Jorge Alvarez, el eslabón perdido

Si consideramos que Buenos Aires también tuvo sus swinging sixties , sus hitos se cifran en la vanguardia pop del Instituto Di Tella, el nuevo periodismo de Primera Plana o Confirmado, la recepción del psicoanálisis, el nacimiento del rock nacional, la creciente radicalización política y la emergencia de la juventud como protagonista clave de la década. Pero a todo esto hay que añadirle el nombre de un editor que modernizó la edición contratando por adelantado libros que aún no habían sido escritos, publicando los primeros títulos de autores como Manuel Puig, Ricardo Piglia o Juan José Saer, afrontando juicios, condenas y censuras ante los tribunales morales del onganiato. Publicó cerca de trescientos títulos en una época en la cual la primera tirada era de 4.000 ejemplares y la segunda ya se encargaba a la siguiente semana de salido el libro. Jorge Alvarez fundió su nombre con el de una editorial de avanzada y fue, junto a Boris Spivacow, uno de los principales artífices del “boom del libro argentino” de aquella década. Su librería de la calle Talcahuano 485 fue el “salón literario” de los años 60, verdadero punto de encuentro de toda una generación de artistas, teóricos, músicos y escritores. Rodolfo Walsh seducía a Pirí Lugones, Oscar Masotta contrabandeaba referencias lacanianas y un joven llamado Ricardo Piglia acercaba con modestia algunas traducciones por encargo sin confesar que también escribía.

Pero para Jorge Alvarez los sesentas no fueron solamente una época de psicodelia y vértigo: “La década del 60 fue infame políticamente. Lo que pasa es que había una efervescencia cultural tan poderosa y tan maravillosa que nos olvidábamos de la política: Onganía, Illia, Lanusse, Krieger Vasena, que me mandó a la quiebra. Joder, ¡qué pálida! Fue una década políticamente nefasta”. No conforme con el suceso de su editorial, a fines de esa década Alvarez fundó Mandioca. Pionero en Sudamérica, fue el sello discográfico de las míticas bandas del rock nacional y por el que sonaron los primeros fraseos del rock en español. Pero el clima de violencia política y el golpe del 76 lo obligaron a dejar el país y trasladarse a España, frustrando uno de los proyectos más prolíficos de la industria cultural argentina, verdadero eslabón perdido de la edición independiente.

“Me tomé mi tiempo para regresar”. Jorge Alvarez deja de lado su café y se acerca a la grabadora para remarcar algunas frases. Con sus joviales 79 años, ataviado con una camisa leñadora, un suéter azul y un saco de gamuza, conserva la elegancia de un dandy y la mirada aún alerta, desafiante. Cuenta que la Argentina lo recibió bien, pero que todavía no le ahorra desencuentros: “Cuando llegué me enteré que David Viñas acababa de morir, cosa que me dio reverendamente en las pelotas. Yo quería encontrarme con él y contarle que tenía ganas de sacar la editorial de nuevo. Porque él había sido el que de algún modo me había hecho poner la editorial”. Ese encuentro habría permitido cerrar un círculo de 48 años.

Antes de que su nombre fuera sinónimo de buenos libros, Jorge Alvarez había sido un “petitero” egresado del Nacional Buenos Aires. Por influencia de su hermano mayor, estudiante de Filosofía, había pasado su juventud leyendo todo lo que caía en sus manos. La salida de la adolescencia lo sorprendió como encargado de la librería De Palma y asesor de esa misma editorial, especializada en Derecho y Ciencias Sociales. Así fue hasta que un cliente de la librería, un tal Viñas, le comentó que estaba escribiendo una biografía de Eva Perón, y Alvarez se entusiasmó con publicarla: “Cuando voy a verlo a De Palma con el proyecto, me manda a freír papas. ¡No quería meterse en política! Como me dijo que no, le contesté ‘Bueno, entonces yo me voy a ir y voy a poner mi editorial’. Y eso hice. Con tanta mala suerte que el ‘rápido’ de Sebreli se puso a hacer la biografía de Evita y la sacó antes. Viñas se agarró un berrinche y me dijo que nunca más iba a escribir la biografía de Evita, y así fue”. No obstante, y en compensación, Viñas le ofreció otro título para su flamante editorial: Literatura argentina y realidad política , que con el tiempo se convertiría en un clásico.

