“La presentación de un libro es siempre una ficción o un imposible, ya que exigiría analizar y exponer una trama que no conviene anticipar a quienes aún no lo han leído, según dictaminó Borges en un célebre epílogo. Para no incurrir en ese spoiler, aquí solo puedo decir que en el maravilloso y raro artefacto construido por Ariel Idez se encontrarán presentaciones imposibles de once libros improbables, entre ellos un e-book cuyas palabras se desvanecen a medida que se las lee hasta llegar a la página en blanco, los “poemas argentinos” de un poeta chino que atiende la fiambrería de un supermercado y que no entiende una sola palabra del presentador, los covers literarios de un audaz plagiador, un Manifiesto inutilista y, en general, una reivindicación de la caída, la pérdida y el goce de escribir contra la demanda y la obligación al éxito. Tal sería el paradójico triunfo de esta presentación de presentaciones, la alquimia que vuelve materiales a esos libros que no hemos leído y que probablemente nunca llegaremos a leer.”
La novela de Idez toca todas las notas de la obra de Aira: los dobles, la ficción de etnografía urbana, la habitual estructura de thriller y aventura con batalla coreográfica final, los detalles de exotismo oriental (hay chinos invasores y taiwaneses peronistas) y el final escatológico, cuyo catalizador es Aira transfigurado en enemigo público y Sabio loco.
Pero más allá del dominio perfecto de estos elementos “de armado”, el mérito principal de Idez es acertar donde fracasaron los epígonos: el calco de la prosodia, de los juegos retóricos que apuntan a la perplejidad, de la ficción vertiginosa de paradoja. Todo eso que en algunos se hacía ripio se vuelve gracia y parodia en la prosa de Idez, lo que produce una especie de mareo crítico: juego del burlador burlado, homenaje y exorcismo, La última de César Aira copia tan bien el funcionamiento de la frase aireana que por momentos hace sentir el mareo del Pierre Menard, esa doblez en el que ya no sabemos de dónde viene ni qué valor tiene lo que leemos, multiplicando las preguntas que la propia obra de Aira le dejó como una bomba insidiosa al indefenso campo crítico.
Un volumen de cuentos sólido y bastante entretenido
La ciudad de Buenos Aires se sume en el terror absoluto, el tema se instala en la agenda mediática, los vecinos no quieren salir manejando a la calle, porque cualquiera puede ser un peatón suicida. Pero ése es sólo uno de los notables cuentos que integran No vas a ser astronauta. Ariel Idez sabe muy bien cómo manejar el ritmo y el salto de géneros en su primer libro de ficción, un volumen de cuentos sólido y bastante entretenido. No vas a ser astronauta se abre con “La falla”, un diálogo corto entre un médico y su paciente que sufre un raro caso de división aguda. Después sigue con el ya mencionado “Modus operandi” para caer en el cuento central del volumen que le da nombre al libro. Pero todavía falta la carnicería. De los placeres de la carne, se pasa a “Carne”, el cuento más largo y tal vez el más recordable. Un cuento irreprochable por donde se lo mire, mordaz y cómico, no tiene nada que envidiarle a la literatura de Cortázar o Aira.
Ariel Idez
2015 – Ministerio de Cultura de la Nación
Libro que integra la colección “Leer es Futuro”, editada por Ministerio de Cultura de la Nación. Esta colección de narrativa se haya integrada por 21 libros con cuentos de 18 escritores noveles, ilustrados por jóvenes dibujantes, con el objetivo de difundir sus obras, fomentar la lectura y federalizar la palabra.
El libro se distribuyó de forma gratuita en las diferentes actividades culturales que realizó el Ministerio en todo el país y también puede leerse en línea.
Relaciones entre literatura y psicoanálisis, omnipresentes en la revista.
Mil veces más citada que leída, esa sola condición le habría bastado a “Literal” para convertirse en un mito. El autor de esta investigación sitúa con precisión el nacimiento de la revista en el contexto político y el clima cultural de los primeros ’70, detalla las lecturas e influencias de su grupo fundador y da cuenta de las fricciones que este proyecto tuvo con otras poéticas de la época. Sin descuidar estas tensiones, el interés de este libro se concentra en las relaciones entre literatura y psicoanálisis, omnipresentes en la revista, y en la identificación de los dos enemigos predilectos de “Literal”: el realismo y el populismo estético.
