Los domingos en familia

A veces pienso en todo lo que se le pide a la literatura -y en todo lo que la literatura se demanda a sí misma-: ser original, “trascendente”, pintar la aldea, dar cuenta de una época, “cambiar la vida” de quien la lea, “revolucionar el lenguaje”. A veces pienso que estas demandas desmesuradas resultan aplastantes y muchos de los textos y autores que procuran estar a su altura terminan alumbrando bodriazos infumables.

Hace tiempo pienso en el fenómeno de Los sorrentinos, la primera novela de la joven autora Virginia Higa que ya va por su cuarta reimpresión y se ha transformado en un modesto fenómeno de ventas, pequeño milagro editorial argentino. Los sorrentinos cuenta la historia de la familia Vespolini, fundadora de la “Trattoria Napolitana” donde se inventó el plato que da nombre al libro y que se popularizó hasta convertirse en un clásico de restaurantes y fábricas de pastas en todo el país.

Tal vez de esta presentación se deduzca que el suceso de Los sorrentinos se debe a su carácter “subliterario” pero yo creo que es más bien al contrario, son las virtudes literarias y los aciertos de su autora los que hacen de la modesta saga familiar de los Vespolini un relato delicioso e imposible de soltar una vez que se ha probado el primer párrafo. Es cierto que el libro cuenta “una historia real”; la existencia de un referente concreto (la Trattoria Napolitana, la ciudad de Mar del Plata, los integrantes de la familia) nos hace pensar en un exponente de la “no ficción” (tal vez el nombre más espantoso jamás creado para nombrar un género). Pero también en este caso opino lo contrario: en lugar de utilizar recursos y herramientas de la ficción para contar un hecho real, Virginia Higa utiliza las técnicas de recolección de información del periodismo y la etnografía (la entrevista en profundidad, la observación participante, la consulta de archivos) para alimentar el plano de la ficción. Nadie va a pedirle constataciones a los datos de Los sorrentinos: es una novela con todas las letras.

Me gusta de Los sorrentinos la modestia de sus ambiciones, la ambición de su modestia. Me parece muy bien que la literatura se aparte de la realidad y se concentre en lo único y extraordinario, en la fantasía desbocada y la lengua desatada, pero también me gusta que, de tanto en tanto, la literatura le hable a los lectores de lo que sucede a su alrededor, que aborde lo “infraordinario”, que permita “ver lo cotidiano con otros ojos” ¿no era ese acaso el emblema del arte según el teórico de la vanguardia Victor Schklovski? ¿Y qué más cotidiano que la comida a la que, con suerte, acudimos cuatro veces al día todos los días de nuestra vida? Si el alimento es, según Levi Strauss, uno de los puntos clave en el que la necesidad natural se aparta para dar paso al arbitrio de la cultura, ¿no podríamos encontrar ahí una clave de nuestro modo de ser, de nuestra propia identidad? Y por más que piense, recuerdo pocos, no digo libros, si no al menos escenas, en las que el modo de alimentarse juegue un papel importante en la literatura argentina (se me vienen a la memoria las picadas y los asados saereanos, pero estetizados a tal punto que ya casi se convierten en otra cosa).

Tal vez, el único antecedente válido sea, justamente, un artículo periodístico, del más literario de los periodistas, “Restaurantes”, de Enrique Raab, un alucinante tour de force por los negocios gastronómicos marplatenses en los que Raab describe las milanesas de una rotisería como si estuviera ante un cuadro renacentista: “impecables, de una delgadez acartonada, parejamente doradas en cada centímetro cuadrado de su extensión” y en el que concluye que “una obsesión que hostiga al turista, ni bien llega a Mar del Plata, es la comida”. De esa obsesión por la comida, por lo que comemos, por cómo lo que comemos nos constituye mucho más de lo que tenderíamos a pensar, también nos habla este libro.