¿Recuerda el primer libro de su editorial?
Mi primer libro fue Cabecita negra de Germán Rozenmacher, en 1963. Germán me acercó ese libro y a partir de ahí vinieron muchos otros, porque yo como editor ya tenía por entonces una mentalidad totalmente opuesta a lo que era la mentalidad del editor argentino. El editor argentino era o republicano, de la época de la Guerra Civil, como Losada por ejemplo, o argentino de las clases altas, como Emecé o Sudamericana. Pero todos parecían editores europeos. El editor europeo es un editor más clásico. Y yo era un editor más norteamericano. No “sacralizaba” al libro, como decía David. Yo vendía libros como podía vender también zapatillas o cualquier otra cosa. Porque no le daba el carácter sagrado que le daban los otros, que editaban un libro y parecía que editaban La Biblia. Para alguno de los viejos editores yo debía ser un loquito. Sí, yo era un loquito, pero la gente iba a las librerías y preguntaba cuál era el último libro que había sacado Jorge Alvarez. Y eso no pasaba con otras editoriales. La gente a las librerías iba y compraba un libro por el autor, por el tema, pero que fueran y preguntaran por el último libro de una editorial, eso sólo pasó con Jorge Alvarez.

Literatura pop

Parte de esa impronta desacralizadora puede rastrearse aún en las tapas de sus libros, que nunca se parecían entre sí, responsabilidad de los diseñadores Rubén Fontana y Ronald Shakespear. Así, la portada de la novela Nanina muestra a un joven Germán García multiplicado en colores invertidos, casi al mismo tiempo que Andy Warhol daba a conocer sus serigrafías de Marilyn en Nueva York. Así también la tipografía juguetona de Happenings , el libro en el que Oscar Masotta trataba de explicar qué significaba esa palabra que en aquellos años estaba en boca de todos, hasta el punto que las propias presentaciones de los libros de Jorge Alvarez parecían un evento de vanguardia: “Cuando yo hacía una presentación, hacía una fiesta y sentaba a Norma y Mimí Pons con Leopoldo Marechal –rememora Alvarez, y agrega– y no convidaba empanadas y vino. Gastaba mi buena cantidad de dinero. Si iba a editar un libro, hacía los preparativos seis meses antes.

¿Cómo era su relación con el periodismo cultural de la época?
Muy buena. Jacobo Timerman y Tomás Eloy Martínez (director y jefe de redacción de Primera Plana) son de alguna manera responsables de mi éxito. Y eran responsables porque les gustaba lo que yo hacía. No teníamos una relación de dinero o algo por el estilo. Era la primera vez que se encontraban con alguien como ellos. Tomás Eloy venía a la editorial, miraba los libros que había, hablaba conmigo, eran periodistas que sabían lo que uno hacía. Es más, yo hice un éxito de un libro que me recomendó él.

Paradiso de José Lezama Lima. Tomás Eloy sabía que yo iba a La Habana al Festival de Casa de las Américas y entonces me dijo: “Che, buscalo a Lezama Lima, que es un escritor del carajo, medio olvidado” (porque no era fidelista). Y entonces lo busqué y le ofrecí publicarlo y fue todo un suceso.

