Aira forever

El escritor argentino fue galardonado con el Premio Formentor, que habían ganado Borges y Gombrowicz. Una indagación en su obra y su influencia.

 

por ARIEL IDEZ

César Aira ganó el premio Formentor. Lo imagino contento por haber obtenido el mismo galardón que Witold Gombrowicz y Jorge Luis Borges, dos de sus escritores más admirados, y no el insoportable y dinamitero Nobel, que en honor a la irreverencia de su obra y al propio Borges sería mejor que no ganara nunca. Y en tren de forzar las casualidades, hasta podríamos pensar que su misma obra se presenta como la síntesis imposible de la influencia de aquellos dos padres terribles. Fue el autor de Cómo me hice monja quien alguna vez declaró que le hubiera gustado escribir como Gombrowicz, pero “siempre sale uno”. Al menos una generación literaria argentina se encontró a sí misma intentando escribir como Aira (o contra él).

Con el Formentor, también, Aira parece repetir la trayectoria de Borges y Gombrowicz: canonizados “de afuera hacia adentro”, reconocidos primero y sin dudas en la benemérita y anciana Europa mientras en su propio país aún se los discutía, se los recelaba, se los miraba de soslayo o, simplemente, se los ignoraba. Si a Borges en los setenta se lo discutía por su posicionamiento político, a Aira a veces se lo impugna por su ausencia de posición y por no tomar otro partido que no sea estético. De Gombrowicz, además de los años de trabajo silencioso, Aira toma el ethos de una obra que pone en entredicho toda solemnidad y que a veces ha dejado en ascuas al discurso de la crítica académica (“minadora” de sentidos grandilocuentes) o la ha hecho balbucear los conceptos que, medio en sorna, el propio Aira introdujo en sus novelas.

Con el premio Formentor también podríamos preguntarnos si no estaremos ante el último “autor-fuerza” de la literatura argentina, es decir, el último escritor/a capaz de operar con su sola obra como una fuerza gravitatoria que altera la trayectoria, la tradición y el porvenir de la literatura de su país, tal como antes lo vimos con Borges. Si se me apura, diría incluso que la proliferación de “novelitas” aireanas cambió o al menos consolidó una zona de la edición en Argentina, a través de su “alianza estratégica” con las incipientes editoriales independientes de mediados de los noventa. Esa inyección de capital simbólico a cambio de la publicación de sus múltiples títulos, consolidó un modelo que aún perdura. Tal vez después de Aira pasemos de la literatura como sistema solar que orbita a su alrededor a la literatura como constelación, como galaxia de autoras, autores, obras y poéticas, si no es que ya estamos en ella.

Tal como Borges, Aira ha transitado cuatro décadas en activo sin dejarse influir por el contexto, salvo en sus comienzos, en los que sucumbió a las delicias de la experimentación vanguardista en obras como Moreira,  El vestido rosa o Las ovejas (y que, al igual que la obra temprana de Borges, no han conocido la reedición). De ahí en más, todo contexto, toda moda o tendencia literaria fue metabolizada en la consolidación de la propia poética, en las “variaciones Aira”, hasta convertirse en un género en sí mismo y cumplir el destino de todo gran escritor; devenir adjetivo: “lo aireano” está hoy a la orden del día.

De alguna manera, la propia obra de Aira, en la senda borgeana, se ha ido haciendo cada vez más universal, de aquellas novelitas desaforadas del “ciclo de Flores” en la década del noventa, con referentes muy reconocibles en el barrio (la mueblería “Divanlito” en la calle Directorio en El sueño, el barrio 1-11-14 en La villa, el ambiente de los gimnasios de La guerra de los gimnasios) a las fantasías medievales y orientales de El santo, el gótico de El testamento del mago Tenor, o la “zona económicamente deprimida” de Actos de caridad. El mundo de sus ficciones se aproxima cada vez más a la fábula del “había una vez” que no reconoce coordenadas espaciales ni temporales, que puede ser siempre cualquier lugar en cualquier momento. Voluntaria o involuntariamente, Aira ha ido despejando los obstáculos que podrían interponerse entre cualquier lector del mundo y sus textos, poniéndolos a salvo de malentendidos foráneos (como postular que “los fantasmas” de la novela homónima serían desaparecidos) o subentendidos (como la predilección internacional por la aparente sencillez de Un episodio en la vida del pintor viajero).

En Aira se cumple asimismo el milagro de los contrastes: de la “página diaria” que ha confesado escribir a la producción atlética de tres novelas anuales y más de cien títulos publicados (y otros tantos, quién sabe cuántos, inéditos). De la insignificante “novelita” publicada por un sello editorial ignoto de Argentina, México o Chile a la gran “obra completa”. Su propia trayectoria como escritor traza el sentido ejemplar de la peripecia de sus ficciones: de un comienzo microscópico, cotidiano, sencillo, casi banal, a un final apoteósico, catastrófico, apocalíptico, de medidas inconmensurables, a través de una aceleración constante a ritmo exponencial.

El premio Formentor nos invita a sus dichosos lectores a celebrar descorchando alguno de sus libros (siempre habrá alguno sin leer aguardando en las bodegas de las bibliotecas) y a quienes tengan la dicha de no haberlo leído aún, de iniciarse en su obra. Como siempre, se recomendará empezar por cualquier lado; otro milagro aireano: no hay librería argentina que tenga todos sus títulos, pero no debe existir ninguna que no tenga alguno en sus anaqueles. Cualquiera de sus libros encierra toda su obra y, al mismo tiempo, no es nada sin ella, como una palabra no tiene sentido sin el lenguaje completo en el que habita. Entonces se producirá ese destello frente al cual todo lo demás es resto o exceso: el encuentro de un lector con un texto, el encuentro de un lector de Aira con uno de sus libros. Ahí está todo lo que Aira tiene para darnos; la reducción de la narración a sus elementos esenciales: la invención, la fábula, la imaginación en su máxima potencia, en esas novelas que parecen estar escribiéndose a medida que las leemos. No hay descripción ni explicación ni análisis que se aproxime siquiera a la experiencia feliz de su lectura.

Se haga lo que se haga con su obra, siempre será una lectura liberadora, que enseña las infinitas posibilidades de la ficción, e incluso del pensamiento. Un pensamiento que, en Aira, liberado del corsé de la lógica, hace literatura de la reducción al absurdo. Su originalísimo modo de pensar, condimento secreto de sus ficciones, nos hace desear más que nunca la publicación de sus ensayos reunidos. Ojalá que este premio también acelere la llegada de ese libro, auténtico “lado B” de su novelística.

Asistimos a la canonización de un Aira señero, septuagenario que parece escribir y publicar como el primer día. Un Aira objeto de homenajes, como la celebración de su cumpleaños en la Biblioteca Nacional, del catálogo intervenido de sus cien -primeras- novelas que le dedicó Ricardo Strafacce o del documental que prepara sobre su vida y obra Sergio Wolf. Homenajes de los que Aira puntualmente no participa.

El premio Formentor viene a recordarnos que tenemos al menos dos genios en la literatura argentina, a quienes siempre podremos leer, releer y disfrutar. Alguna vez, lidiando con la “angustia de las influencias” al pensar en Aira, jugué con la ambivalencia de la palabra “última”, que puede ser “final” o también “más reciente”. Ahora creo que jamás habrá una “última”, siempre estaremos a la espera de la “próxima” de César Aira.

 

Publicada en La Agenda de Buenos Aires el 14 de abril de 2021

Los domingos en familia

A veces pienso en todo lo que se le pide a la literatura -y en todo lo que la literatura se demanda a sí misma-: ser original, “trascendente”, pintar la aldea, dar cuenta de una época, “cambiar la vida” de quien la lea, “revolucionar el lenguaje”. A veces pienso que estas demandas desmesuradas resultan aplastantes y muchos de los textos y autores que procuran estar a su altura terminan alumbrando bodriazos infumables.