Como toda buena novela, Los sorrentinos está construida alrededor de (al menos) un gran personaje, en este caso se trata de “El Chiche” Vespolini, centro gravitatorio alrededor del cual orbitan todos los otros personajes que a su lado siempre resultan secundarios pero cuyo arco narrativo Higa sintetiza con destreza en un capítulo, una página, un párrafo, dotándolos de profundidad e interés. La historia de Los sorrentinos es sobre todo la historia de El Chiche, que convirtió esa trattoria en su propio principado, donde reinaba a voluntad. La autora comprende a la perfección que la novela es un arte verbal y, así, conocemos a Chiche a partir de su forma de hablar, de su “dialecto privado” que se nos vuelve familiar, al punto de incorporarlo casi inconscientemente. Ese lenguaje familiar como latín privado del que nos habla Natalia Guinzburg en el acertadísimo epígrafe y que seguramente evocará el eco de las propias palabras familiares en el lector.  Higa entiende a la perfección que el sentido de una palabra es su uso en el lenguaje y así términos como carpi, catrosho, papocchia, sciaquada, chinasos  pasan del dialecto napolitano a la boca de Chiche y de ahí a la propia voz narrativa de la novela en una decisión tan riesgosa como acertada.  Si el ritual en su repetición tiene la función de vincularnos de forma extraordinaria con la tradición y los ancestros, son la comida y el lenguaje quienes nos conectan y nos mantienen en contacto con quienes nos precedieron, sean estos italianos del sur, judíos polacos, coreanos del centro, bolivianos de El Alto o llaneros venezolanos.

Pero el Chiche no está solo, aunque su figura recorra la novela de principio a fin (hasta un final, dicho sea de paso, cinematográfico y emotivo), está acompañado por una galería muy nutrida de personajes secundarios, la mayor parte integrantes de la familia Vespolini: el hermano Umberto que inventó los sorrentinos, las hermanas Electra y Carmela, que guardan el secreto de su cocción, el cuñado Elvio, la sobrinas Virginia y Dorita, los amigos catroshos, el bioquímico Pepé y el párroco Adelfi, la “gorda” Montero, el mozo Mario, cada uno tiene su lugar y su arco narrativo. Higa logra hacer literatura con el anecdotario familiar, sazonando lo justo de cada historia para que capture al lector sin empacharlo, con ese aire de la comedia italiana en el que hasta lo trágico tiene un costado, cuando no cómico, al menos grotesco o desmesurado.

Otro acierto de Los sorrentinos es su manejo del tiempo. La autora casi no brinda coordenadas temporales, es más bien el contexto el que, a veces, permite conjeturar la época, como el auge del “turismo sindical” que lleva a la ruina a Elvio y desborda las mesas de la trattoría o el alunizaje norteamericano que forja otro leiv motiv de El Chiche: “our boys to the moon”. La novela avanza y retrocede en una temporalidad esfumada al vaivén de la evocación y muchas de sus escenas podrían adjudicarse a cualquier época, o a una época indefinida, aunque más o menos próspera, de auge del turismo y de la ciudad de Mar Del Plata, siempre presente como fondo escénico de la historia a través de sus propias metamorfosis (la aristocrática de los años veinte, la popular de los cincuenta y sesenta, la farandulera de los ochenta).

Pero si Los sorrentinos es un plato literario que se devora de un solo bocado (o de una sola sentada) es sobre todo gracias al estilo de Virginia Higa, que combina en dosis exactas sutileza con precisión y construye una voz narrativa “suave como una nube” que fluye con la naturalidad de lo muy trabajado. Los sorrentinos es uno de esos libros en los que no encontraremos frases para el subrayado, ahí donde la escritura cede a la vanidad del solo instrumental. Ante la maraña de personajes, familiares, anécdotas, jergas y sucesos, la autora presenta una historia que no pareciera poder contarse de otra forma y que no se puede soltar una vez masticado el primer párrafo. Uno de sus grandes aciertos y que vuelve tan dinámico el libro es que su prosa musical combina con sabiduría la descripción y la narración, adjetiva como si salpimentara, alterna la extensión de los párrafos y las oraciones, corta y remata escenas con grandes líneas de diálogo. Como cuando presenta a los grandes amigos de El Chiche a través de sus gustos culinarios:

“El Chiche se consideraba catrosho y tenía montones de amigos que también lo eran, entre ellos un bioquímico célebre, un arquitecto que iba los viernes a comer escalopes a la marsala y Adelfi, un cura fanático de la música clásica que protestaba cuando venían reblandecidas las galletitas Ópera que acompañaban su helado”.