Ese hombre

“Mi deuda con Jorge Alvarez alcanza en este momento a 2.250 dólares. Con eso he vivido desde octubre de 1967 hasta hoy, a razón de 150 dólares mensuales. El arreglo con él preveía una novela que podía estar lista de octubre a diciembre de 1968, y de la que apenas tengo escritas unas treinta páginas”. Eso escribe en su diario Rodolfo Walsh, en la entrada del 28 de enero de 1969. Unas líneas después confesaba no sentirse un estafador, porque le había entregado dos libros a su editor: Operación Masacre y ¿Quién mató a Rosendo? , que se sumaban a Los oficios terrestres , volumen de cuentos que ya Alvarez había publicado cuatro años antes. De aquella deuda, al editor no le duelen los dólares sino la novela inconclusa. Cuando se le pregunta qué autor hubiese querido publicar en los 60, dice sin dudar: Para mí el escritor más grande que hubo a partir de la década del 60 es Rodolfo Walsh. Lejos. Pero descubrió la política tarde. Y se equivocó. Walsh hubiera sido Borges. Hubiera sido la continuidad de Borges. Y la otra que hubiera sido una escritora superior era Pirí Lugones. Y a los dos los mataron. ¿Y qué te puedo decir? ¿A quién me hubiera gustado editar? A Rodolfo Walsh. Lo que pasa es que él era tan perfeccionista, que para hacer las ciento y pico de páginas que tenía Los oficios terrestres tardó 10 años. Ahora leé el libro y encontrale algo que no esté bien. Era una máquina de criticarse. Pero bueno, había descubierto la política y le gustaba más ser guerrillero que escritor. Eso le costó la vida. Y Pirí Lugones lo mismo.

Pero Pirí Lugones no había escrito…
En este país las mujeres siempre han tenido su momento y su oportunidad. Pirí no había escrito nunca. Pero el día que escribiera las iba a pasar a todas. A Marta Lynch, a Silvina Bullrich, a Beatriz Guido. Beatriz era la mejor de todas, pero Pirí tenía una extracción de clase similar a la de todas. Todas eran clase media alta. Los padres, los abuelos. Y eso en este país marca. Terminás siendo culto. Y ellas eran cultas. Pero Pirí era un tanque.

De todas formas a partir de los años 70, si no antes, en la Argentina se da un proceso en el que aparecen escritores de clases medias bajas. Incluso “Nanina” de Germán García podría indicarse como un texto que está en los orígenes de una “literatura plebeya”.
Claro, es normal. Porque si vos te ponés en analista serio, y empezás por el PBI y ves lo que se llevaba la clase alta de PBI y lo que se terminó llevando a partir de Perón, descubrís que lo que le faltó fue PBI. Y la que se vio beneficiada de ese proceso fue la clase obrera.

¿O sea que fue Perón el que cambió la literatura entonces?
Es verdad. Yo cuando fui a verlo a Perón lo primero que le dije fue, para que no hubiese ningún tipo de confusión: “Mire General, yo el 23 de septiembre estaba en la Plaza de Mayo gritando ‘Viva Cristo Rey’”. Mire si yo era pelotudo. Claro, se lo digo ahora en el 67, porque me he dado cuenta de que yo era un pelotudo. “Bueno, no se preocupe –me dice–, a todo el mundo le pasa lo mismo”.

Usted en algún momento dijo que le dio la mano y tenía la mano caliente. Y que todos los que han cambiado el curso de la historia han tenido las manos calientes.
Lo de la mano caliente es verdad. Fidel Castro tenía las manos calientes, Perón tenía las manos calientes, Sartre, Roland Barthes, García Márquez, Vargas Llosa, Torre Nilsson. Yo soy un venerable anciano, pero he vivido la cantidad de años suficientes como para establecer que los que cambian el curso de la historia no son iguales a mí. Yo he cambiado el curso de la “historietita”. Pero el curso de la historia grande si la cambiás es porque sos grande. Y Perón era grande, Fidel Castro era grande. Más allá de que te guste o no te guste, no tiene nada que ver. Que sea peronista, que sea fidelista eso no importa, la realidad es la realidad. Hoy estamos acá hablando de política y resulta que Perón parece que está tan vivo como siempre.

¿Todas esas que ha nombrado son personas a las que usted les ha dado la mano?
Sí, porque yo lo único que podía hacer era eso; dar un detalle de algo que me había llamado la atención, como las manos calientes. Sucede que yo vivo de mi intuición. Mi talento siempre ha consistido en manejar bien el talento de los demás. Cuando X tiene un poco de talento, yo lo puedo proyectar un poco más de lo que lo proyectaría él. Me dedico a eso. Y por eso tengo mecanismos distintos. Los únicos datos que tengo son la piel y los ojos. Hay que saber tocar y saber ver. Nada más. Cuestión de poro.