La novela Los pichiciegos, de Rodolfo Enrique Fogwill, pone en escena el testimonio de un ex combatiente que junto a un grupo de compañeros se oculta en una cueva subterránea para sobrevivir a la guerra de Malvinas y a sus superiores militares. Entre las circunstancias que rodearon a la escritura de la novela, se destaca su simultaneidad con el conflicto bélico. Ese “mito de origen”, construido y alentado por su autor, es uno de los motivos de indagación de este trabajo. El presente artículo se propone reconstruir las condiciones de producción de la novela y postula que el texto no sólo se articula con su presente y como una “anticipación” del porvenir, sino que también tiende redes hacia la tradición literaria argentina. Por otra parte, el presente trabajo se propone reconstruir el debate sobre Malvinas en el campo intelectual para alentar la lectura de Los pichiciegos como una intervención en ese debate, que se vincula con posiciones ya existentes a las que dará una forma ficcional. Finalmente, el presente artículo procura leer la novela a partir del argumento de Jacques Rancière de una “repartición de lo sensible” que dispone ciertos lugares de lo decible y lo visible. Los pichiciegos funcionaría como una intervención política en tanto dispositivo estético que cuestiona estos lugares para proponer una nueva distribución en el orden de lo decible y visible sobre la guerra de Malvinas.
El agua corriente es salada en General Villegas. Es lo primero que advierto, cuando me quiero enjuagar la boca seca por los quinientos dieciocho kilómetros recorridos desde San Rafael, Mendoza. Me lavo los dientes, junto el agua de la canilla haciendo un cuenco con las manos, me las llevo a la boca, hago un buche y, siento, de pronto, el gusto a salitre. Por lo demás, todo es nuevo y lustroso en el flamante hotel Eben Ezer. En la recepción, una huésped felicita al gerente por las instalaciones y acto seguido le pregunta:
_¿Y quién se hospeda acá? –como si en verdad quisiera saber para qué hacen un nuevo hotel en Villegas, cuando ya cuentan con uno, dos, tres. El gerente explica sin sacarse la sonrisa de la cara que auditores, viajantes de comercio, ingenieros agrónomos, gerentes bancarios y, por supuesto, gente de paso que hace noche a mitad de su camino hacia acá o hacia allá, a la montaña o a la costa, como esa misma mujer, como mi pareja y yo. Read More
César Aira cumple 70 años y 100 libros publicados. A ritmo de una página por día, desencadenó un tsunami de “novelitas” que dinamitaron nuestras letras.
Por Ariel Idez
¿Existirá César Aira? Su obra es tan inverosímil, su figura tan evanescente, que podríamos dudarlo. El problema es que si no existiera solo podría haber sido inventado… por César Aira. La realidad a regañadientes se empecina en demostrarnos que nació en Coronel Pringles el 23 de febrero de 1949, que vive en Flores desde 1967 y que desde hace una cantidad indefinida de años, pero digamos desde sus veinte para continuar con los números redondos (aunque probablemente desde antes) escribe una página diaria y esas páginas se acumulan sobre todo en novelas (o “novelitas”, como él ha dado en llamarles) y también en cuentos, ensayos y alguna que otra obra de teatro que ya superan el centenar de títulos. Pero más allá de la curiosidad gimnástica debemos detenernos en el asombro poético, en la iluminación profana que la lectura de esos textos nos ha deparado y nos deparará; en que a lo largo de setenta años Aira ha compuesto cien formas de la felicidad.
Cien novelas en setenta años, ¿cómo es posible? El propio Aira ha procurado disminuir la hazaña al hacer referencia a su método, que consiste en escribir una página diaria, todos los días: producción literaria en dosis homeopáticas, y a que sus libros son muy breves, de unas cien páginas promedio, por lo que equivaldrían a publicar una novela anual tamaño estándar. El hecho es que esas páginas se acumulan y a lo largo de cincuenta años suman 18250, algo menos que las 11.100 de sus primeros cien libros, que requerirían casi catorce días de lectura ininterrumpida. Treinta y nueve editoriales de Argentina e Iberoamérica se han hecho cargo de esas primeras ediciones, que a un promedio de 500 ejemplares (sin contar reediciones ni traducciones), suman cincuenta mil volúmenes. Aira es una biblioteca, una industria cultural, una literatura de un solo hombre.