Y qué mejor manera de terminar esta reseña que con una visita a la “Trattoria Napolitana”, en una vuelta de la ficción a la realidad. Así lo hice en mi primera visita a Mar Del Plata tras leer el libro y previa reserva, porque su salón se sigue llenando noche tras noche. Experimenté así el curioso efecto de ingresar en la Trattoría no para conocer, sino para reconocer, ahí estaba aquella escalera cubierta con una alfombra verde que El Chiche subía cada tarde cuando cerraba el primer turno, la cocina abierta donde se amasaba la receta secreta a la vista de todos, la “mesa de la familia”, donde los actuales dueños (un hombre de mediana edad, de reluciente calva afeitada y su mujer, una rubia que recorría el salón con la soltura de la autoridad) cenaban al mismo tiempo que sus clientes. Bajo un enorme póster de la isla de Capri, en una mesa casi en la entrada, como corresponde a un recién llegado, degusté los inevitables sorrentinos. Qué plato más argentino que una pasta con nombre italiano alumbrada en una ciudad pesquera y convertido en novela por una escritora con apellido japonés.

Como diría el buen Borges, nuestro patrimonio gastronómico es el universo.

Las fotos

Hace unas semanas hice un hallazgo singular. Caminaba por la calle Hidalgo rumbo al Parque Centenario cuando observé, junto a un container, una serie de papeles. Lo primero que me llamó la atención fueron unas revistas First, pero observando mejor vi que el asfalto estaba tapizado de fotos antiguas en las que se repetía la imagen de un hombre solo, junto a amigos y con una mujer, con diferentes paisajes de fondo. Cuando me agaché descubrí, bajo las revistas una serie de cartas. Fui a mi casa, volví con una bolsa y recogí todos esos registros de una vida (acaso dos) que alguien había decidido tirar a la basura. Ya en mi casa, desplegué las fotografías sobre la mesa: en su reverso muchas llevaban el año escrito de puño y letra y, en algunos casos, una dedicatoria: 1953 A mi querida Cholita. ¿Quiénes eran? ¿Por qué no había fotos ni cartas más allá de la década del 50′? ¿Qué había sido de sus vidas? El misterio se desplegaba sobre la mesa junto a las imágenes y las cartas. Como si fuera un acto propiciatorio, ese hallazgo me decidió a comprar y leer el bellísimo libro Las fotos de Inés Ulanovsky, gracias al cual supe que las “fotos encontradas” son un género con miles de adeptos alrededor del mundo.

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Mita

Para Diego Gerzovich y Daniel Mundo

La palabra Mita fue uno de los más grandes misterios lingüísticos de mi infancia. La vi previsiblemente por primera vez en 1985, grabada en el pecho de los jugadores del Club Atlético Independiente y allí estuvo alojada durante más de siete años. Revelar paulatinamente ese misterio es el propósito de estas líneas.

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Fernando Pugliese: el maestro del hiperrealismo

La calle Darwin al mil tiene su propia evolución de las especies: un día hay un elefante de tres metros en la vereda. Otro día es un león, un inmenso gorila, un ciervo con astas de doce puntas o una bandada de flamencos rosados. Los vecinos ya se han habituado a ver barcos fondeados en el asfalto, a veces incluso con sus marineros a bordo, y su capitán tocando el piano. Esta distorsión de la realidad es ocasionada por el vórtice que produce el estudio y taller de Fernando Pugliese, tal vez el artista más popular y menos conocido de la ciudad. Una jirafa, un par de cebras y una tropilla de briosos corceles saludan desde el balcón de una edificación de tres plantas que hace esquina en Darwin y Castillo, pero la auténtica sorpresa está reservada para aquel que atraviese la puerta (el portal) de rejas blancas y se interne en el estudio de este maestro de la escultura hiperrealista. Allí dentro, la Mona Jiménez y Rodrigo bailan cuarteto junto a la reina Isabel. En los anaqueles no hay libros sino cabezas, una junto a la otra, petrificadas en un gesto vital (un tic, una mueca, una sonrisa). Una escalera circular de gastados peldaños de madera cruje mientras sale al paso una galería de pinturas de maestros flamencos y, una vez, en el primer piso, un saloon del lejano oeste en el que Frank Sinatra se toma un trago con el Che Guevara y Donald Trump, servidos, detrás de la barra, por el gaucho Martín Fierro. Al otro lado, un escenario (como si algo no lo fuera en este lugar) con piano de cola, maracas y tambores. Y baúles y barriles y farolas y navíos y caras y más caras y máscaras con mil ojos interrogantes y, en el centro puntual de esta alucinación, un explorador del África subsahariana, vestido con su impecable camisa blanca, su sempiterno impermeable color caqui y sombrero de safari, listo para iniciar la excursión por la jungla de sus fantasías: Fernando Pugliese.