Hace tiempo pienso en el fenómeno de Los sorrentinos, la primera novela de la joven autora Virginia Higa que ya va por su cuarta reimpresión y se ha transformado en un modesto fenómeno de ventas, pequeño milagro editorial argentino. Los sorrentinos cuenta la historia de la familia Vespolini, fundadora de la “Trattoria Napolitana” donde se inventó el plato que da nombre al libro y que se popularizó hasta convertirse en un clásico de restaurantes y fábricas de pastas en todo el país.

Tal vez de esta presentación se deduzca que el suceso de Los sorrentinos se debe a su carácter “subliterario” pero yo creo que es más bien al contrario, son las virtudes literarias y los aciertos de su autora los que hacen de la modesta saga familiar de los Vespolini un relato delicioso e imposible de soltar una vez que se ha probado el primer párrafo. Es cierto que el libro cuenta “una historia real”; la existencia de un referente concreto (la Trattoria Napolitana, la ciudad de Mar del Plata, los integrantes de la familia) nos hace pensar en un exponente de la “no ficción” (tal vez el nombre más espantoso jamás creado para nombrar un género). Pero también en este caso opino lo contrario: en lugar de utilizar recursos y herramientas de la ficción para contar un hecho real, Virginia Higa utiliza las técnicas de recolección de información del periodismo y la etnografía (la entrevista en profundidad, la observación participante, la consulta de archivos) para alimentar el plano de la ficción. Nadie va a pedirle constataciones a los datos de Los sorrentinos: es una novela con todas las letras.

Me gusta de Los sorrentinos la modestia de sus ambiciones, la ambición de su modestia. Me parece muy bien que la literatura se aparte de la realidad y se concentre en lo único y extraordinario, en la fantasía desbocada y la lengua desatada, pero también me gusta que, de tanto en tanto, la literatura le hable a los lectores de lo que sucede a su alrededor, que aborde lo “infraordinario”, que permita “ver lo cotidiano con otros ojos” ¿no era ese acaso el emblema del arte según el teórico de la vanguardia Victor Schklovski? ¿Y qué más cotidiano que la comida a la que, con suerte, acudimos cuatro veces al día todos los días de nuestra vida? Si el alimento es, según Levi Strauss, uno de los puntos clave en el que la necesidad natural se aparta para dar paso al arbitrio de la cultura, ¿no podríamos encontrar ahí una clave de nuestro modo de ser, de nuestra propia identidad? Y por más que piense, recuerdo pocos, no digo libros, si no al menos escenas, en las que el modo de alimentarse juegue un papel importante en la literatura argentina (se me vienen a la memoria las picadas y los asados saereanos, pero estetizados a tal punto que ya casi se convierten en otra cosa).

Tal vez, el único antecedente válido sea, justamente, un artículo periodístico, del más literario de los periodistas, “Restaurantes”, de Enrique Raab, un alucinante tour de force por los negocios gastronómicos marplatenses en los que Raab describe las milanesas de una rotisería como si estuviera ante un cuadro renacentista: “impecables, de una delgadez acartonada, parejamente doradas en cada centímetro cuadrado de su extensión” y en el que concluye que “una obsesión que hostiga al turista, ni bien llega a Mar del Plata, es la comida”. De esa obsesión por la comida, por lo que comemos, por cómo lo que comemos nos constituye mucho más de lo que tenderíamos a pensar, también nos habla este libro.

Como toda buena novela, Los sorrentinos está construida alrededor de (al menos) un gran personaje, en este caso se trata de “El Chiche” Vespolini, centro gravitatorio alrededor del cual orbitan todos los otros personajes que a su lado siempre resultan secundarios pero cuyo arco narrativo Higa sintetiza con destreza en un capítulo, una página, un párrafo, dotándolos de profundidad e interés. La historia de Los sorrentinos es sobre todo la historia de El Chiche, que convirtió esa trattoria en su propio principado, donde reinaba a voluntad. La autora comprende a la perfección que la novela es un arte verbal y, así, conocemos a Chiche a partir de su forma de hablar, de su “dialecto privado” que se nos vuelve familiar, al punto de incorporarlo casi inconscientemente. Ese lenguaje familiar como latín privado del que nos habla Natalia Guinzburg en el acertadísimo epígrafe y que seguramente evocará el eco de las propias palabras familiares en el lector.  Higa entiende a la perfección que el sentido de una palabra es su uso en el lenguaje y así términos como carpi, catrosho, papocchia, sciaquada, chinasos  pasan del dialecto napolitano a la boca de Chiche y de ahí a la propia voz narrativa de la novela en una decisión tan riesgosa como acertada.  Si el ritual en su repetición tiene la función de vincularnos de forma extraordinaria con la tradición y los ancestros, son la comida y el lenguaje quienes nos conectan y nos mantienen en contacto con quienes nos precedieron, sean estos italianos del sur, judíos polacos, coreanos del centro, bolivianos de El Alto o llaneros venezolanos.

Pero el Chiche no está solo, aunque su figura recorra la novela de principio a fin (hasta un final, dicho sea de paso, cinematográfico y emotivo), está acompañado por una galería muy nutrida de personajes secundarios, la mayor parte integrantes de la familia Vespolini: el hermano Umberto que inventó los sorrentinos, las hermanas Electra y Carmela, que guardan el secreto de su cocción, el cuñado Elvio, la sobrinas Virginia y Dorita, los amigos catroshos, el bioquímico Pepé y el párroco Adelfi, la “gorda” Montero, el mozo Mario, cada uno tiene su lugar y su arco narrativo. Higa logra hacer literatura con el anecdotario familiar, sazonando lo justo de cada historia para que capture al lector sin empacharlo, con ese aire de la comedia italiana en el que hasta lo trágico tiene un costado, cuando no cómico, al menos grotesco o desmesurado.

Otro acierto de Los sorrentinos es su manejo del tiempo. La autora casi no brinda coordenadas temporales, es más bien el contexto el que, a veces, permite conjeturar la época, como el auge del “turismo sindical” que lleva a la ruina a Elvio y desborda las mesas de la trattoría o el alunizaje norteamericano que forja otro leiv motiv de El Chiche: “our boys to the moon”. La novela avanza y retrocede en una temporalidad esfumada al vaivén de la evocación y muchas de sus escenas podrían adjudicarse a cualquier época, o a una época indefinida, aunque más o menos próspera, de auge del turismo y de la ciudad de Mar Del Plata, siempre presente como fondo escénico de la historia a través de sus propias metamorfosis (la aristocrática de los años veinte, la popular de los cincuenta y sesenta, la farandulera de los ochenta).

Pero si Los sorrentinos es un plato literario que se devora de un solo bocado (o de una sola sentada) es sobre todo gracias al estilo de Virginia Higa, que combina en dosis exactas sutileza con precisión y construye una voz narrativa “suave como una nube” que fluye con la naturalidad de lo muy trabajado. Los sorrentinos es uno de esos libros en los que no encontraremos frases para el subrayado, ahí donde la escritura cede a la vanidad del solo instrumental. Ante la maraña de personajes, familiares, anécdotas, jergas y sucesos, la autora presenta una historia que no pareciera poder contarse de otra forma y que no se puede soltar una vez masticado el primer párrafo. Uno de sus grandes aciertos y que vuelve tan dinámico el libro es que su prosa musical combina con sabiduría la descripción y la narración, adjetiva como si salpimentara, alterna la extensión de los párrafos y las oraciones, corta y remata escenas con grandes líneas de diálogo. Como cuando presenta a los grandes amigos de El Chiche a través de sus gustos culinarios:

“El Chiche se consideraba catrosho y tenía montones de amigos que también lo eran, entre ellos un bioquímico célebre, un arquitecto que iba los viernes a comer escalopes a la marsala y Adelfi, un cura fanático de la música clásica que protestaba cuando venían reblandecidas las galletitas Ópera que acompañaban su helado”.