Crónicas de la traducción

¿Cuál fue el secreto de Jorge Alvarez Editor para diferenciarse de las otras editoriales de su época?
Arriesgarme, simplemente. La gente me decía: “Negro, lo que pasa es que el momento es muy malo”. Y entonces yo respondía: “Si yo tengo que apretar el acelerador cuando el momento es bueno, llego sexto con suerte. Si yo aprieto el acelerador cuando el momento es malo, yendo a 120 parece que voy a 300”. Y así pasé a ser puntero en una carrera donde todos me ganaban por escándalo, porque todos editaban a García Márquez, a Vargas Llosa. Seix Barral, que tenía buen olfato, sacaba a los buenos. No es que los míos fueran malos, pero él sacaba a los latinoamericanos y bueno, yo sacaba a los argentinos.

Ese valor para doblar la apuesta le permitió a Alvarez publicar otro clásico de la literatura argentina, cuando el entonces gerente de Sudamericana, Fernando Vidal Buzzi, se contactó con él para contarle que un obrero linotipista había encontrado “palabras obscenas” en una novela que ya estaban a punto de sacar. “Los editores estaban atemorizados porque a mí y a Leopoldo Torre Nilsson nos habían aplicado una condena de dos meses en suspenso por las Crónicas del sexo ” recuerda Alvarez. “Vidal Buzzi me llama y me dice ‘Mirá, me pasa esto ¿Vos conocés el libro?’ Yo conocía pedacitos, porque Manuel era amiguete. ‘¿Y te animás a editarlo?’ ‘¿Cómo no me voy a animar a editarlo?’ Lo leí entero y me gustó. Manuel era medio ‘cipayo’, como diría Jorge Abelardo Ramos, le gustaba todo lo que fuera del exterior. Entonces lo llamé y le dije: ‘Manuel, ponemos la cara por Argentina, se acabó Europa, se acabó todo’. Y Manuel que pensaba que se iba a perder el libro, me dijo que sí a todo”.

Manuel era Puig, y el libro, La traición de Rita Hayworth . Y aunque en su momento lo lamentara, en la mirada retrospectiva hoy no parece haber existido una editorial más propicia para su debut literario que Jorge Alvarez.

Memorias del futuro

¿Extrañó a la editorial cuando se fue?
Nunca. Estuve muy ocupado. Los que tenemos que trabajar no extrañamos.

¿Es verdad que ya no conserva los libros ni los discos de aquel catálogo?
Bueno, hay un archivo en mi cabeza. Lo que hice lo hice y se acabó. ¿Ahora estamos en el 1900 o en el 2011?

¿Pero se mantuvo informado al menos de lo que se editaba acá?
No, no leí nada de Argentina, nada. La clausuré por razones de fuerza mayor. Porque no podés vivir en otro país y tener la pretensión de estar informado de lo que pasa en tu país. Es falso eso. Es una nostalgia mal entendida.

Jorge Alvarez dice que su regreso a Buenos Aires no tiene que ver con la nostalgia de lo perdido sino con los proyectos a futuro: editar sus memorias, volver a lanzar su editorial. “No sé si voy a volver a Madrid. Todo depende de si Buenos Aires me provoca diversión o no –confiesa–. Si no me puedo divertir, no me quedo. Tengo que encontrar que puedo hacer cosas. Editar libros, descubrir autores, músicos, ese tipo de cosas. Si lo puedo hacer, me quedo. Yo creo que hace falta un tipo como yo en esta década”.

¿Tiene el proyecto de sacar de nuevo la editorial?
No, no está en proyecto. Es una aspiración, un deseo. Pero no sé quién en Argentina estará dispuesto a hacer una editorial en serio, porque yo si pongo una editorial no voy a hacerla como la hice la primera vez.

¿Mejor todavía?
Sí, si la armara de nuevo sería para hacerla mejor.

Ema antes de ser cautiva

Amanecía y estaba con los ojos cerrados. Dormía, apretada entre los cuerpos y los trastos, tenía un sueño profético, pero no premonitorio: a las profecías nunca hay que buscarlas en el futuro, porque todas se han cumplido ya en alguna parte. En el sueño era el ocaso, la caída perentoria de la tarde, y estaba por desatarse una tormenta. La luz bajaba y bajaba, hasta el mínimo, hasta tocar la oscuridad, y después, ya en la oscuridad, quedaba encapsulada en su cascarón de átomo, hasta que de la oscuridad más absoluta emergía el flash refucilante de un relámpago. La entretenían los relámpagos; eran tan impredecibles.

