por su seguridad en una afirmación que resonará con los ecos de la polémica, como por el juego con la categoría de lo real, que según lo postulado por Lacan, no puede ser representado en el lenguaje. En resumen: desvincular a la literatura de una utilidad política y hacerlo a partir de la novedad de leerla e interpretar su práctica a partir de la teoría psicoanalítica lacaniana y las tesis posestructuralistas.
En el campo intelectual de aquellos años se adjudicaba una suma importancia al valor testimonial de la literatura: este procedimiento llegaba hasta el punto de impugnar la misma práctica literaria en aras de otras formas más eficientes a estos fines, como el periodismo (3). Pues bien, el párrafo que sigue a la primera frase de Literal anuncia: “La información en un texto es un beneficio secundario que no justifica la existencia de un escritura literaria. A diferencia de una “noticia”, la verdad de un texto no puede someterse a una prueba de realidad.” (L. 1 p.5). Más adelante se amplían los argumentos: “La noticia es una cama donde cualquiera puede acostarse sin que se le mueva el piso. (…) Se entiende que alguien sea periodista porque hay diarios que pagan la función, hay ruinas cotidianas y reuniones de ministros. No se entiende que alguien escriba unas palabras no demandadas por nadie, cuyo valor es siempre dudoso a priori aunque pueda resaltarse a posteriori” (L. 1 p.5, itálicas en el original). Por lo tanto, es evidente el notorio esfuerzo por demarcar los límites entre el periodismo y la literatura, “cuyo valor es siempre dudoso a priori” y que no adquiere su valía en una “utilidad” que implique ser soporte de una carga informativa de potencial revolucionario. Literal impugna la práctica literaria al servicio de fines políticos y afirma: “Con la literatura las cosas se complican. No basta con estar primero con las últimas noticias, hay que superar la tautología que determina que sólo aquellos que hacen de la denuncia un hecho estético afirmen luego que la estética es una forma de denuncia.” (L. 1. p.8). La estética para Literal consistirá en “la asunción jubilosa de una ética. Pero a diferencia de la ética –que se pregunta por las relaciones sociales entre cosas y las relaciones materiales entre personas – la estética se pregunta por el valor de goce que se produce al realizarse un intercambio específico de mensajes” (L. 1 p.11). Se destacará asimismo la escena de la práctica literaria como un acto de soledad donde el escritor se entrega al goce de la palabra por sobre su responsabilidad ante otras instancias. Un goce solitario sí, que no sólo se hace cargo de la acusación de onanismo, sino que invierte la carga de la prueba para ponerla a su favor, “ ‘Masturbación (intelectual)’, se dice –como si alguien pudiese masturbarse por lo que tiene la realidad, en vez de hacerlo por lo que en realidad le falta” (L.1 p.6) la escritura es, de este modo, “esa práctica compulsiva, siempre cercana a los fantasmas de la masturbación; según el tópico que asegura una relación íntima entre este placer solitario y el goce de escribir. El periodista que cambia un sueldo por palabras que remiten a una realidad reconocida por otros, pareciera no haberse masturbado nunca” (L. 1 p.7).
Recapitulando, Literal se propone trazar límites claros entre el periodismo y la literatura y liberar a ésta última del trabajo de trasmitir una información en virtud de una utilidad determinada, a partir de la reivindicación del valor de goce, tanto a nivel de la producción como de la recepción, como una auténtica ética de la práctica literaria. Este esfuerzo está destinado a preservar la autonomía del campo literario, amenazado por las urgentes demandas de la política, y promueve nuevos parámetros para medir el valor de la literatura: el goce, la experimentación con el lenguaje y la novedad, por sobre la responsabilidad política, la eficacia en el mensaje y la transmisión de un referente de carácter revolucionario. Se trata, a fin de cuentas, como afirma Héctor Libertella, de “desplazar fuerzas en el campo de las argumentaciones” (4).Populismo y realismo: los “enemigos” de LiteralDesde su primer número Literal definirá con claridad a los antagonistas ante cuyo contraste elaborará su propia imagen y contra los que disparará su munición más gruesa: el realismo y el populismo. El realismo representa la poética hegemónica en el campo literario (5), aquella que aporta mayor capital simbólico a quienes la practican, por ser la que mejor puede cumplir con su misión política al denunciar las injusticias del orden establecido. Los ataques al realismo desde las páginas de la revista se multiplican y conforman, en su conjunto, una crítica implacable. Se lo objeta desde una óptica estructuralista: “Cuando el lenguaje enseña sobre la realidad, la constituye: el continuo real es organizado por la discontinuidad del código. Todo realismo mata la palabra subordinando el código al referente, pontificando sobre la supremacía de lo real, moralizando sobre la banalidad del deseo” (L. 1. p.6), como desde una visión de vanguardia, identificándolo con el pasado que debe ser superado “La flexión literaria del realismo se propuso como una nueva redistribución de los géneros y los discursos y abrió un campo, pero es necesario reconocer que su función actual es de obstáculo(6). Pero sobre todo, aunque a primera vista resulte paradójico, se objeta aquello por lo cual el realismo se inviste de valor en el campo literario, es decir, su eficacia política, dado que “no hace falta el realismo para transformar la realidad, las apelaciones transliterarias que este género utiliza para justificar su insistencia, sólo pueden tener un valor de coartada” (L. 2/3 p.10). Con lógica implacable Literal señala la contradicción en que el realismo incurre al denunciar una injusticia que “paradójicamente reproduce en la represión que instaura sobre el lenguaje mismo” (L. 1 p.7). Con esto se trata de poner sobre relieve el hecho de que conservar el realismo como poética privilegiada de la literatura revolucionaria es equivalente a tomar el poder y dejar intactas las estructuras burocráticas de la maquinaria estatal. Una auténtica literatura revolucionaria, en la concepción de la revista, debería comenzar por revolucionar el lenguaje como vehículo de dominación: “La negativa a aceptar como preceptiva literaria la que postulan quienes han convertido en destino su propio fracaso en lograr equivalencias, se funda en la convicción de que el delirio realista de duplicar el mundo mantiene una estrecha relación con el deseo de someterse a un orden claro y transparente donde quedaría suprimida la ambigüedad del lenguaje; su sobreabundancia mejor dicho” (7). El realismo se ampara en la coartada de las intenciones, se justifica en una “teología del sentido” que niega el goce inherente a la práctica literaria. Se tratará, en la propuesta de Literal, de hacer fallar la instrumentalidad del lenguaje, porque es en esa falla en la cual el lenguaje, como el ojo, se hace visible como constructo y deja de entregar una cierta imagen que una pretensión ideológica identifica como fiel reflejo de lo real. Una forma, en definitiva, de apartarse de “la cadena de montaje de las ideologías reinantes” (L. 1 p. 13).