Y qué mejor manera de terminar esta reseña que con una visita a la “Trattoria Napolitana”, en una vuelta de la ficción a la realidad. Así lo hice en mi primera visita a Mar Del Plata tras leer el libro y previa reserva, porque su salón se sigue llenando noche tras noche. Experimenté así el curioso efecto de ingresar en la Trattoría no para conocer, sino para reconocer, ahí estaba aquella escalera cubierta con una alfombra verde que El Chiche subía cada tarde cuando cerraba el primer turno, la cocina abierta donde se amasaba la receta secreta a la vista de todos, la “mesa de la familia”, donde los actuales dueños (un hombre de mediana edad, de reluciente calva afeitada y su mujer, una rubia que recorría el salón con la soltura de la autoridad) cenaban al mismo tiempo que sus clientes. Bajo un enorme póster de la isla de Capri, en una mesa casi en la entrada, como corresponde a un recién llegado, degusté los inevitables sorrentinos. Qué plato más argentino que una pasta con nombre italiano alumbrada en una ciudad pesquera y convertido en novela por una escritora con apellido japonés.

Como diría el buen Borges, nuestro patrimonio gastronómico es el universo.

Las fotos

Hace unas semanas hice un hallazgo singular. Caminaba por la calle Hidalgo rumbo al Parque Centenario cuando observé, junto a un container, una serie de papeles. Lo primero que me llamó la atención fueron unas revistas First, pero observando mejor vi que el asfalto estaba tapizado de fotos antiguas en las que se repetía la imagen de un hombre solo, junto a amigos y con una mujer, con diferentes paisajes de fondo. Cuando me agaché descubrí, bajo las revistas una serie de cartas. Fui a mi casa, volví con una bolsa y recogí todos esos registros de una vida (acaso dos) que alguien había decidido tirar a la basura. Ya en mi casa, desplegué las fotografías sobre la mesa: en su reverso muchas llevaban el año escrito de puño y letra y, en algunos casos, una dedicatoria: 1953 A mi querida Cholita. ¿Quiénes eran? ¿Por qué no había fotos ni cartas más allá de la década del 50′? ¿Qué había sido de sus vidas? El misterio se desplegaba sobre la mesa junto a las imágenes y las cartas. Como si fuera un acto propiciatorio, ese hallazgo me decidió a comprar y leer el bellísimo libro Las fotos de Inés Ulanovsky, gracias al cual supe que las “fotos encontradas” son un género con miles de adeptos alrededor del mundo.

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Apuntes sobre virus, información, relato y sentido

1

El virus es información. No estoy hablando de forma figurada, el virus es una secuencia de ácido desoxirribonucleico (ADN) o ácido ribonucleico (ARN) recubierta por una membrana proteica, el virus no está vivo (por ende, tampoco puede morir), pero requiere de la unidad biológica de la vida, la célula, para cumplir su propósito, que es multiplicarse. Básicamente, el virus es una secuencia informativa que parasita el núcleo de la célula para forzar a esa “máquina blanda” a hacer copias de sí mismo hasta que la célula explota liberando esas copias, que parasitan otras células, y así. La secuencia de código que contiene el virus contiene un único mensaje (una única orden): “copie este virus”, “difúndalo”.

2

El virus no tiene historia. Su existencia parece remontarse hasta antes de “LUCA” (Last Universal Common Ancestor), la mítica célula primigenia de la que se desprendieron todos los organismos celulares que habitan el planeta. Cuando la célula despertó, el virus ya estaba ahí, esperándola. La existencia del virus es estadística: calculable en curvas de crecimiento y decrecimiento. El virus tiene una existencia de big data.

3

La célula sí tiene historia. Hubo un ancestro común (LUCA, ya lo dijimos) que originó a todas las demás. Cada una de nuestras propias células tiene historia: se originaron a partir de la unión de los gametos de nuestra madre y nuestro padre, un óvulo, un espermatozoide, una danza helicoidal de cromosomas hasta formar nuestra primera célula, aquella que originó a todas las demás. Nuestras células tienen un origen, un desarrollo, una evolución, una maduración, una declinación y tendrán un fin, todas ellas. La célula tiene una existencia aristotélica; la célula tiene un relato.

4

El virus es sedentario (su información solo puede ser decodificada por el núcleo de la célula). El virus no puede desplazarse, tiene que ser llevado y traído por otros organismos, sus huéspedes. Técnicamente el virus no ingresa en nuestro cuerpo, sino que nosotros lo hacemos ingresar o, mejor dicho, le permitimos ingresar. Pero el virus entra dos veces: primero al cuerpo, después a alguna de las miles de millones de células que conforman ese cuerpo. Al virus solo le interesa ingresar a la célula y llegar a su núcleo, ahí donde su información pueda ser replicada, multiplicada, difundida.

5

La verdadera clave del virus es el modo en que logra penetrar en la célula. La célula está recubierta por una membrana bilipídica y esa membrana está llena de receptores que identifican distintas moléculas para decidir si son beneficiosas (y se les debe franquear el acceso) o perjudiciales (y deben quedar afuera). La trampa del virus es su cubierta, hecha de proteínas que la célula precisa. Bajo esa cubierta noble, creíble, atractiva, el virus ingresa a la célula con su información perniciosa, tóxica, letal; coloniza a la célula, la esclaviza para que reproduzca, replique, difunda esa información que es el virus.

6

La mitología del vampiro es curiosamente similar a la mecánica del virus. El vampiro no puede ingresar a una casa a menos que se lo invite (como ilustra la bella película Let the Right One In de Tomas Alfredson). El vampiro no está vivo (su existencia es eterna) pero requiere de la sangre de los vivos para poder subsistir. El vampiro puede convertirse en murciélago. La mitología del coronavirus dice que se originó cuando alguien comió una sopa de murciélago. Cuando la información nos acosa, recurrimos a la literatura para darle sentido. Los gobiernos del mundo se preocupan por la producción de bienes de consumo pero ha sido la producción de bienes simbólicos (las películas, los libros, las series) la que le ha permitido a la humanidad anticipar y sobrellevar la cuarentena. Es más, son estos productos simbólicos los que han dotado de sentido al sinsentido informativo que despliega el virus. “En cuanto a mí, me mordió un murciélago y, aunque no pueda probarlo, mi teoría es que había mordido antes a un vampiro, adquiriendo así la enfermedad”, dice Neville, el protagonista de Soy leyenda, de Richard Matheson. Curiosamente, Neville aún siendo el último ser humano sobre la tierra destina más energía en la novela a comprender el funcionamiento del virus que a combatir a sus infectados, los vampiros.

Cuando la información nos acosa, recurrimos a la literatura para darle sentido. Los gobiernos del mundo se preocupan por la producción de bienes de consumo pero ha sido la producción de bienes simbólicos (las películas, los libros, las series) la que le ha permitido a la humanidad anticipar y sobrellevar la cuarentena.

7

El adjetivo viral (anagrama de rival, dicho sea de paso) ya estaba en boca de todos antes de que se desatara la pandemia y no por cuestiones sanitarias precisamente. En la sociedad de la información llevamos adelante una existencia de big data. Nuestra condición humana, individual y subjetiva importa poco (muy poco, o nada) en relación con nuestras estadísticas. Nuestro comportamiento, nuestra voluntad, tus decisiones, mis decisiones no tienen ningún otro valor o propósito que alimentar los flujos informativos del big data que analizan sofisticados y elegantes algoritmos. Somos generadores de datos (información) que nos es extraída incesantemente, constantemente (somos conscientes de ello, lo hemos aceptado en los “términos y condiciones”), es el contrato que nos permite formar parte de esta sociedad.

8

Como advierte Walter Benjamin en su ensayo El narrador : “Cada mañana se nos instruye sobre las novedades del orbe. A pesar de ello somos pobres en historias memorables. Esto se debe a que ya no nos alcanza acontecimiento alguno que no esté cargado de explicaciones. Con otras palabras: casi nada de lo que acontece beneficia a la narración, y casi todo a la información”. La información avanza sobre la narración, en tándem con el empobrecimiento de la experiencia. “La información cobra su recompensa exclusivamente en el instante en que es nueva. Sólo vive en ese instante, debe entregarse totalmente a él, y en él manifestarse. No así la narración pues no se agota. Mantiene sus fuerzas acumuladas, y es capaz de desplegarse pasado mucho tiempo”. La información se consume y se agota en un instante, al igual que el virus, que se consuma en el momento en que es replicado por la célula. El avance del virus sobre la célula es el avance de la información sobre el relato y la experiencia.