—No sé lo que soy, sé lo que hago —se presenta Pugliese con la voz algo cascada, con un poco de calle y otro de clase, de sus jóvenes ocho décadas. Sobre lo que es, no resulta fácil ponerse de acuerdo, ¿artista? ¿artesano? ¿arquitecto? ¿ingeniero? ¿inventor? Su título de abogado preside una pared como el artículo más estrafalario de su colección. Sobre lo que ha hecho, no cabe duda: es mucho, muchísimo. Difícil no haberse topado con alguna de las esculturas hiperrealistas de Pugliese, empezando por Alberto Olmedo y Javier Portales, caracterizados como “Borges y Álvarez” que siguen riendo a ambos extremos del sillón de una antesala en la Calle Corrientes y a los que después se sumaron Tato Bores con sus teléfonos y Sandro entonando en la puerta del Gran Rex, sobre la misma avenida. O Mercedes Sosa y Atahualpa Yupanqui en la plaza Próspero Molina de Cosquín o Borges y Bioy conversando en su mesa de La Biela, en Recoleta. En la decoración de los shoppings navideños, en el stand de un evento, en el diorama de un museo austral, en colecciones públicas y privadas, en los jardines del Vaticano, en los pasillos de la Casa Rosada, hay obra de Pugliese. Sus esculturas recrean el santoral de beatos e ídolos populares, sin pedestales ni rejas, para que sean tocados, abrazados y –por supuesto– fotografiados. Sin saberlo, sin quererlo quizás, Pugliese es un artista instagrameable por excelencia.

La solemnidad del arte clásico es obra del tiempo. Hace poco se descubrió que los griegos pintaban profusamente a sus estatuas, uno podía cruzarse con unas ninfas, Diana cazadora o el dios Pan en medio de un bosque. Algo de esta experiencia es lo que nos deparan las obras de Pugliese. El maestro es obsesivo con sus criaturas, se encierra días a modelar la arcilla y puede pasarse una noche trazando el surco de una arruga, la comisura de una sonrisa, el pliegue de un saco, a sus estatuas, en lugar de golpearlas con el cincel para que hablen, dan ganas de servirles un whisky para que conversen, para que sigan conversando

Foto: Leo Vaca

Fernando Pugliese nació el 22 de mayo de 1939 en la ciudad de Buenos Aires, el mayor de los cinco hijos (tres varones, dos mujeres) de Fernando Pugliese (padre), que importaba papel y le vendía bobinas a Roberto Noble, fundador de Clarín y a Constancio Vigil, de Editorial Atlántida. “Se juntaban en la casa de mi papá, que tocaba “La Comparsita”, después me llamaban para que los entretuviera. –rememora– Allá por el año 50, me decía: ‘Vení, imitá los aviones que caían en Corea’, ‘Imitá a Luis Sandrini’. Aún hoy esas onomatopeyas e imitaciones le salen a la perfección; tal vez ahí haya surgido la fiebre del simulacro.
En su mito de origen hay un un maestro polaco, una caja y un tren. El tren fue su primera réplica (en miniatura) de la realidad y trajo aparejado su primer invento: una maquinita que emulaba el ruido atronador de la locomotora y que hacía funcionar día y noche de la cama al living del piso de sus padres en Libertador y Coronel Díaz, hasta que los vecinos de abajo amenazaron con el desalojo y Fernando fue a parar de pupilo al colegio St. George de Quilmes.
—Ahí empecé con una tiza y con la punta del compás, esculpía la tiza y se la regalaba a una maestra de francés de la que estaba enamorado. Hasta que el director se dio cuenta y me agarró de la oreja “Stop this nonsense”, basta de estupideces.
Las reiteradas estupideces lo llevaban de penitencia a la carpintería, donde descubrió el oficio de la mano de su maestro polaco, el señor Gabucz, que con sus manos curtidas de trabajar la madera de los bosques helados de Varsovia le reveló los secretos de las máquinas mecánicas y semimecánicas, las sierras los cinceles y las reglas de la escuadra. Así Fernando forjó una caja, su primer objeto, y de ahí en más ya nunca se detuvo. Egresado de bachellor pareció desoír el llamado de las musas y se desvió por el camino de las leyes.
—La carrera de derecho fue para estar con el sistema en relación de mediana igualdad Una cosa es el sistema, “el señor es doctor en leyes” y otra cosa es lo que me gusta a mí, como la música. (suena el celular y se escucha la banda sonora de El golpe).
—Le gusta el western
—Toda la vida. Yo quería ser cowboy, no abogado.