La otra tendencia imperante en el campo intelectual que recibe los embates de Literal es el populismo. El contingente de intelectuales populistas, en palabras de Beatriz Sarlo, “analiza la cultura popular y la industria cultural desde perspectivas no semiológicas; las presenta en su emergencia histórica y las teoriza como portadoras de una cultura popular-nacional que las élites, tanto como la izquierda, habrían pasado por alto” (8). El populismo centra su interés en productos típicos de la cultura popular nacional como el folletín, la gauchesca, el periodismo, el cine nacional y las letras de tango (9). Este corpus de análisis rescata objetos de estudio que habían sido apropiados en la década del 60’ por la semiología o la estética pop, para someterlos a una relectura política que permita identificar en ellos a “la voz del pueblo”. Podría tratarse, en última instancia, de una lectura peronista de la cultura popular. Crisis, la revista fundada en mayo de 1973 por Federico Vogelius y dirigida por Eduardo Galeano, es la publicación que mejor expresa esta tendencia. El populismo también busca una identificación con las luchas y los sufrimientos del proletariado de la que espera el surgimiento de una nueva forma de cultura. (10) Identificación que no tiene que ver sólo con el contenido sino también con la forma. Se ensayan estrategias para acercar la cultura de élite a las clases populares a través de un lenguaje simple, transparente, comprensible, de fácil acceso y lectura (11). Literal ataca al populismo por entender que en toda representación de una clase por otra hay una violencia implícita, que Osvaldo Lamborghini hace explícita en su relato “El niño proletario” (12) y que Germán García teoriza como ataque al populismo en el artículo crítico que escribe en Literal sobre Sebregondi Retrocede: “Escribir en el cuerpo del niño proletario la historia de una venganza “familiar” (después de quemar la letra impresa de sus diarios) es desenmascarar la idealización de una clase por otra, donde la obsesión de compromiso es correlativa de la negación de una separación insoportable” (13). Pero además Literal impugna al populismo desde la misma categoría de pueblo, por entender que es falsa la representación que en el campo intelectual se hace de los consumos, estrategias y prácticas culturales populares. Así, en el afiche-presentación de la revista se proclama: “Porque no hay propiedad privada del lenguaje, es literatura aquello que un pueblo quiere gozar y producir como literatura. La insistencia de ciertos juegos de palabras es literatura, como lo comprende cualquiera que sepa escuchar un chiste” (14). Esta apelación al chiste como goce popular con los juegos de lenguaje se repite en varias oportunidades a lo largo de la revista. Para Literal, las estrategias lingüísticas puestas en juego por las clases populares son mucho más complejas de lo que el campo intelectual supone, así:
Una empobrecida ‘interpretación’ de las mayorías silenciosas –y populares– dice que el pueblo –es decir, los buenos– sólo usa el lenguaje para pedir aumento de sueldo (de nada vale que se diga que la gente no escribe una carta de la misma manera que habla en el café, no se dirige a una mujer de la misma manera que a un amigo, no se prohíbe gozar un chiste o un juego de palabras. (…) Una ideología anti-intelectual toma como cabeza de turco a unos pobres muertos de frío, mientras las vindicaciones ‘populares’ usan complejas máquinas de difusión para imponer su interpretación de la verdadera realidad (L.2/3 pp. 13-14).
Este aparato argumentativo apunta a legitimar desde la misma categoría de lo popular las “aventuras del lenguaje” que emprende la literatura de vanguardia propuesta en las páginas de la revista. Pero no se trata sólo de estrategias de argumentación. Una somera revisión de las obras que produjo el núcleo fundador de Literal demuestra que había un interés real en el trabajo con materiales provenientes de la cultura popular como los giros idiomáticos de la gauchesca o las consignas políticas enunciadas en las manifestaciones, en el caso de Lamborghini o el tango, la curandería y el espiritismo en Gusmán (15), donde estos discursos se ponen en juego al mismo nivel que otros propios del campo intelectual, pero sometidos a un trabajo de tensión extrema con respecto a las formas del lenguaje convencional. Literal también apela a esta característica, pero a través de la obra de otro escritor muy cercano al grupo, Ricardo Zelarayán de quien se dirá: “El poema Un sueño de día, trabajado en la evocación de un coro de voces populares, es un verdadero enigma para ‘populistas’” (16).
De este modo la revista asienta su propuesta y afirma su posición a través del ataque en conjunto a las dos tendencias hegemónicas en el campo intelectual al asumir: “Que el realismo y el populismo converjan en la actualidad para formar juntos el bricolage testimonial, es solo el efecto de una desorientación que ya conoce su horizonte, es decir, sus límites y sus fracasos” (L. 2/3 p.14).
Otro aspecto fundamental a tener en cuenta es que los argumentos principales para objetar al realismo y al populismo provienen de los intereses intrínsecos del mismo campo intelectual, es decir, poner en cuestión la eficacia revolucionaria del discurso realista y la catadura “popular” de la literatura populista. Es importante señalar que Literal no los impugna en nombre de otros valores ajenos a la consideración del campo, como la calidad literaria, la experimentación o la sensibilidad, sino que opera con las mismas categorías del campo en el que se inserta. No podría entenderse de otro modo que en cierto momento la revista proponga que asumir el compromiso equivale a pactar un trato con la escritura burguesa de los medios de información (L. 2/3 p. 147). De ahí que su operación tenga un valor plenamente actual en el contexto donde actúa y no apele simplemente a la gratificación diferida que identifica a toda vanguardia (17). El rechazo al realismo y al populismo no se realiza en nombre de una actitud reaccionaria sino en función de las mismas virtudes que estos discursos reivindican para sí; y esto tiene un doble valor: por un lado permite apelar a los mismos interlocutores y no sólo cifrar las esperanzas en la creación de un nuevo público, y por otro es una fuerte apuesta en pos de garantizar la autonomía de la literatura, amenazada por la exacerbación de las posturas del realismo y el populismo, impulsadas por la tendencia antiintelectualista que se impone en ese momento. Sí, como afirma Gilman, en esta etapa “es la ausencia misma de función de la literatura lo que el antiintelectualismo postula, puesto que entiende como función exclusiva la función revolucionaria.” (18), entonces lo que propone Literal es una revalorización de la literatura en su función intrínseca, su potencial, menos para crear un lenguaje revolucionario que para revolucionar un lenguaje de dominación, menos para reflejar una cultura popular idealizada que para hacer jugar sus giros y sus prácticas en la lógica intrínseca del campo intelectual. En definitiva, una defensa de la autonomía del campo intelectual cuando este parece cercano a disolverse en las arenas movedizas de la práctica política.