9

Los virus informáticos funcionan casi de la misma manera que los virus naturales: son un fragmento de código que una vez ejecutado en el sistema se reproduce sin control. Pero, al igual que los virus naturales, no pueden ingresar si no es con el permiso del usuario. Hace poco se cumplieron veinte años del virus informático más dañino que haya existido. Se llamaba “I love you” y fue creado en Filipinas por Onel de Guzmán. Fue liberado el cuatro de mayo de 2000 y en nueve días había infectado 50 millones de computadoras y producido pérdidas por 8 mil millones de dólares. El virus ingresaba a las computadoras a través de un mail con el subject “I love you” y un archivo que prometía una carta de amor (que contenía el código del virus, su información maliciosa). Los seres humanos no podían resistirse a ejecutarlo.

10

La futurología es la prima pobre de la profecía, pero podemos arriesgar ciertas hipótesis a futuro; algunas, por obvias, no deberían dejar de ser tenidas en cuenta. Mientras las Torres Gemelas ardían en la mañana del once de septiembre de 2001 era muy previsible pensar que los estados avanzarían sobre las libertades individuales con la “amenaza terrorista” como argumento irrebatible. ¿Qué clase de avances habilita, promueve o acaso acelera el acontecimiento global desatado por el Covid-19?

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Los artefactos tecnológicos se han desarrollado a lo largo del tiempo (y especialmente en las últimas décadas) según dos movimientos concomitantes: miniaturización y portabilidad. El smartphone parece ser el punto de llegada de este proceso y, tal vez, el punto de partida de una nueva relación entre seres humanos y artefactos técnicos, entre inteligencia humana e inteligencia artificial. El celular es la última frontera de una relación que mantiene los territorios de la técnica y del cuerpo separados. El celular es la técnica golpeando a las puertas de la epidermis, pugnando por entrar a nuestro organismo en una fusión que acaso funde al homo cyborg.

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La inteligencia artificial ha permitido la gestión de los grandes flujos del capital financiero global, la gestión del transporte en los grandes centros urbanos, ¿será esa misma inteligencia la que determine los flujos de circulación (y comportamiento) humanos en función de zonas seguras y zonas riesgosas de contagio? ¿Será la amenaza viral y pandémica aquella que legitime la cesión de la libertad de movimiento a un control algorítmico de circulación?

El celular es la última frontera de una relación que mantiene los territorios de la técnica y del cuerpo separados. El celular es la técnica golpeando a las puertas de la epidermis, pugnando por entrar a nuestro organismo en una fusión que acaso funde al homo cyborg.

13

Ya existen los chips subcutáneos capaces de monitorear los signos vitales, ¿serán de implantación obligatoria en pos del control de este y (otros posibles) nuevos brotes virales? Puede que no, pero la pandemia mundial brinda inmejorables argumentos para los promotores de la biotecnología que convierta al cuerpo en interfaz o interzona entre el ser humano y la tecnología.

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Como afirma Eric Sadin: “Nuestro período histórico señala el fin de una exterioridad de la técnica, que ya no puede ser pertinentemente considerada una potencia buena o mala de acuerdo con ciertos criterios morales, sino según el grado de proximidad con el cuerpo y el nivel de impregnación operado sobre la conciencia”. Enseñamos a diario que el Renacimiento marca el pasaje del teocentrismo al antropocentrismo, ¿estaremos parados ahora mismo en el umbral del pasaje del antropocentrismo al tecnocentrismo? ¿volveremos a abandonar al ser humano como medida de todas las cosas para volver a construir una cosmovisión ajena al orden de lo humano, regida por flujos de datos y operaciones algorítmicas? Teocentrismo y Tecnocentrismo, tal vez haya algo más que una homofonía entre esos dos términos.


* Licenciado en Ciencias de la Comunicación, Magister en Comunicación y Cultura. Docente del Taller Anual de la Orientación Periodística y del Taller de Expresión I. Su último libro publicado es Elogio de la pérdida y otras presentaciones (Interzona, 2016).

Mita

Para Diego Gerzovich y Daniel Mundo

La palabra Mita fue uno de los más grandes misterios lingüísticos de mi infancia. La vi previsiblemente por primera vez en 1985, grabada en el pecho de los jugadores del Club Atlético Independiente y allí estuvo alojada durante más de siete años. Revelar paulatinamente ese misterio es el propósito de estas líneas.

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Fernando Pugliese: el maestro del hiperrealismo

La calle Darwin al mil tiene su propia evolución de las especies: un día hay un elefante de tres metros en la vereda. Otro día es un león, un inmenso gorila, un ciervo con astas de doce puntas o una bandada de flamencos rosados. Los vecinos ya se han habituado a ver barcos fondeados en el asfalto, a veces incluso con sus marineros a bordo, y su capitán tocando el piano. Esta distorsión de la realidad es ocasionada por el vórtice que produce el estudio y taller de Fernando Pugliese, tal vez el artista más popular y menos conocido de la ciudad. Una jirafa, un par de cebras y una tropilla de briosos corceles saludan desde el balcón de una edificación de tres plantas que hace esquina en Darwin y Castillo, pero la auténtica sorpresa está reservada para aquel que atraviese la puerta (el portal) de rejas blancas y se interne en el estudio de este maestro de la escultura hiperrealista. Allí dentro, la Mona Jiménez y Rodrigo bailan cuarteto junto a la reina Isabel. En los anaqueles no hay libros sino cabezas, una junto a la otra, petrificadas en un gesto vital (un tic, una mueca, una sonrisa). Una escalera circular de gastados peldaños de madera cruje mientras sale al paso una galería de pinturas de maestros flamencos y, una vez, en el primer piso, un saloon del lejano oeste en el que Frank Sinatra se toma un trago con el Che Guevara y Donald Trump, servidos, detrás de la barra, por el gaucho Martín Fierro. Al otro lado, un escenario (como si algo no lo fuera en este lugar) con piano de cola, maracas y tambores. Y baúles y barriles y farolas y navíos y caras y más caras y máscaras con mil ojos interrogantes y, en el centro puntual de esta alucinación, un explorador del África subsahariana, vestido con su impecable camisa blanca, su sempiterno impermeable color caqui y sombrero de safari, listo para iniciar la excursión por la jungla de sus fantasías: Fernando Pugliese.

—No sé lo que soy, sé lo que hago —se presenta Pugliese con la voz algo cascada, con un poco de calle y otro de clase, de sus jóvenes ocho décadas. Sobre lo que es, no resulta fácil ponerse de acuerdo, ¿artista? ¿artesano? ¿arquitecto? ¿ingeniero? ¿inventor? Su título de abogado preside una pared como el artículo más estrafalario de su colección. Sobre lo que ha hecho, no cabe duda: es mucho, muchísimo. Difícil no haberse topado con alguna de las esculturas hiperrealistas de Pugliese, empezando por Alberto Olmedo y Javier Portales, caracterizados como “Borges y Álvarez” que siguen riendo a ambos extremos del sillón de una antesala en la Calle Corrientes y a los que después se sumaron Tato Bores con sus teléfonos y Sandro entonando en la puerta del Gran Rex, sobre la misma avenida. O Mercedes Sosa y Atahualpa Yupanqui en la plaza Próspero Molina de Cosquín o Borges y Bioy conversando en su mesa de La Biela, en Recoleta. En la decoración de los shoppings navideños, en el stand de un evento, en el diorama de un museo austral, en colecciones públicas y privadas, en los jardines del Vaticano, en los pasillos de la Casa Rosada, hay obra de Pugliese. Sus esculturas recrean el santoral de beatos e ídolos populares, sin pedestales ni rejas, para que sean tocados, abrazados y –por supuesto– fotografiados. Sin saberlo, sin quererlo quizás, Pugliese es un artista instagrameable por excelencia.