Foto: Leo Vaca

Otra de las costumbres peculiares de este taller, que lleva cuarenta años en el barrio, es la de sacar las obras a la calle. No se trata simplemente de piezas alquiladas o vendidas que van a ser trasladadas, sino de esculturas que se exponen en la vereda para sacudir el gris asfalto y el ocre vereda cotidianos, un león, una cebra, un alce, un barco, cualquier cosa puede emerger del garage de este Madame Tussauds de Villa Crespo. Pugliese dice que quiere hacer salir a la gente de su realidad, “Yo lo que siempre hago son cosas que generen explosión. Uso siempre esa palabra punch on the nose una piña en la nariz”.
—Hoy sacamos a Frank Sinatra.
Dice María José Delger, asistente personal del Maestro (como ella lo llama con inocultable admiración). María José es rubia, alta, expeditiva, estricta, y es la encargada de organizar el caos creativo de Pugliese; ella atiende los múltiples llamados con encargos, consultas y pedidos. Cuando le pregunto si hay encargos particulares de personas que quieren su estatua. María José suspira.
—Montones —dice —y de sus mascotas también.
María José también se encarga de filtrar toda llamada cuando el maestro hace lo que mejor le sale: crear. Pugliese se encierra en su taller con todas las fotos disponibles de frente, dorso y perfil y moldea la arcilla hasta que de ese barro se eleva un cuerpo, una persona, una personalidad. Después, mediante una serie de técnicas que mantiene en secreto pero que implican el uso de resina epoxi y fibra de vidrio, surge la estatua que tras un minucioso proceso de pintura manual queda lista para ser expuesta a la intemperie con garantía de por vida.

Foto: Leo Vaca

Así Pugliese hizo a la Virgen Puntana en San Luis, al obispo Angelelli en Neuquén,
hizo la asunción del papa Francisco en La Rioja, hizo a Manuel Belgrano sosteniendo la bandera, hizo a Cabral soldado heroico desatascando de su caballo a un San Martín de dientes apretados en la batalla de San Lorenzo, hizo un pesebre tamaño real en la Casa Rosada, con María, José, un toro, un burro, una oveja, el niño Jesús, hizo a Mahatma Ghandi, a Albert Einstein, hizo a Diego Maradona alzando la copa, hizo a Lionel Messi, hizo al Burrito Ortega, a Enzo Francescoli, a Carlos Tevez, a Gabriel Batistuta en grito de gol, hizo a Luis Alberto Spinetta y a Gustavo Cerati en sendos solos de viola, hizo a la vaca de Milka, hizo a la virgen desatanudos en el Vaticano, hizo a Minguito, hizo a Guillermo Francella, hizo a Gerardo Sofovich, hizo a Jorge Luis Borges, a Adolfo Bioy Casares, a Julio Cortázar, hizo Evitas y Perones.
¿Se hizo Pugliese a sí mismo?
Sí, claro, como todo el mundo _No, digo si se hizo una estatua. ¿Yo, a mí, no, nunca? Algún día me voy a hacer, por ahí, pero no tiene importancia.