La apuesta de Literal
A través de sus diferentes intervenciones observamos, en definitiva, que la apuesta de Literal en el campo no reconoce medias tintas, es a todo o nada y no bastan las buenas (o malas) intenciones. Como destaca Bourdieu:
Los jugadores pueden jugar para incrementar o conservar su capital, sus fichas, conforme a las reglas tácitas del juego y a las necesidades de reproducción tanto del juego como de las apuestas. Sin embargo, también pueden intentar transformar, en parte o en su totalidad, las reglas inmanentes del juego; por ejemplo, cambiar el valor relativo de las fichas, la paridad entre las diferentes especies de capital, mediante estrategias encaminadas a desacreditar la subespecie de capital en la cual descansa la fuerza de sus adversarios (19)
Hemos visto cómo Literal desacredita las subespecies de capital hegemónico en el campo en el cual se inserta: la poética realista, la figura “heroica” del escritor, la sumisión al referente y la primacía del periodismo por sobre la literatura, pero al mismo tiempo le es necesario movilizar un capital propio para tratar de asegurar el éxito de la operación. Podemos identificar parte de ese capital con las obras literarias que preceden a la salida de la revista y que no se ajustan a los dictámenes hegemónicos del campo. Pero con esas obras no basta. Para decirlo nuevamente con las palabras de Bourdieu:
El valor de una especie de capital depende de la existencia de un juego, de un campo en el cual dicho triunfo pueda utilizarse. Un capital o una especie de capital es el factor eficiente en un campo dado, como arma y como apuesta; permite a su poseedor ejercer un poder, una influencia, por tanto, existir en un determinado campo, en vez de ser una simple “cantidad deleznable” (20).
A esas obras, por lo tanto, Literal les sumará una lectura propia a partir de las novedades teóricas que entraña el posestructuralismo y, sobre todo, la teoría psicoanalítica lacaniana. Los autores de la revista utilizarán estos aportes teóricos para transformarlos en un capital que puedan hacer jugar a su favor. No se trata, claro está, de escribir según una receta elaborada a partir de los seminarios de Lacan; de hecho, los integrantes de la revista se han preocupado por aclarar que esas obras fundacionales, Nanina, El fiord y El Frasquito, fueron escritas antes de tomar contacto con la teoría psicoanalítica. De lo que se trata aquí es de elaborar una “máquina de lectura” que permita reconocer esas obras y apreciarlas por fuera de los conceptos hegemónicos del campo a la vez que impugna a éstos últimos. Una vez puesta en funcionamiento, esa máquina es capaz de leer mucho más que literatura, lo que redunda en un lúcido posicionamiento político de la revista y construye una lectura del presente “a contrapelo” de las categorías dominantes en el campo intelectual. En definitiva, se trata de hacer jugar estas novedades teóricas como un capital propio, que distingue a este grupo del resto del campo y proponer, en lugar de la omnipresente literatura política una auténtica política de la literatura.