La solemnidad del arte clásico es obra del tiempo. Hace poco se descubrió que los griegos pintaban profusamente a sus estatuas, uno podía cruzarse con unas ninfas, Diana cazadora o el dios Pan en medio de un bosque. Algo de esta experiencia es lo que nos deparan las obras de Pugliese. El maestro es obsesivo con sus criaturas, se encierra días a modelar la arcilla y puede pasarse una noche trazando el surco de una arruga, la comisura de una sonrisa, el pliegue de un saco, a sus estatuas, en lugar de golpearlas con el cincel para que hablen, dan ganas de servirles un whisky para que conversen, para que sigan conversando

Foto: Leo Vaca

Fernando Pugliese nació el 22 de mayo de 1939 en la ciudad de Buenos Aires, el mayor de los cinco hijos (tres varones, dos mujeres) de Fernando Pugliese (padre), que importaba papel y le vendía bobinas a Roberto Noble, fundador de Clarín y a Constancio Vigil, de Editorial Atlántida. “Se juntaban en la casa de mi papá, que tocaba “La Comparsita”, después me llamaban para que los entretuviera. –rememora– Allá por el año 50, me decía: ‘Vení, imitá los aviones que caían en Corea’, ‘Imitá a Luis Sandrini’. Aún hoy esas onomatopeyas e imitaciones le salen a la perfección; tal vez ahí haya surgido la fiebre del simulacro.
En su mito de origen hay un un maestro polaco, una caja y un tren. El tren fue su primera réplica (en miniatura) de la realidad y trajo aparejado su primer invento: una maquinita que emulaba el ruido atronador de la locomotora y que hacía funcionar día y noche de la cama al living del piso de sus padres en Libertador y Coronel Díaz, hasta que los vecinos de abajo amenazaron con el desalojo y Fernando fue a parar de pupilo al colegio St. George de Quilmes.
—Ahí empecé con una tiza y con la punta del compás, esculpía la tiza y se la regalaba a una maestra de francés de la que estaba enamorado. Hasta que el director se dio cuenta y me agarró de la oreja “Stop this nonsense”, basta de estupideces.
Las reiteradas estupideces lo llevaban de penitencia a la carpintería, donde descubrió el oficio de la mano de su maestro polaco, el señor Gabucz, que con sus manos curtidas de trabajar la madera de los bosques helados de Varsovia le reveló los secretos de las máquinas mecánicas y semimecánicas, las sierras los cinceles y las reglas de la escuadra. Así Fernando forjó una caja, su primer objeto, y de ahí en más ya nunca se detuvo. Egresado de bachellor pareció desoír el llamado de las musas y se desvió por el camino de las leyes.
—La carrera de derecho fue para estar con el sistema en relación de mediana igualdad Una cosa es el sistema, “el señor es doctor en leyes” y otra cosa es lo que me gusta a mí, como la música. (suena el celular y se escucha la banda sonora de El golpe).
—Le gusta el western
—Toda la vida. Yo quería ser cowboy, no abogado.

Foto: Leo Vaca

Otra de las costumbres peculiares de este taller, que lleva cuarenta años en el barrio, es la de sacar las obras a la calle. No se trata simplemente de piezas alquiladas o vendidas que van a ser trasladadas, sino de esculturas que se exponen en la vereda para sacudir el gris asfalto y el ocre vereda cotidianos, un león, una cebra, un alce, un barco, cualquier cosa puede emerger del garage de este Madame Tussauds de Villa Crespo. Pugliese dice que quiere hacer salir a la gente de su realidad, “Yo lo que siempre hago son cosas que generen explosión. Uso siempre esa palabra punch on the nose una piña en la nariz”.
—Hoy sacamos a Frank Sinatra.
Dice María José Delger, asistente personal del Maestro (como ella lo llama con inocultable admiración). María José es rubia, alta, expeditiva, estricta, y es la encargada de organizar el caos creativo de Pugliese; ella atiende los múltiples llamados con encargos, consultas y pedidos. Cuando le pregunto si hay encargos particulares de personas que quieren su estatua. María José suspira.
—Montones —dice —y de sus mascotas también.
María José también se encarga de filtrar toda llamada cuando el maestro hace lo que mejor le sale: crear. Pugliese se encierra en su taller con todas las fotos disponibles de frente, dorso y perfil y moldea la arcilla hasta que de ese barro se eleva un cuerpo, una persona, una personalidad. Después, mediante una serie de técnicas que mantiene en secreto pero que implican el uso de resina epoxi y fibra de vidrio, surge la estatua que tras un minucioso proceso de pintura manual queda lista para ser expuesta a la intemperie con garantía de por vida.

Foto: Leo Vaca

Así Pugliese hizo a la Virgen Puntana en San Luis, al obispo Angelelli en Neuquén,
hizo la asunción del papa Francisco en La Rioja, hizo a Manuel Belgrano sosteniendo la bandera, hizo a Cabral soldado heroico desatascando de su caballo a un San Martín de dientes apretados en la batalla de San Lorenzo, hizo un pesebre tamaño real en la Casa Rosada, con María, José, un toro, un burro, una oveja, el niño Jesús, hizo a Mahatma Ghandi, a Albert Einstein, hizo a Diego Maradona alzando la copa, hizo a Lionel Messi, hizo al Burrito Ortega, a Enzo Francescoli, a Carlos Tevez, a Gabriel Batistuta en grito de gol, hizo a Luis Alberto Spinetta y a Gustavo Cerati en sendos solos de viola, hizo a la vaca de Milka, hizo a la virgen desatanudos en el Vaticano, hizo a Minguito, hizo a Guillermo Francella, hizo a Gerardo Sofovich, hizo a Jorge Luis Borges, a Adolfo Bioy Casares, a Julio Cortázar, hizo Evitas y Perones.
¿Se hizo Pugliese a sí mismo?
Sí, claro, como todo el mundo _No, digo si se hizo una estatua. ¿Yo, a mí, no, nunca? Algún día me voy a hacer, por ahí, pero no tiene importancia.

Cuando se le pregunta a Pugliese si revisa cada tanto su obra, si tiene esa pasión retrospectiva, afila la mirada, sonríe de costado, “Si yo te cuento todo lo que hice parece el cuento de un loco”. En esa gesta por reproducir la realidad para mejor burlarla, figura la réplica a tamaño real de la carabela de Colón que realizó en 1992 con motivo de los quinientos años de la llegada de los europeos al continente y que exhibió en La Rural y en la que él mismo interpretó al almirante genovés encerrado en su camarote, o la del navío con el que Magallanes dio la vuelta al mundo y navegó su estrecho, que está fondeada en Puerto San Julián. Pero cuando se le pide que mencione un hito en su carrera, el maestro no duda y pronuncia dos palabras: Tierra Santa.

Foto: Leo Vaca

Corrían los últimos meses del milenio pasado y la fecha alentaba pronósticos apocalípticos, pero el sindicato de comercio estaba preocupado porque perdería un predio frente al Río de la Plata si no le daba el uso cultural y educativo que tenía asignado. Entonces apareció en escena Pugliese, que venía pensando en hacer un parque temático que fuese tan famoso como para no requerir publicidad pero que tampoco tuviera que pagar derechos. La respuesta estaba en las sagradas escrituras, Jesús era a fin de cuentas más famoso que los Beatles (y no habría que pagarle royalties).