Pero los números apabullantes de este balance no deberían hacernos perder de vista el valor de los activos: Aira podría haber quedado en la historia de la literatura argentina con uno solo de sus libros, como La liebre o El sueño o Varamo, cada uno de ellos contiene en potencia al resto, el tema es que en Aira la potencia se pega al acto, y todo se materializa, crece, se agiganta, se acelera. Una producción como la suya hace pensar en la ausencia de una vida, al menos de una vida “de novela”. El centenar de libros logra hacernos creer que su autor ha volcado todas sus experiencias, sus observaciones, sus emociones más fuertes y perdurables en la composición de su página diaria, como si el resto fuera un decorado, necesario pero prescindible, materia prima para ese momento de prodigiosa iluminación cotidiana. La biografía de Aira es su catálogo, no casualmente recopilado por Ricardo Strafacce, biógrafo del maestro de Aira, Osvaldo Lamborghini, como si uno fuera el reverso del otro.
En este trabajo de hormiga Aira parecer haber resuelto muy pronto problemas y conflictos con los que otros escritores luchan toda su vida, como el terror a la página en blanco, el miedo a repetirse o la angustia por la “calidad” de su obra. Lo logró inventando un procedimiento, en el que combina poesía, pensamiento e inventiva. Maestro en el arte del comienzo, cualquier cosa, un chiste, una anécdota, una frase escuchada al pasar, parecen servirle para empezar una novela. En las primeras páginas, sus ficciones tienen un falso aire realista, e incluso costumbrista, pero conforme avanza la trama, se van enrareciendo al calor de invenciones, prodigios, fabulaciones y razonamientos inverosímiles aunque de estricto rigor lógico. Las acciones toman velocidad hasta una aceleración final, vertiginosa, en la que se funden en finales apocalípticos, fulgurantes. Lo que Aira repite es el procedimiento, una y otra vez, pero aplicado a diferentes materiales arroja siempre resultados distintos. Según sus palabras, nunca corrige, tampoco descarta, si se cansa de lo que está escribiendo, apura la historia, “liquida” el final y vuelve a empezar…una nueva novela: la indefectible disconformidad con su propia obra que aqueja a todo escritor, en lugar de paralizarlo, lo impulsa a seguir escribiendo.
El volumen de la obra airiana ya opera por su cuenta y produce sus propios efectos, ajenos a la intervención del autor. A la edición de su catálogo (que ejerce la fascinación del álbum de figuritas para adultos), se suma un diccionario que compila sus ideas: Ideario Aira, obra de Ariel Magnus. En esa línea podríamos postular también una topología airiana que describa la geografía de sus ficciones. En ese mapa de calor arden al rojo el barrio de Flores (con epicentro en su propia casa, cuya dirección es revelada en varias de sus novelas), el pueblo bonaerense de Pringles y sus aledaños pampeanos, pero se suman asimismo enclaves tan disímiles como la ítsmica república de Panamá o el exótico Punjab hindú. Algunos lugares ejercen una atracción tan fuerte sobre la composición que llegan a conformar un ciclo, con sus propias características. El ciclo de Flores, con La guerra de los gimnasios, El sueño, La villa, Delivery, entre otras (muchas más), el ciclo de Pringles con El tilo, Cómo me reí, Cómo me hice monja, La cena, el delicioso ciclo de Panamá con El mago, Varamo. La princesa primavera. Como puntos en ese mapamundi advertimos banderines en Rosario, Mérida, el África subsahariana. Al planeta airiano también se puede entrar por el atlas de sus ficciones.
Maestro en el arte de la improvisación, al leer sus libros tenemos la impresión de que inventa la historia a medida que la escribe, y que una línea ignora cuál será la siguiente, cómo si disfrutara desafiándose: “a ver cómo salís de esta”. Y siempre sale: resuelve los problemas que le presenta esta invención constante con nuevas invenciones, lo que ha dado en llamar el método de “la fuga hacia delante”, pero no hace trampas ni abusa del deux ex machina, trabaja siempre con las cartas que ha puesto sobre la mesa en las primeras páginas, lo que al final produce un efecto de improvisación premeditada. A decir verdad, el principal tema de Aira, el que atraviesa toda su producción es su propia obra. Por eso, cada novela amplía el tema a la vez que lo precisa. Ningún autor ha reflexionado tanto sobre sus propios mecanismos generativos, tal vez porque el propio Aira sea un enigma para sí mismo y escriba para comprenderse. Sus novelas traen sus propias instrucciones de uso y forman a sus propios lectores, a los que inventan como profecía realizada. Esas novelas están hechas, en partes iguales de pensamiento, poesía e imaginación; ninguna deja que la otra se imponga: ni novelas “de ideas”, ni de “aventuras”, ni “prosa poética”, novelas airianas al fin; máximo anhelo de todo escritor: devenir adjetivo, convertirse en su propio género.