Notas
(1) García, Germán, “No matar la palabra, no dejarse matar por ella” en Literal 1 (Noviembre 1973), p. 5. A partir de ahora, para no entorpecer la lectura se aclaran las citas a este texto entre paréntesis de la siguiente manera: (L 1, p. 5). Cabe aclarar que los nombres de los autores han sido repuestos, dado que originalmente los artículos no llevaban firma.
(2) Giordano, Alberto, “Literal y “Literal El Frasquito: las contradicciones de la vanguardia” en Razones de la Crítica (sobre literatura, ética y política) , Buenos Aires, Colihue, 1999, pp. 64-65.
(3) En 1973, al justificar su voto en un concurso literario del que era jurado, Rodolfo Walsh escribía: “Es, ya lo he dicho, como si el periodismo –aún el periodismo asalariado y dependiente que todos conocemos– fuese de todos modos un mejor testigo de lo que pasa que esas formas supuestamente más refinadas y perceptivas de la escritura, digo la novela.”
(4) Libertella, Héctor, “La propuesta y sus extremos” en Literal 1973-1977, Buenos Aires, Santiago Arcos, 2003, p. 5.
(5) En su resumen sobre el decenio 67’-77’, Nicolás Avellaneda escribe que los narradores de la nueva generación “desconfiaron de la literatura ante la presión de los hechos político sociales y tendieron a subordinar o a transformar su expresión en una búsqueda de síntesis entre la historia y la Historia, entre la ficción (la literatura) y la “realidad” (el referente). El pico de esta actitud puede ubicarse hacia 1970-1973”. Avellaneda, Nicolás, “Literatura argentina, diez años en el sube y baja” en Todo es historia, Nro. 120.
(6) Garcia, Germán, “La flexión literal” en Literal 2/3, (Mayo, 1975) p. 10
(7) Lamborghini, Osvaldo, “La flexión literal” en Literal 2/3, p. 148, (itálicas en el original).
(8) Sarlo Beatriz, La batalla de las ideas (1943-1973) , Buenos Aires, ed. Ariel, 2001, p. 99.
(9) Se puede mencionar, a modo de ejemplo, que en su edición de noviembre de 1973, contemporánea al primer número de Literal, la influyente revista Crisis dedicaba su portada al tango con el siguiente título: “Tango: ¿una cultura condenada al exilio? Poesía popular del yrigoyenismo al peronismo”.
(10) Acerca del período, anota Beatriz Sarlo: “Populismo, acercamiento radicalizado al peronismo, revolución cubana y revolución cultural china proporcionan las líneas de este nuevo pliegue de la discusión. No se trata ni del compromiso ni de la rebeldía, ya que el compromiso deja a los intelectuales en su lugar de clase originario y la rebeldía denuncia su origen pequeñoburgués. Se trata más bien del reconocimiento de una dirección general de lo social a cargo del proletariado –o, eventualmente, del Pueblo, en el caso de los nacionalismos radicalizados- que, en sus luchas políticas, produce nuevas formas de cultura”. Sarlo, Beatriz. Op cit. p. 104.
(11) En 1970, Rodolfo Walsh se plantea en su diario una “Teoría general de la novela” donde se propone: “Ser absolutamente diáfano. Renunciar a todas las canchereadas, elipsis, guiñadas a los entendidos o los contemporáneos. Confiar mucho menos en aquella famosa “aventura del lenguaje”. Escribir para todos, confiar en lo que tengo para decir, dando por descontado un mínimo de artesanía”, mientras que al año siguiente escribe “No puedo o no quiero volver a escribir para un limitado público de críticos y de snobs. Quiero volver a escribir ficción, pero una ficción que incorpore la experiencia política y todas las otras experiencias”. Walsh, Rodolfo, op. cit. pp. 150, 178.
(12) Lamborghini, Osvaldo, Novelas y Cuentos I, Buenos Aires, ed. Sudamericana, 2003, pp 56-62.
(13) García, Germán, “La palabra fuera de lugar” en Literal 2/3 (Mayo 1975) p. 30.
(14) “Un cartel invade las calles de Buenos Aires” en Literal 1973-1977, Buenos Aires, Santiago Arcos editor, 2002, (negrita e itálicas en el original).
(15) Ver Lamborghini, Osvaldo, El Fiord Op. cit. pp. 9-25 y Gusmán, Luis, El Frasquito, Alfaguara, Buenos Aires, 1996.
(16) García, Germán, “Tramar de las palabras” en Literal 1 (Noviembre, 1973), p. 57.
(17) “Los propiciadores del arte por el arte, obligados a producirse de alguna manera su propio mercado, están destinados a una remuneración diferida, a diferencia de los “artistas burgueses” que pueden contar con un mercado inmediato” Bourdieu, Pierre, “Campo de poder, campo intelectual y habitus de clase”, en Campo del poder y campo intelectual, Folios ediciones, Buenos Aires, 1983. p.31.
(18) Gilman, Claudia. Op. Cit. p. 179.
(19) Bourdieu, Pierre, op. cit. p. 66.
(20) Op. cit. p. 65.