Pero a falta de los reyes egipcios, Pugliese tuvo que luchar contra otros antagonistas para cumplir con la tierra prometida. Primero contra el reloj: tenía tan solo diez meses para concretar la obra, después le enviaron a la plaga de los arquitectos, quienes decían que era imposible comenzar sin la aprobación de los planos, que llevaría su buen tiempo. Pugliese, que no olvidaba su formación de abogado, recordó la diferencia entre un bien inmueble (que está fijado a la tierra) y un bien mueble (que se puede desplazar).
— Entonces hice una casa, y lo llevé a Armando Cavalieri, “venga por acá, ¡Tito, traé el tractor, enganchá, dale ahora, tirá!
Pugliese había obrado el milagro: sus templos se movían, merced a una base de planchuelas inventadas ad hoc y al poco peso de su estructura, ya que en lugar de la sagrada piedra de Jerusalem, estaban construidas con bloques de pagano telgopor “los arquitectos me decían ¿telgopor, telgopor? Se va a caer. Pero el telgopor, una vez que está bañado en una espuma de cemento tiene un peso que no lo puede mover ni un huracán –pero sí lo puedo mover con un tractor”, guiña el ojo Pugliese, y los últimos veinte años le dan la razón.
Derrotados los arquitectos, tenía que convencer a los representantes de las tres religiones monoteístas para que aceptaran estar juntas en el mismo predio. Con diplomacia digna de Camp David, convenció al rabino bajo promesa de construir una réplica del muro de los lamentos, al Imán islámico con mezquitas y ninguna representación de Alá, y al arzobispo de Buenos Aires no hizo falta convencerlo, porque le encantó la idea e incluso fue a bendecir el predio y trabó amistad con Pugliese; se trataba de Jorge Bergoglio.

Una vez superados todos los obstáculos solo quedaba construir el primer parque temático religioso argentino. Pugliese se instaló en el predio y junto a un conjunto babélico de novecientos cincuenta obreros rusos, paraguayos, bolivianos y argentinos trabajó en tres turnos corridos día y noche para construir las réplicas de sinagogas, mezquitas, iglesias y templetes romanos, montes, grutas, caminos, carretas y las esculturas de hombres, mujeres, árboles, plantas y bestias, y diseñó los sonidos y las luces y el onceavo mes, descansó.

Hay registro en video de la construcción de Tierra Santa (hay registro de todo lo que ha hecho Pugliese, como si se temiera que la desmesura prodigiosa de su producción pueda caer en la zona hiperbólica del mito y la leyenda) y al mirarlo con atención es inevitable pensar que es una pena que Werner Herzog no haya estado ahí para documentarlo.

Foto: Leo Vaca

Ahora Pugliese se apresta a inaugurar su segundo parque temático religioso, el del Cura Brochero en Traslasierra, Córdoba.
—Son ciento ochenta esculturas distribuidas en trece estaciones —detalla María José Delger, A una cuadra del estudio está el taller. Tras un inmenso portón de garaje en la calle Darwin un grupo de quince discípulos se aprestan a dar forma a los múltiples encargos, trabajos y caprichos del Estudio Pugliese. Por ese portón metálico puede salir el Cura Brochero a lomo de burro directo a los jardines del Vaticano, o un conejo de ocho metros para la sede de Sony; por ahí también salió el busto en mármol de carrara de Néstor Kirchner que encargó Cristina Fernández y que ahora engalana la galería de los presidentes en la Casa Rosada.
El último punch de Pugliese es la estatua de Alberto Fernández tocando la guitarra junto a su perro Dylan. Está en el “Café las palabras”, del legislador Eduardo Valdés, amigo del maestro, que tiene, según calcula Pugliese, unas cincuenta obras suyas en ese espacio, mezcla de salón político con museo personal.

“Quiero hacer cosas que llamen la atención. Todo el mundo tiene que entender lo que hago –dice Pugliese, y agrega desafiante– Yo no hago esculturas modernas”; desde otro punto de vista se podría decir que lo que hace son intervenciones que alteran el espacio en el que se instalan, que desfamiliarizan lo cotidiano. Lo mejor, en definitiva, es que en su obsesión por imitar a la realidad no la replica: la distorsiona. Sus simulacros alucinatorios pueblan el mundo con fantasías de resina epoxi y espuma de polietileno. Abandonar su estudio es asumir un triste regreso al gris de lo concreto, mientras él permanece en el mundo de sueños reales que moldea con sus manos, tocando al piano unas notas de My way ante la sonrisa invencible de Sinatra. Es difícil hacer esa transición sin accidentes.
—Cuidado, la perra es de verdad.
Advierte María José ante el bulto peludo echado en el escalón, antes de despedirme.

Alasita: la feria de los deseos

“Alce su torito”, dice el yatiri  en cuclillas, y arroja unas gotas de alcohol fino sobre la figura de cerámica de un toro negro y bravo,  repleto de dólares, pesos y euros sobre el lomo mientras murmura  en letanía una oración aymara. El yatiri lleva una remera blanca, un pantalón color crema, sandalias franciscanas y un sombrero andino y sólo se diferencia de los demás mortales por el cuenco con carbones ardiendo a sus pies, sobre el que ahora arroja una cucharadita de incienso que al tocar la brasa desprende un humo blanco, aromático y espeso. Un humo que baña y recubre al toro de la abundancia mientras su esperanzado dueño lo hace girar en círculos, un humo que  se difumina en volutas y se pierde en el aire, como los sueños que anima, para sumarse al polvo de la tierra seca del potrero e impregnarse en los cuerpos transpirados bajo el sol inclemente de este mediodía de enero; pero a nadie parece importarle ese pequeño sacrificio: ¿que es un golpe de calor al lado de la fortuna y la prosperidad de todo un año? Es que los sueños, sueños son, pero aquí, si no realidad, cuanto menos se hacen miniatura: estamos en la Alasita, la única y auténtica feria de los deseos.

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“¡Oh, Capitán, mi Capitán!” (con Nicolás G. Recoaro)

“El tren más lento de la Argentina” dejó de correr en el año 2011. Pocos meses antes, dos cronistas viajaron casi 40 horas en el mítico convoy del Gran Capitán. De Buenos Aires a Misiones, una radiografía rodante de la Mesopotamia, hasta la frontera con el Paraguay. 

Por Nicolás G. Recoaro y Ariel idez

El que avisa no es traidor. “El horario de salida y circulación puede sufrir modificación por causa de fuerza mayor.” Esta advertencia figura tatuada, en forma de sello, sobre el boleto del tren N° 601, que promete llevarnos desde la Estación Federico Lacroze, a pasitos del cementerio de la Chacarita, hasta la ciudad de Posadas. La advertencia funciona como una suerte de petición de principios, un canté pri de la imprevisibilidad y los azares del camino. Un hombre con muletas que nos ve trasponer el molinete bañados en sudor por la corrida contra reloj desde la estación de subte lo resume aún mejor: “Mejor tómenselo con soda, muchachos. Van a viajar en el Gran Capitán.” Son, en efecto, las 11:20 y el tren, anunciado para las 10:50, brilla por su ausencia.

El pasaje recién se apelotona tranquilo a la vera del Andén N° 9. Son, al principio, una masa informe, los extras de una película que no se empezó a rodar. En un rato, no obstante, iniciaremos una convivencia de más de 30 horas y, si Tatita Dios y el Gauchito Gil están de nuestro lado, menos de 40.

A poco de mirar se recortan con facilidad algunos arquetipos: la madre de familia con su prole a cuestas, el borracho con su vino de cartón Bordolino, el mochilero new age, el hippie artesano, el aventurero beatnik libro en mano, el pendenciero de barrio, la que se escapa, el que se va, el que se vuelve. 11:45. Bajo una llovizna pertinaz, como una estrella que se hace esperar para hacer aún más aclamada y espectacular su aparición, precedido por la columna de humo que despiden los mil caballos de fuerza de su locomotora GM CU, el protagonista entra en escena, como para desmentir que “una tormenta puede ser más bella que una locomotora” y demostrar que hasta el eterno José Martí podía equivocarse.

Ahora, la mole rodante se aproxima parsimoniosamente hasta el andén y los pasajeros se incorporan y esperan de pie su llegada como si le rindieran sus respetos. Los que vamos a viajar te saludamos, Gran Capitán. Leven anclas. 