Todo lo que recordaba desaparecía en un instante. La luz no revelaba más que su propia futilidad. De todas formas, la luz siempre ha sido una metáfora, una analogía fácil.

El relámpago señalaba el comienzo de la huida. La perseguían, y no había más remedio que escapar hacia delante, a toda velocidad. Echó a correr, sin importarle si pisoteaba a viudas o huérfanos. Sentía un maravilloso alivio de no tener que pedir permiso, de atropellar sin contemplaciones, brutal, bestia. Ese debía ser el placer de ser un criminal, o una monja.

Cruzaba calles, pasajes y avenidas, pugnaba con multitudes inconcebibles para su aldea mientras sentía en la nuca el aliento de la partida. En cada esquina una encrucijada, una decisión para tomar que no tomaba, dejaba actuar al instinto: había caído en la trampa de la intuición que vuela a oscuras y da en el blanco antes de que el entendimiento pueda hacer lo suyo.

Había que jugar el juego del azar y de las conexiones.

En general se desconfía del azar por su cualidad de imprevisible; lo que no se tiene en cuenta es que el azar, por su funcionamiento mismo, no falla nunca. Así se evadía de las tropas y los mastines de caza. De hecho corría cada vez más rápido, a una velocidad inconcebible para su enjuto cuerpo hinchado por el embarazo, pero era como si el embrión mismo la condujera desde los controles umbilicales de la matriz uterina.

Corría a tal velocidad que dio la vuelta completa y quedó a las espaldas de sus perseguidores, que entonces debieron darse a la fuga. Lo que parecía imposible un rato antes, ahora se llevaba a cabo y ni siquiera a los soldados les extrañó el cambio de roles: el estilo de las cosas raras es dejar de ser raras, volverse comunes; no habría que prejuzgar, cuando uno se enfrenta a lo inconcebible. De pronto, apareció un gran resplandor rosa fosforescente en lo alto del cielo. Pero decir rosa es una simplificación brutal.

Todo el mundo sabe que hay cosas que no pueden decirse con palabras; lo que nadie sabe es cuáles son esas cosas. Acá se trataba de un más allá del color, la vibración de la longitud de onda era tan poderosa que atravesaba los cuerpos y los rosaba en el acto, poco a poco y todo de golpe, con esa lentitud majestuosa que suele tener lo instantáneo: como si todo el tiempo se hubiera vuelto un solo instante para siempre, un supremo instante de color que iba más allá del tiempo y el espacio, el misterio no ocupa lugar, dice el proverbio. De acuerdo, pero lo atraviesa.

Bañados en el rosa, las velocidades se volvían infinitesimales y las distancias, asintóticas, aún así, proseguían la carrera, que era persecución y fuga fusionadas al rosa del instante: a cualquiera podía pasarle lo más asombroso del mundo; un segundo bastaba para que el mundo se pusiera cabeza abajo. Era increíble lo rápido que se adaptaba la gente a lo extraordinario, cuando las circunstancias eran extraordinarias. Despertó de golpe, azotada como un salvaje por el sacudón brutal de la carreta. Abrió los ojos legañosos; al alba, las cosas surgían de su realidad, como en una gota de agua. Se encaramó sobre otros cuerpos apilados y asomada a los bordes de madera vio la infinita llanura: ese teatro de acontecimientos estúpidos. Adelante iban los soldados, que se bamboleaban en las monturas, medio dormidos, y el teniente Lavalle, que bebía de una petaca de plata. La caravana se había puesto en marcha y Ema, la cautiva, iniciaba su viaje rumbo a Pringles.

Autor de la novela “La ultima de Cesar Aira”.

Apología de la literatura breve

¿Hay otra forma de escribir cuentos? Entre la perfección del relato clásico, la experimentación y el minimalismo, el género encuentra nuevos modos de concebirse, a partir de los efectos y los soportes. Los escritores Ariel Idez, Betina González y Andrés Neuman arriesgan ideas sobre cómo leerlos.