Nos llevará la corriente

“Prohibido bañarse en el río”, dice el cartel. Un poco más allá, setecientos nadadores y nadadoras apretados junto a la costa estamos a punto de tirarnos al agua. No nos vamos a bañar, nadaremos la prueba de aguas abiertas más popular del país: nueve kilómetros en el río Paraná. Bienvenidos a Baradero.Como otros grandes inventos, Baradero nació casi por casualidad, como una práctica de una escuela de guardavidas que, luego, se transformó en competencia. En la primera edición, en 1993, hubo 86 nadadores. En la segunda, 150. Y así hasta llegar al récord de 2200 competidores en el 2002, cuando los organizadores se dieron cuenta que el río les quedaba chico y redujeron las inscripciones hasta los 1200 actuales.

¿Cuál fue la clave del éxito de Baradero? La corriente, la distancia. Hasta ese momento las aguas abiertas estaban cerradas: eran territorio exclusivo de los atletas súper profesionales capaces de afrontar los 57 kilómetros de una Santa Fe-Coronda o los 88 de una Hernandarias-Paraná. Baradero abrió las aguas al “nadador amateur”. Nueve kilómetros que por la fuerte correntada equivalen a tres de pileta. Hay que decirlo: si uno flota y se queda quieto un rato largo, tardará más, pero igual va a llegar.

Otras localidades tomaron nota y pronto las “maratones acuáticas” de entre siete y nueve kilómetros empezaron a filtrarse por todos lados: San Pedro, Ramallo, Junín, Gualeguaychú, Lobos, Chascomús, sin embargo Baradero fue la primera. Fabián D’Eramo, organizador de la prueba, lo sintetiza: “Antes, no había carreras amateurs como ésta, en la que puede participar la señora que va dos veces por semana a hacer natación”. Proeza modesta, aunque proeza al fin.

El domingo 4 de noviembre amanece nublado, pero nadie se atreve a pronunciar la palabra “tormenta”. Inútil buscar alojamiento en la ciudad, todas las plazas se agotan con un mes de anticipación. Baradero está desbordado, pero las calles siguen ilustrando la misma postal bucólica de pueblo chico. Sólo hay cambios en la costanera: gazebos de marcas deportivas en los que los atletas revuelven con olfato de outlet cestos que ofrecen dos slips por $ 60 con la palabra “Guardavidas” en las nalgas, carpas de clubes, libre circulación de vaselina para evitar el rozamiento, alcohol boricado, protector solar, átomo desinflamante. En la parrilla del puesto callejero, los chorizos languidecen. Los nadadores hacemos cola para comprar fideos y tener nuestro almuerzo de carbohidratos.

A las 14, el organizador nos convoca en la explanada del puerto para la charla técnica. Pregunta quién corre por primera vez y se alzan más de la mitad de los brazos. Según Edgardo Castañón, entrenador de natación que ha traído 57 alumnos, una persona que practique dos veces por semana durante un año estará en condiciones de nadar la carrera. El organizador resume la charla técnica en tres indicaciones: “Busquen el centro del río, miren hacia delante y no se encimen en la salida.”