Cuando se le pregunta a Pugliese si revisa cada tanto su obra, si tiene esa pasión retrospectiva, afila la mirada, sonríe de costado, “Si yo te cuento todo lo que hice parece el cuento de un loco”. En esa gesta por reproducir la realidad para mejor burlarla, figura la réplica a tamaño real de la carabela de Colón que realizó en 1992 con motivo de los quinientos años de la llegada de los europeos al continente y que exhibió en La Rural y en la que él mismo interpretó al almirante genovés encerrado en su camarote, o la del navío con el que Magallanes dio la vuelta al mundo y navegó su estrecho, que está fondeada en Puerto San Julián. Pero cuando se le pide que mencione un hito en su carrera, el maestro no duda y pronuncia dos palabras: Tierra Santa.

Foto: Leo Vaca

Corrían los últimos meses del milenio pasado y la fecha alentaba pronósticos apocalípticos, pero el sindicato de comercio estaba preocupado porque perdería un predio frente al Río de la Plata si no le daba el uso cultural y educativo que tenía asignado. Entonces apareció en escena Pugliese, que venía pensando en hacer un parque temático que fuese tan famoso como para no requerir publicidad pero que tampoco tuviera que pagar derechos. La respuesta estaba en las sagradas escrituras, Jesús era a fin de cuentas más famoso que los Beatles (y no habría que pagarle royalties).

Pero a falta de los reyes egipcios, Pugliese tuvo que luchar contra otros antagonistas para cumplir con la tierra prometida. Primero contra el reloj: tenía tan solo diez meses para concretar la obra, después le enviaron a la plaga de los arquitectos, quienes decían que era imposible comenzar sin la aprobación de los planos, que llevaría su buen tiempo. Pugliese, que no olvidaba su formación de abogado, recordó la diferencia entre un bien inmueble (que está fijado a la tierra) y un bien mueble (que se puede desplazar).
— Entonces hice una casa, y lo llevé a Armando Cavalieri, “venga por acá, ¡Tito, traé el tractor, enganchá, dale ahora, tirá!
Pugliese había obrado el milagro: sus templos se movían, merced a una base de planchuelas inventadas ad hoc y al poco peso de su estructura, ya que en lugar de la sagrada piedra de Jerusalem, estaban construidas con bloques de pagano telgopor “los arquitectos me decían ¿telgopor, telgopor? Se va a caer. Pero el telgopor, una vez que está bañado en una espuma de cemento tiene un peso que no lo puede mover ni un huracán –pero sí lo puedo mover con un tractor”, guiña el ojo Pugliese, y los últimos veinte años le dan la razón.
Derrotados los arquitectos, tenía que convencer a los representantes de las tres religiones monoteístas para que aceptaran estar juntas en el mismo predio. Con diplomacia digna de Camp David, convenció al rabino bajo promesa de construir una réplica del muro de los lamentos, al Imán islámico con mezquitas y ninguna representación de Alá, y al arzobispo de Buenos Aires no hizo falta convencerlo, porque le encantó la idea e incluso fue a bendecir el predio y trabó amistad con Pugliese; se trataba de Jorge Bergoglio.

Una vez superados todos los obstáculos solo quedaba construir el primer parque temático religioso argentino. Pugliese se instaló en el predio y junto a un conjunto babélico de novecientos cincuenta obreros rusos, paraguayos, bolivianos y argentinos trabajó en tres turnos corridos día y noche para construir las réplicas de sinagogas, mezquitas, iglesias y templetes romanos, montes, grutas, caminos, carretas y las esculturas de hombres, mujeres, árboles, plantas y bestias, y diseñó los sonidos y las luces y el onceavo mes, descansó.

Hay registro en video de la construcción de Tierra Santa (hay registro de todo lo que ha hecho Pugliese, como si se temiera que la desmesura prodigiosa de su producción pueda caer en la zona hiperbólica del mito y la leyenda) y al mirarlo con atención es inevitable pensar que es una pena que Werner Herzog no haya estado ahí para documentarlo.