Esas novelas nos recuerdan, una y otra vez, algo que nunca deberíamos olvidar: que la literatura es una zona de libertad, invención, fábula y poesía en la que todo nos está permitido. Su lectura distorsiona y extraña el automatismo cotidiano, colorea la grisura de los días, inventa mundos posibles que brotan como hongos del que habitamos con resignada constancia; objetivo primero –y último– del arte.
El sábado 23 la Biblioteca Nacional organizará un gran festejo. Canonización definitiva y en vida para un autor que muchas veces fue mirado de soslayo por ciertas zonas del campo literario. No hay caso: Aira triunfó por prepotencia de trabajo; puede sustraer su cuerpo detrás de su obra y de seguro se ausentará –a la Blanchot– de su propio homenaje. Aquellos a quienes nos hace felices –sus lectores– solo le pedimos que complete su página diaria.
Escribió Nanina y fundó la mítica revista Literal. Pero Germán García fue ante todo un gran conversador, que ayudó a pensar el psicoanalisis en Argentina.
Cuenta María Moreno que cuando Jacques Lacan lo conoció en su estudio parisino le hizo una simple pregunta: “¿De dónde viene?”. Germán García respondió sin dudar: “De la literatura”. Pasajero en tránsito de la literatura al psicoanálisis, escritor, ensayista, analista, polemista, conversador infatigable y deslumbrante, García fue autor de una extensa obra y una intensa vida, que se apagó el miércoles 26 de diciembre, un día después de cumplir los setenta y cuatro años.
Germán García fue parte de una estirpe fundada por Sarmiento: la de los intelectuales que se hacen a sí mismos, aquellos que nacen lejos de los centros de poder, sin respaldo familiar ni contactos. Nació en 1944 en Junín, hijo de un obrero metalúrgico, y en 1961 llegó a Buenos Aires para eludir una novela familiar que le tenía asignado el papel secundario de mecánico automotriz. Se encontró con los swingin sixties porteños, la vanguardia del Di Tella, la “manzana loca” de Marcelo T. de Alvear, Alem, Viamonte y Maipú, los boliches del bajo: el Moderno y el BárBaro. Pero, sobre todo, los bares de Calle Corrientes: La Giralda, el Politeama, La Paz, El Ramos, El Paulista, La Ópera. En esas cátedras bohemias donde se ejercitaba el arte de la chicana y la réplica feroz entre la neblina del tabaco, García forjó y veló las armas de la polémica, trazó alianzas y conoció maestros como Ricardo Zelarayán, que lo mandó a leer a Macedonio Fernández y Witold Gombrowicz.
A salto de mata entre “fantasías urdidas en las largas noches frías de alguna pensión”, un jovencísimo García escribe en esas chambre de bonne porteñas las páginas de su primera novela mientras lee todo lo que se lo pone enfrente. Nanina sale en 1968 precedida por una campaña de prensa que incluye elogios de Rodolfo Walsh y el semanario Primera Plana. La editorial Jorge Álvarez le hace honor a su impronta pop con una tapa que emula las serigrafías de Warhol y multiplica los retratos del sonriente autor. Más selfmademan novel que novela de iniciación, la historia del joven que huye del pueblo bonaerense para escapar al destino familiar y hacerse escritor es una profecía autocumplida que interpela a los lectores: agota tres ediciones y vende doce mil ejemplares hasta que un juez del Onganiato la encuentra obscena, confisca los ejemplares e inicia un proceso que condenó al autor a dos años de prisión en suspenso. Como Flaubert y Joyce, García también afrontó su propio juicio por ofender la moral y las buenas costumbres.
En ese mismo año, mientras ardía París, el autor de Nanina conoció a su “enemigo íntimo”, Osvaldo Lamborghini, y ambos trabaron una amistad con forma de alianza intrigante. En 1969 García gestionó la publicación de El fiord, de Lamborghini, un texto breve y revulsivo, que producía el impacto del parto contra natura de una nueva literatura y escribió un epílogo “Los nombres de la negación”, que firmó con el seudónimo Leopoldo Fernández (su segundo nombre y su apellido materno) para eludir una segunda condena. El fiord, a diferencia de Nanina, tuvo una circulación restringida al gueto literario. Entre sus célebres lectores estaba Oscar Masotta, importador de novedades teóricas, a quién le llamó tanto la atención el epílogo que invitó a García a sus cursos sobre Lacan. Ahora la literatura llevaba al psicoanálisis.