En la caja de lata del camión que nos lleva a la largada los 28 grados parecen muchos más. Viajamos con lo puesto, lo estrictamente necesario: malla o slip, gorra y antiparras. El olor que reina es un extracto de protector solar, sudor y crema desinflamante. Alguien cierra la caja desde abajo y el camión se pone en marcha con un sacudón que nos bandea y un bocinazo que despierta gritos de entusiasmo. Surfeamos por la costanera de tierra los dos kilómetros que nos separan del Balneario Municipal entre los saludos y las chanzas de la gente que se apiña a la entrada del camping para ver el espectáculo que brindamos. Un alma piadosa, incluso, nos arroja un baldazo.
El camión nos deja en la puerta del balneario y tenemos que caminar, descalzos, por un sendero de asfalto caliente los 600 metros que nos separan de la largada. Avanzamos a los saltos. Llegamos a la confluencia del río Arrecifes y el Baradero, el mismo lugar en el que Hernandarias dispuso, en 1615, la “reducción” de aborígenes que dio origen al pueblo. Nos ubican en corrales según nuestra edad, que divide las categorías en franjas de cinco años; mientras esperan su momento, los nadadores mitigan la tensión elongando los tríceps o calientan las articulaciones sacudiendo los brazos como aspas. Cuando llega nuestro turno nos hacen entrar al río y esperar la señal con el agua a la cintura. Pongo un pie y me hundo hasta la rodilla en el fondo legamoso. El agua está fresca. De pronto se hace un silencio, los cuerpos se alistan. Suena la sirena. Empezó la carrera.

Largo casi en línea recta para evitar el tumulto pero igual doy y recibo: una mano que me pega en la espalda, una patada que me pasa a centímetros de la cara, cuerpos que se chocan. Nada importa, levanto la cabeza y busco llegar rápido al centro del río para encontrar la corriente, esa energía descomunal que empuja el agua a 4 kilómetros por hora.

La corriente más fuerte pasa por el centro, hay que encontrarla y evitar perderla en los numerosos recodos. No se ve, pero se siente: cuando alcanzo la mitad del río una fuerza ciega me hace vibrar el cuerpo y de repente me siento expulsado hacia adelante, apenas las puntas de los dedos pegados tocan el agua el brazo se me estira como si fuera de goma. Me deslizo sobre la película líquida del río como si patinara, ralentizo las brazadas para ahorrar energía y dejar que la corriente haga el desgaste. Se supone que tengo que tirarme a la izquierda, para salir derecho de la primera curva, la más pronunciada de todas. A lo largo de la carrera el río se arquea como una serpiente por lo que uno no se puede confiar: un error de cálculo, una curva mal tomada y de pronto uno queda pegado a la orilla mientras los nadadores pasan por el medio. Recorrí varias veces el río entre ayer y hoy, pero desde adentro todo se ve distinto, no hay curvas, las orillas se hacen difusas, todo es agua: al respirar a la derecha, el camping, la gente alentando en la orilla, al sacar la cabeza a la izquierda, el campo, las vacas, hacia adelante, las cabezas coloreadas por las gorras de los nadadores, la espuma de su estela, el marrón río, en todas partes, la abundancia del cielo de la pampa.

Cuando respiro hago buches; el agua tiene el gusto dulzón del río, pero hay que evitar tragarla, tiene también millones de microbios. Respirar hacia ambos lados y mirar hacia adelante; orientarse en el río es difícil: cuando el traslado se hacía en barcaza podías ir buscando referencias en las orillas, pero ahora se nada “a ciegas”. Las aguas abiertas imponen una delicada administración de las energías. Si te exigís más de lo que podés dar, te “quemás”; es como fundir el motor biológico, se te acaba la nafta y te sentís mal, muy mal, con un agotamiento que apenas te permite levantar los brazos y llevarlos para adelante. Si te exigís de menos, al llegar uno se frustra, pensando que no dio todo, que le sobró un vuelto vital. Hay que dar lo justo, en cada momento, seguir el ritmo, atender al bombeo pulsado del corazón. “Voy hacia lo que menos conocí en mi vida”, escribió el poeta y nadador Héctor Viel Temperley: “Voy hacia mi propio cuerpo”.