Foto: Leo Vaca

Ahora Pugliese se apresta a inaugurar su segundo parque temático religioso, el del Cura Brochero en Traslasierra, Córdoba.
—Son ciento ochenta esculturas distribuidas en trece estaciones —detalla María José Delger, A una cuadra del estudio está el taller. Tras un inmenso portón de garaje en la calle Darwin un grupo de quince discípulos se aprestan a dar forma a los múltiples encargos, trabajos y caprichos del Estudio Pugliese. Por ese portón metálico puede salir el Cura Brochero a lomo de burro directo a los jardines del Vaticano, o un conejo de ocho metros para la sede de Sony; por ahí también salió el busto en mármol de carrara de Néstor Kirchner que encargó Cristina Fernández y que ahora engalana la galería de los presidentes en la Casa Rosada.
El último punch de Pugliese es la estatua de Alberto Fernández tocando la guitarra junto a su perro Dylan. Está en el “Café las palabras”, del legislador Eduardo Valdés, amigo del maestro, que tiene, según calcula Pugliese, unas cincuenta obras suyas en ese espacio, mezcla de salón político con museo personal.

“Quiero hacer cosas que llamen la atención. Todo el mundo tiene que entender lo que hago –dice Pugliese, y agrega desafiante– Yo no hago esculturas modernas”; desde otro punto de vista se podría decir que lo que hace son intervenciones que alteran el espacio en el que se instalan, que desfamiliarizan lo cotidiano. Lo mejor, en definitiva, es que en su obsesión por imitar a la realidad no la replica: la distorsiona. Sus simulacros alucinatorios pueblan el mundo con fantasías de resina epoxi y espuma de polietileno. Abandonar su estudio es asumir un triste regreso al gris de lo concreto, mientras él permanece en el mundo de sueños reales que moldea con sus manos, tocando al piano unas notas de My way ante la sonrisa invencible de Sinatra. Es difícil hacer esa transición sin accidentes.
—Cuidado, la perra es de verdad.
Advierte María José ante el bulto peludo echado en el escalón, antes de despedirme.

Alasita: la feria de los deseos

“Alce su torito”, dice el yatiri  en cuclillas, y arroja unas gotas de alcohol fino sobre la figura de cerámica de un toro negro y bravo,  repleto de dólares, pesos y euros sobre el lomo mientras murmura  en letanía una oración aymara. El yatiri lleva una remera blanca, un pantalón color crema, sandalias franciscanas y un sombrero andino y sólo se diferencia de los demás mortales por el cuenco con carbones ardiendo a sus pies, sobre el que ahora arroja una cucharadita de incienso que al tocar la brasa desprende un humo blanco, aromático y espeso. Un humo que baña y recubre al toro de la abundancia mientras su esperanzado dueño lo hace girar en círculos, un humo que  se difumina en volutas y se pierde en el aire, como los sueños que anima, para sumarse al polvo de la tierra seca del potrero e impregnarse en los cuerpos transpirados bajo el sol inclemente de este mediodía de enero; pero a nadie parece importarle ese pequeño sacrificio: ¿que es un golpe de calor al lado de la fortuna y la prosperidad de todo un año? Es que los sueños, sueños son, pero aquí, si no realidad, cuanto menos se hacen miniatura: estamos en la Alasita, la única y auténtica feria de los deseos.

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The Villegas affaire

El agua corriente es salada en General Villegas. Es lo primero que advierto, cuando me quiero enjuagar la boca seca por los quinientos dieciocho kilómetros recorridos desde San Rafael, Mendoza. Me lavo los dientes, junto el agua de la canilla haciendo un cuenco con las manos, me las llevo a la boca, hago un buche y, siento, de pronto, el gusto a salitre. Por lo demás, todo es nuevo y lustroso en el flamante hotel Eben Ezer. En la recepción, una huésped felicita al gerente por las instalaciones y acto seguido le pregunta:

_¿Y quién se hospeda acá? –como si en verdad quisiera saber para qué hacen un nuevo hotel en Villegas, cuando ya cuentan con uno, dos, tres. El gerente explica sin sacarse la sonrisa de la cara que auditores, viajantes de comercio, ingenieros agrónomos, gerentes bancarios y, por supuesto, gente de paso que hace noche a mitad de su camino hacia acá o hacia allá, a la montaña o a la costa, como esa misma mujer, como mi pareja y yo. Read More