Entre fines de los sesentas y principio de los setentas Germán García parece vivir varias vidas en esa Argentina acelerada y recalentada a temperaturas que amenazan con la fusión de política y literatura. Colabora con la revista Los libros y llega a ocupar el consejo de dirección junto a Beatriz Sarlo, Carlos Altamirano y Ricardo Piglia, quien anota en su diario: “Me encuentro con Germán García, el único en el que veo una inteligencia que funciona rápido”. La inteligencia veloz lo lleva a abandonar Los libros, descontento con su “ascensión a los extremos” y convencido de la necesidad de organizar un nuevo proyecto suma a Luis Gusmán a su dúo con Lamborghini y con esa formación de power trío arma la revista Literal.
Con solo tres volúmenes publicados entre 1973 y 1977 Literal pasa casi desapercibida para sus contemporáneos pero plantará una huella indeleble para las generaciones futuras. Canto del cisne de la vanguardia, Literal reconstruye la tradición, lee a Borges a través de Witold Gombrowicz, instala a Macedonio Fernández, mezcla teoría con ficción, psicoanálisis con literatura, defiende la autonomía de la literatura y enfrenta al realismo y al populismo que identifica como males de su época. Sus artículos sin firma se sostienen en la potencia de su escritura y sus intervenciones abonan el suelo fértil de un campo literario en el que años después germinarán las obras de Perlongher, Aira, Fogwill, Laiseca, Bizzio y Guebel, entre otros. García se reserva el primer artículo y abre la revista con una frase inolvidable: “La literatura es posible porque la realidad es imposible”.
Amante de las “máquinas institucionales”, en 1974 García funda con Masotta la Escuela Freudiana de Buenos Aires mientras da pelea para independizar al psicoanálisis de la tutela médica: “Quienes pretenden adoptar una posición revolucionaria en psicoanálisis no se han detenido a sacar las consecuencias de la subordinación del mismo a la medicina”, escribe en Literal. Exiliado en 1979 sigue la estela de Masotta, teje redes en España y continúa su formación en París. Regresa al país en 1985 y su ingeniería institucional lo lleva a fundar la Biblioteca Internacional de Psicoanálisis (BIP) y la revista Descartes, que a partir de 1992 se convertirán en la Escuela de la Orientación Lacaniana (EOL) y la fundación Descartes, ejes de su trabajo de investigación, formación y transmisión psicoanalítica de ahí en adelante.
En 1974 fundó la Escuela Freudiana de Buenos Aires. El primer libro de Germán García fue de conversaciones: Hablan de Macedonio Fernández. Para quienes lo conocimos, al igual que con Macedonio, nos queda fija su marca indeleble de maestro oral, cultor del arte de la conversación, que despachaba autores y conceptos como quien habla de parientes con una sabiduría campechana. Polemista que templaba sus ideas al calor de la discusión, capaz de llamar intempestivamente a un autor para discutirle una idea deslizada en una línea del texto, muchos de sus ensayos y novelas tiene ese tono conversado en el que las ideas van y vienen, se superponen, se improvisan y se discuten como al calor de una charla. La publicación de Palabras de ocasión reúne sus entrevistas de 1969 a 2015 y repone parte de esa riqueza. De Hablan de Macedonio Fernández a Habla Germán García.
De la literatura al psicoanálisis, de Junín a Buenos Aires, de Buenos Aires a París, siempre llevando y trayendo del margen al centro, en tanto psicoanalista, ¡zas! escritor. Varios títulos de sus novelas aluden a traslados o viajes y en esos textos siempre hay un vaivén, un ir y venir en el tiempo y el espacio. La via regia, Parte de la fuga, la póstuma En la vía (cuyo original descansa sobre el mostrador de la editorial Mansalva, listo para entrar en prensa). En su última novela, Miserere, Germán García volvió a visitar los años sesentas en unas memorias ficcionalizadas (como si alguna no lo fuera) que terminan con elocuencia. Como en los congresos y jornadas que organizaba, siempre será mejor dejarle a él las palabras de cierre:
“Me reí de una ocurrencia que ya no compartía con nadie. Esa es la historia perdida, sin olvido, que visita el presente. Todo está en su lugar”.
El comienzo es uno de los momentos claves de un texto literario. Prueba de esto es que si lo intentamos, seguramente podremos recordar muchos más comienzos que finales de cuentos y novelas. Pero además, el comienzo reúne características únicas y cruciales; las decisiones que se tomen ahí afectarán al resto de la obra. Read More