Los experimentados conocen trucos, como ir “chupado”: pegarse atrás de un nadador un poco más rápido y seguirlo. No está bien visto. El que va delante hace todo el esfuerzo para romper la resistencia del agua y el de atrás ahorra energía mientras viaja adherido a su estela, como un parásito. Otra alternativa es sumarse a un “pelotón”: un cardumen de nadadores parejos que avanzan, entre todos, más de lo que podría cada uno por separado. Yo voy solo. Algunos me pasan, a otros los adelanto hasta que sucede, es infalible: entre mil nadadores siempre está el que nada como vos. Contra ése competís, otra forma de decir que competís contra vos mismo. Me lo encuentro en la mitad de la carrera, tiene una gorra roja, antiparras negras y el estilo algo brutal de los nadadores de aguas abiertas, que no flexionan el brazo y golpean el agua con violencia para sortear la marejada. Yo tengo un estilo más de pileta, depurado: quiebro el codo cuando hago el recobro de la brazada, poso los dedos sobre el agua, como si fuera a acariciarla. En cada respiración, veo su boca abierta cuando toma el aire. Él acelera y yo lo alcanzo, yo adelanto y él me empata. No sé quién es ni lo voy a saber jamás, pero por un rato no existe otra cosa más que él y yo. Esquivamos pelotones y nadadores rezagados. Ya no tengo noción del tiempo, los brazos me pesan, después del puerto hay pocas referencias salvo el río y las orillas que cabrillean iguales a sí mismas. Hasta que veo un ranchito pobre en la margen izquierda que recuerdo cerca y un poco más adelante la mole blanca de la usina de Atanor y un puntito blanco: la llegada y me tiro con todo a la derecha, pierdo de vista a mi adversario, mi compañero, pero no queda otra: tengo que acercarme con tiempo porque si no corro el riesgo de pasarme y tener que remontar el río a contracorriente. Es el sprint final y en el embudo de la llegada vuelve la aglomeración: nos chocamos, nos pegamos: lo único que importa es llegar. Toco el barro con la punta de los dedos y me incorporo, estoy mareado, exhausto, piso el fondo, pierdo el equilibrio pero una mano me agarra y me ayuda.

Salgo temblando, chorreando, boqueando aire.

Néstor Perlongher: Diamantes en el barro

Es señalado como uno de los poetas argentinos más notables y de mayor influencia en las nuevas generaciones. Militante político, sociólogo, antropólogo y “pensador callejero”, exploró temas hasta entonces vedados a la intelectualidad, como el cruce entre deseo y política, la lucha por las libertades cotidianas, la identidad de los homosexuales y el éxtasis religioso. Víctima del sida, murió en Brasil en 1992. La publicación de Un barroco de trinchera, recopilación de las cartas que le envió a su amigo Osvaldo Baigorria, es la mejor excusa para repensar su obra y su legado.