QUÉ TREN, QUÉ TREN

El tren surfea las vías de acero que atraviesan el Conurbano Bonaerense como una cicatriz del progreso. Así forma el Gran Capitán: un coche de primera, uno dormitorio, dos pullman, cuatro de clase turista, la pequeña cafetería, el dormitorio del personal, el grupo generador y la bodega. En su dilatado periplo, el tren recorrerá  los 1100 kilómetros del ex Ferrocarril Nacional General Urquiza hasta llegar a las coloradas tierras misioneras.

El ramal parido durante las tres últimas décadas del siglo XIX, con aportes nacionales y británicos, nació como medio de transporte vital para el Noreste argentino y, sobre todo, para alimentar la voraz (y agroexportadora) Cabeza de Goliat enclavada en el Puerto de Buenos Aires. Para 1912 su influencia crecía y arañaba la frontera con el Paraguay, pero también ayudaba a engordar las ganancias de los patrones ingleses y la oligarquía for export. En la década de 1940, Raúl Scalabrini Ortiz advertía:

“El ferrocarril puede ser el elemento aglutinador de una colectividad o su más pernicioso disgregador. Por eso, la actividad inicial de los pueblos que logran su conciencia propia es obtener el contralor inmediato de sus propios ferrocarriles.”

Perón cumplió el anhelo de la nacionalización de los ferrocarriles el primer día de marzo de 1948 y Evita dignificó el acto con un encendido discurso en la Estación Retiro. Años después, llovieron bombas sobre Plaza de Mayo y las automotrices norteamericanas metieron la cola con una fórmula nefasta: más rutas y menos vías. Después llegaron los años de la desinversión, el abandono y el golpe de nocaut al ferrocarril que le propinaron los cierres masivos y privatizaciones decretados durante los años del Menemato, del que el ramal mesopotámico no quedó ajeno, ya que fue cerrado en 1993. A pesar del abrupto parate, el Gran Capitán logró resurgir de sus cenizas diez años después.

Esta tarde de marzo del 2011, temporada baja, el convoy cobija unos 400 pasajeros, la mayoría con destino final en Posadas. Adrián, un guarda con cara de pocos amigos recorre el vagón picando boletos. “Estamos viajando en seis vagones, pero en diciembre y enero llegamos a los 14 coches, con casi 1200 personas a bordo. A pesar de la mala fama que nos han hecho, la gente nos elige por los costos. Es un equilibrio: el tiempo que vos perdés acá, lo recuperás en el ahorro, podés viajar con toda tu familia por la mitad de lo que te sale el micro (el boleto Buenos Aires Posadas cuesta $ 85 pesos en clase turista, contra los casi $ 300 del transporte automotor). Hay que aprender a cultivar la paciencia. Disfruten del viaje, caballeros”, explica el guarda con cierto tono zen, antes de proseguir su búsqueda de polizontes. 

PUENTE ZÁRATE BRAZO LARGO

Algo apunado, el Gran Capitán escala la empinada cuesta del Puente Zárate Brazo Largo. Dos pantagruélicos lanchones sacados de una versión mesopotámica de V, invasión extraterrestre flotan enmohecidos sobre el río. Son los ahora desocupados ferrobarcos que en el pasado capeaban la odisea de cruzar el Paraná Guazú, arrimando vagón por vagón de una orilla a otra. El pasaje se agolpa en las ventanillas degustando desde las alturas la magnificencia barrosa del Paraná. Juan L. Ortiz, el pequeño poeta más grande de estas tierras tramadas por aguas, puede explicarlo mejor: “De pronto sentí el río en mí / corría en mí / con sus orillas trémulas de señas, / con sus hondos reflejos apenas estrellados.” Bienvenidos a Entre Ríos.

VAGÓN MATEADOR

Puro mate con peperina. “En primera se está más fresquito, porque no va nadie”, dice Silvia, sentada sobre el añejo butacón de cuerina azul del vagón económico, mientras ceba paciente un infaltable amargo con hierbas serranas. Un día de hace unos 20 años, un poco cansada de las siestas y las cabalgatas por los campos entrerrianos, Silvia decidió dejar a su familia en su Domínguez natal y partir hacia el Conurbano. Allá la esperaban varios amores, varios desengaños y varios amores nuevamente. Silvia cuenta que desde 2001 es militante del Partido Obrero y que los últimos años los ha pasado trabajando en política y ayudando en tareas sociales en su barrio de Ituzaingo. De pronto hace silencio y se queda suspendida del paisaje: esa película del recuerdo que proyectan las ventanillas.

Hace pocos meses falleció su padre y sus restos están en el cementerio de Domínguez. Es la primera vez que regresa para vistarlo: quiere llevarle algunas flores y construirle una cruz “como Dios manda”. El sol va cayendo y el Gran Capitán navega, manso y tranquilo, entre un verde océano de soja transgénica.

ESTACIÓN LAS MOSCAS

A las 16:07 Larroque parece un paraje fantasma. Las calles asfaltadas vacías, los colores de las madreselvas brillando en el silencio, salvo algún perro que levanta modoso las orejas, salvo un paisano de boina pegado a una banqueta, salvo una mujer que pasa con su hija en bicicleta, se detiene un momento y le dice a la niña que salude al tren.

Los vagones del Gran Capitán están rigurosamente vigilados, pero las uniones entre un vagón y otro son una zona franca en la que se permiten ciertas libertades individuales, como tomar fresco sentado en la escalinata de acceso, de cara al viento y la nada informe del camino.

Poco antes de llegar a la localidad de Las Moscas suben los pasajeros menos deseados: tres gendarmes y su labrador negro entran al vagón y hurgan entre los bagallos del pasaje. Dos pibes que rasguñan una guitarra y cantan una canción romántica de Marco Antonio Solís son los primeros interpelados por los hombres de verde. Documentos, pasaje, requisa y el “muchas gracias” con cara de guerra se repite en el vagón popular. Algo decepcionados, los gendarmes se bajan en la estación del pueblo que homenajea al díptero más antiguo del planeta tierra. En el vagón se comenta que subieron “por si las moscas”.

GRAN CAPITÁN, BUENOS DÍAS

En los vagones del tren hay un cartel con el número de un teléfono celular, la “línea Gran Capitán”. La frecuencia homeopática del servicio y las imprevisibles vicisitudes que el tren afronta en cada viaje obligan a los futuros pasajeros a marcar este número para informarse por dónde anda el convoy y cuándo se producirá el anhelado arribo a la estación para abordarlo. Cuando alguien llama hace sonar el celular que descansa en el bolsillo izquierdo de la camisa Grafa azul del Señor Acuña. El hombre atiende y no dice hola, no dice qué tal, no dice quién habla, simplemente anuncia: “Gran Capitán, buenos días.” Acuña es alto, ancho, canoso, de buen porte y saluda con un apretón de mil HP. En el mundo del Gran Capitán su cargo no tiene nombre oficial, Acuña es simplemente el alma del tren.

“Yo en mi vida ferroviaria siempre he sido conductor de locomotora, de coche motor, he sido instructor. Cosas que he logrado gracias a que uno le pone un poco de constancia a lo que está haciendo. Porque esto te tiene que gustar. Yo siempre fui una persona responsable. De estar charlando ahora con ustedes y ver lo que está pasando”, dice Acuña mientras el tren devora kilómetros de vías y, como si fuera adrede, justo en ese momento lo llaman por el handy. “Te copio”, dice Acuña y se escucha una voz con fritura al otro lado. “Bueno, teneme al tanto”, responde el Gran Capitán y prosigue: “Esto es una responsabilidad. Laburo es una cosa y una responsabilidad es otra. Vos al laburo vas, cumplís ocho horas y si después se calló el techo y bueh, mala suerte. Acá no. Acá el lema mío es que el tren salga a horario, que llegue a horario. Estando en franco llamo por teléfono y les pregunto a los muchachos: ‘¿Por dónde andan?’, a ver ‘¿cómo están, qué pasó?’ Siempre estoy al tanto de por dónde y en qué condiciones anda el tren.”