El 21 de julio de 1973, el poeta y ensayista Néstor Perlongher aprendió una amarga y dolorosa lección. Había concurrido a un masivo acto convocado por la Juventud Peronista en las puertas de la quinta presidencial de Olivos. Su columna enarbolaba la bandera del Frente de Liberación Homosexual, que en plena primavera camporista buscaba sumar su lucha por las libertades sexuales a las reivindicaciones populares. Sin embargo, en respuesta a José López Rega, quien había emparentado a la izquierda peronista con el FLH acusándolos de “homosexuales y drogadictos”, la multitud no dudó en marcar distancias con el siguiente canto: “No somos putos/ no somos faloperos/ somos soldados de FAR y Montoneros”. Perlongher y otros militantes homosexuales intentaron que desistieran de esa consigna, pero ni siquiera lograron acortar los varios metros que los mantenían aislados del resto. Finalmente, abandonaron la manifestación con la certeza de que en la Argentina no iba a ser nada fácil lograr que el deseo y la política marcharan juntos. Esta explosiva combinación, política y deseo, fue precisamente una de las claves en la obra de Perlongher, quien a catorce años de su muerte (1949-1992) es señalado como uno de los mayores poetas locales. A ese reconocimiento, en los últimos años, se sumó el creciente interés por su obra ensayística, narrativa, periodística e incluso por su correspondencia. A la publicación de Prosa plebeya (Colihue) en 1997 y Papeles insumisos (Santiago Arcos) en 2004, ahora se agrega Un barroco de trinchera (Mansalva), una recopilación de las cartas que el autor de Cadáveres le envió a su amigo, el escritor y periodista Osvaldo Baigorria. Encasillar a Perlongher es imposible: militante trotskista, defensor de los derechos homosexuales, sociólogo, antropólogo, “pensador callejero”, su impulso nómade hizo estallar la cristalización de una identidad estática en el vértigo de un ininterrumpido devenir. Ya antes de publicar su primer libro de poemas, Austria-Hungría, en 1980, se había hecho notar con sus artículos en la revista Somos del FLH y durante los años sangrientos de la última dictadura, a través de fotocopias clandestinas que repartía entre sus conocidos, donde denunciaba la salvaje represión a los homosexuales. Allí podía leerse: “El propio jefe de investigaciones –un rubio con aire SS– me trompeó para que aprenda a respetar a la Policía de Mendoza”. Oprimido por ese clima asfixiante, en 1982 se trasladó a San Pablo, donde se convirtió en profesor de la Universidad de Campinas e inició un master en Antropología Urbana. Su tema fue la prostitución masculina y su metodología consistió en una particular versión de la “observación participante”: se convirtió en cliente y se dedicó a deambular por la zona roja paulista: “Ellos yiran, yo también yiro”, decía para explicar su método. El resultado fue O negocio do michê, cuya versión completa recién se editó en Argentina en 2002 como El negocio del deseo (Paidós). Allí Perlongher trazó una “cartografía deseante” de San Pablo, ayudado por las herramientas teóricas que tomó prestadas de El antiEdipo y Mil mesetas. Esas obras de Gilles Deleuze y Félix Guattari le aportaron claves para pensar la problemática del deseo y su circulación en el tejido social. Pese a vivir en Brasil, Perlongher no se desentendió de lo que sucedía en su país. Apenas recobrada la democracia, emprendió una batalla por la derogación de los edictos policiales. Su tribuna fueron pequeñas publicaciones feministas como Persona o la revista Alfonsina, que dirigía la periodista María Moreno. “Por esos años, Néstor era el único varón que articulaba política y libertad sexual en medio de una izquierda homofóbica”, recuerda Moreno. En esos artículos, que firmaba con los seudónimos Rosa L. de Grossman (homenaje a Rosa Luxemburgo) o Víctor Bosch, se preguntaba si los declamados “derechos humanos” no correspondían también a los homosexuales y marginales que eran asediados a diario por la Policía sin que ninguna institución se interesara por su suerte. Bajo esos mismos sobrenombres impugnó la Guerra de Malvinas, cuando la ironía lo llevó a enarbolar la consigna “Todo el poder a Lady Di” y a burlarse de la izquierda que apoyaba la “gesta antiimperialista” de la dictadura. Esa misma lucidez le permitió vislumbrar que con la epidemia del sida, de la que sería víctima, se avecinaba un dispositivo biopolítico de higienización y moralidad social. “Sería paradójico que el miedo a la muerte nos hiciera perder el gusto por la vida”, afirmaba en El fantasma del sida, ensayo teórico que dedicó al tema y que publicó en 1987. Si fuera necesario trazar genealogías, podría decirse que Perlongher heredó de su padre taxista la pasión por la deriva nómade; y de su madre costurera, las delicadas y refulgentes telas que poblaban sus textos para recubrirlos con una superficie pagana de placer. Tanto en sus poemas como en sus ensayos abundan los drapeados y los oropeles que relucen bajo el brillo del strass y del lamé. Ese empleo lujoso del lenguaje lo convirtió en referente de la poesía neobarroca, una corriente que él mismo ayudó a definir a través de artículos y antologías, donde reivindicó como influencias a los cubanos José Lezama Lima y Severo Sarduy y al argentino Osvaldo Lamborghini. Claro que para el autor de Alambres, el neobarroco devenía irónicamente en “neo- barroso” al chapotear en las aguas fangosas del estuario rioplatense. Para el ensayista Christian Ferrer, que compiló con Baigorria los textos de Prosas plebeyas, Perlongher creó un nuevo género: el “ensayo neobarroco”, en el que, según Ferrer, “se hace imposible distinguir la escama literaria de la trilla argumental”. El sincretismo brasileño también atrajo la atención de Perlongher. En 1987 se vinculó a la religión del Santo Daime, que se basa en el consumo ritual de ayahuasca. Si para él la escritura poética siempre había implicado “una forma leve de trance”, esta experiencia se potenció en las luminosas visiones del éxtasis, lo que retrató en los poemas de Aguas aéreas y en artículos como “La religión de la ayahuasca”. “Muchos creen que Néstor se vinculó al Daime para buscar una cura al sida, pero él se enteró de que estaba infectado dos años después”, sostiene hoy Baigorria, quien ve el motivo de esa búsqueda en la influencia de los poetas beatniks. Fue precisamente el estudio de una religión basada en el éxtasis místico el tema que Perlongher, en su rol de antropólogo, propuso para su beca de doctorado en París. Se trasladó allí en 1989, pero la experiencia fue catastrófica: sufrió el desdén del cerrado ambiente intelectual francés y descubrió que estaba infectado de VIH. Ese desasosiego lo volcó magistralmente en su artículo “9 meses en París” y en las cartas que envió a su amiga Sara Torres, donde le confesó: “Hay como una lentitud de la tristeza que me hace ir dejando sin hacer las cosas y cayendo en una nenia nihilista”. De regreso en San Pablo, Perlongher siguió escribiendo sin pausa hasta su muerte, el 26 de noviembre de 1992. En pocos años exploró temas hasta entonces vedados a la intelectualidad argentina, como el deseo y la política, la lucha por las libertades cotidianas, la identidad homosexual y el éxtasis religioso. Y lo hizo con un lenguaje personal donde el brillo de las palabras no encandila la fuerza de los argumentos. “Ser es devenir”, dijo alguna vez. Esa fuga permanente lo llevó a vivir explorando los márgenes, a bucear en el barro para extraer pulidas piedras preciosas.