Acuña se apasiona hablando de los desafíos que implica cada viaje: los 80 grados de temperatura que alcanzan los rieles “hasta torcerse como un fideo”, las hazañas para hacer funcionar a pleno el motor o el fantasma que recorre todo convoy: el descarrilamiento. “A veces lo encarrilamos nosotros, porque ahora acá no hay una velocidad brava. En el año ochenta y pico teníamos 120 kilómetros por hora. Le metíamos entre 12 y 15 horas. Eso ahora no se puede hacer por la falta de mantenimiento. Antes la Línea Urquiza tenía un hombre por kilómetro. En 1200 kilómetros había 1200 hombres.”

De pronto, Acuña pide disculpas y toma el handy. “¿Está todo bien?”,  pregunta, “Sí, arrancó de nada, arrancó bien”, le contestan al otro lado. “Ta bien, papito”, remata Acuña y retoma la conversación: “Si acá se hicieran las cosas como se tienen que hacer en tiempo y forma, ¿sabés los ferrocarriles que tendríamos? Un tren circulando a 120 kilómetros por hora, ponele 18 horas a Posadas, competís con el micro. Se puede, acá en la Argentina se puede todo.”

ESTACIÓN BASAVILBASO

Cae la noche sobre este pueblo de colonos entrerrianos. Esta es una de las paradas de reacondicionamiento del tren, de manera que el pasaje aprovecha para estirar las piernas, apurar una birra o un vino en cartón que no se podrá subir al tren y comer por un peso las empanadas de pollo, por dos la ensalada de frutas y por cinco los sánguches de milanesa que ofrecen las vendedoras ambulantes. Una precaria economía que se reconstruye cada vez que el tren vuelve a surcar el litoral.

Un muchacho que orilla los 30, morocho, el pelo al ras, se nos acerca y nos pide cerveza. Cuando le convidamos, como si sintiera que debe darnos algo a cambio, nos cuenta una historia de un padre perdido en Brasil que va a tratar de encontrar, de sus planes, de su oficio de chef, de noches de cocaína en Ibiza, pero el vaso se acaba, la luz del día se apaga, suena el silbato y el relato queda trunco: hay que decirle adiós al que tal vez sea nuestro único atardecer en Basavilbaso.

EL CUCHILLO DEL GAUCHO GIL

El sol se filtra por las hendijas metálicas de las ventanillas y los pasajeros se desperezan. El color de la tierra es prueba de que en la noche se ha cruzado la frontera y ya estamos en Corrientes. El cansancio se adhiere a los cuerpos de los pasajeros como el polvo del camino, pero es temprano y todavía falta cruzar una provincia entera antes de llegar a Misiones. Ramón recorre los pasillos, como durante toda la noche, aunque su uniforme de la empresa de seguridad Dogo no luce la pulcritud de la que hacen gala las fuerzas del orden. “Ya no trabajo para esta empresa, soy empleado del tren, pero lo sigo usando para imponer más respeto”, cuenta acodado al cartel de la estación en su ciudad natal: Paso de los Libres. “Para este trabajo tenés que ser guapo, una vez hasta me quisieron tirar del tren, un borracho al que le saqué el trago. Cuando son las fiestas del Gauchito Gil la hoja del cuchillo más chico no mide menos de diez centímetros, hay que saber manejar la situación”, dice el seguridad que basa su autoridad menos en la cachiporra que en sus dotes de persuasión.

De a ratos se le filtran fragmentos de su biografía: “Antes de entrar a la seguridad estuve en Gendarmería”. Cuando le preguntamos por qué abandonó a los hombres de verde, se sonríe, pícaro: “Menos pregunta Dios, y perdona.”

ESTACION SANTO TOMÉ

Adentrados en Corrientes la vegetación por momentos es tan cerrada que se aboveda sobre el tren, como si se tratara de un túnel vegetal y el sol apenas se cuela, ametrallado entre las matas de hojas. Basta asomar unos centímetros los dedos fuera de la ventanilla para sentir el roce de los tallos las hojas y los juncos.
La promiscuidad vegetal acaba trayendo complicaciones: en Santo Tomé el tren se detiene más de la cuenta y el guarda se apersona para informarnos que el plumerillo que se desprende de los arbustos tapó el filtro de aire; ahora hay que esperar que los bomberos lleguen en nuestro auxilio. La ululuante sirena de la autobomba arriba a la estación cortando en dos el silencio tórrido de la siesta. El bombero apunta y dispara el chorro a presión contra el filtro de la locomotora, pero el eterno Acuña le arrebata la manguera, se sube al lomo de la máquina y desde ahí dispara al mastodonte mecánico hasta destaparle los pulmones.

NARANJO EN FLOR

El su último tramo, el Gran Capitán bordea la provincia de Misiones y hay premio para el pasajero paciente: con sólo cerrar los ojos se puede disfrutar de un viaje aromático: los nenúfares y lotos de los esteros, el té de Las Marías, los cítricos de las haciendas. El ojo no se queda atrás. En el vagón popular dicen que aguzando la vista pueden distinguirse los carpinchos y yacarés que habitan los bañados. Nosotros no vemos más que la elegancia de una garza blanca y el reflejo del poniente sobre las aguas.

De pronto, descubrimos que Pindapoy no era un jugo ni algo para chuparse, sino una localidad misionera, famosa por sus naranjales. La estación luce un abandono ejemplar, pero las naranjas aún brillan en los árboles como si fueran de oro.

ESTACIÓN POSADAS

Treinta y dos horas después de haberlo abordado en Federico Lacroze, el Gran Capitán nos deposita, sanos y salvos, en Posadas y el hecho parece un pase de magia del progreso, uno de esos trucos viejos que todavía asombran.

Los pasajeros, cansados, se dispersan en la estación. Acuña, conocedor de las mil y una vicisitudes del recorrido, respira aliviado por otro viaje exitoso. Así se construye la leyenda del Gran Capitán, palmo a palmo, kilómetro a kilómetro.
La locomotora bufa y el tren se despliega en la vía como un gigante cansado, un titán que no sabe de modorras. Dentro de dos horas, partirá nuevamente hacia Buenos Aires.

LA SIESTA FORZADA

Pocos meses después de esta travesía, el Gran Capitán dejó de correr por las vías que surcan el litoral desde Buenos Aires hasta Misiones. El tren languidece desde noviembre de 2011 en la estación de General Virasoro, Corrientes, víctima del abandono estatal y también del vandalismo ciudadano. Letargo forzado. La siesta amarga del gigante.

Publicado en Revista Invisibles Junio de 2019.

 

El lector

A menudo escuchamos a escritores que dicen que no les interesan los lectores, que no piensan en ellos, que los lectores los tienen sin cuidado. Mienten. No hay autor que se precie que no escriba ni una línea sin pensar en el lector. Aunque sí es verdad que se piensa en los lectores de formas muy diferentes según el caso. Esto no significa en absoluto que haya que escribir para los lectores, pensando en complacerlos, o en no ofenderlos, temiendo sus opiniones o sus juicios. Imagino que es eso a lo que se refieren los escritores que dicen que no les preocupan los lectores y, en ese sentido, tienen razón. Pero eso no implica escribir para uno mismo o ignorar que lo que se escribe está destinado a ser leído por otra persona, es un hecho que escribiremos muchos mejores textos si tenemos en cuenta al lector que si lo ignoramos por completo.

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El cuento y la novela tienen muchos elementos en común: se inscriben en la narrativa, están escritos en prosa, nos presentan una historia que se desarrolla a partir de una serie de personajes. Sin embargo, esas similitudes no deben hacernos perder de vista las radicales diferencias entre ambos formatos. Y no se trata solo de las más evidentes, como la extensión, sino de otras más sutiles pero tanto o más importantes, como su modo de funcionamiento. El cuento y la novela trabajan de modo distinto. Destinaremos este artículo a entender cómo opera el cuento.

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