Unos días atrás Ignacio Molina, un joven cuentista argentino, comentaba en Facebook que había soñado la sanción de una ley que prohibía los finales sorpresivos en los cuentos. Lo más perturbador del sueño era la dislocación temporal de esa ley punitiva, que llegaba para prohibir lo que ya nadie hacía, acaso con la paradójica intención de alimentar esa costumbre perimida inyectándole el sabor de lo prohibido y paraestatal (lo que, a fin de cuentas, sería un final sorpresivo para el relato del sueño). ¿Por qué los cuentos ya no apelan a los finales sorpresivos? ¿Se gastó el truco de tanto ejecutarlo? El final sorpresivo del cuento que podríamos llamar “clásico” (Poe, Cortázar) dejó de serlo cuando todos los lectores esperaban la sorpresa y se transformó en un acto de mala fe en el que tanto el autor como el lector escribían y leían “haciendo como si” les importara pero a sabiendas de que la cosa pasaba por otro lado. Pero si ya es una verdad de perogrullo que los cuentos no portan un final que cambie el sentido de todo lo que se ha contado. ¿No se ha vuelto predecible también la falta de sorpresa? El relato despojado se impone y clausurar su sentido ha quedado tan atrás como las vinchas flúo. Pero si no hay sorpresa y no hay secreto, ¿hay acaso otra vía para que prospere el cuento? En su tesis sobre el cuento, Ricardo Piglia explica que la sorpresa del final revelador se debe a que “todo cuento cuenta dos historias”, la historia 1, visible y la historia 2, que se desarrolla en sus silencios e intersticios. El final sorpresivo haría emerger de golpe la historia 2, como el iceberg que se eleva frente al trasatlántico, resignificando todo lo que se había escrito antes. Podemos aventurar dos hipótesis para esta extinción de la sorpresa al final de los cuentos. Primera hipótesis: la historia dos ha quedado sepultada y jamás se hará visible, pero el escritor la conoce y narra como si el lector también la supiera (y acá no nos alejamos ni un centímetro de la famosa “teoría del iceberg” de Hemingway). La segunda hipótesis, más inquietante, sería que ya no hay historia 2, que el cuento narra sólo una historia, o menos que una historia, o que narra mucho más que dos, como una proliferación patológica e incesante.

La argentina es una literatura que se funda con algo así como un cuento ( El matadero ) y un poema narrativo de épica popular ( El Martín Fierro ) que pese a la boutade borgiana difícilmente podríamos llamar “novela”. Si se quiere, agréguese un ensayo freak de hibridación de géneros (crónica, historia, biografía, folletín) titulado Facundo , recopilación de los posts que Sarmiento publicaba en el diario chileno El progreso, interfaz gráfica y analógica del siglo XIX. No hay novelas a la vista y cuando las hay ( Amalia ) son menos objeto de la tradición productiva de un escritor que del afán arqueológico de los historiadores de la literatura. Exceptuando a Arlt (autor también de cuentos memorables), hubo que esperar bastante para que la novela argentina diera el peso en una velada literaria de categoría, mientras Borges, Bioy, Cortázar, Silvina Ocampo, Wilcock, entre otros, escribían cuentos. Los sesenta, con el boom de la literatura latinoamericana, cambiaron la ecuación y provocaron una burbuja inflacionaria en las acciones de la novela que duró, más o menos, hasta fines de los noventa.

Los grandes narradores de los noventa fueron los poetas. Mientras la narrativa se encandilaba con “las luces del centro” ante el desembarco de las multinacionales del libro, los poetas se aplicaron a una deriva narrativa que les permitió contar una época sin épica. La poesía de los noventa provocó al menos dos consecuencias en la narrativa en dos órdenes distintos: en el plano del texto los poetas de los noventa les enseñaron a escribir a los narradores, es decir, les enseñaron cómo escribir. El estilo objetivista de esos poetas, su capacidad de síntesis, su poder de observación, su trabajo con los argots (el arte ventrílocuo de hacer hablar al otro, a los otros), su capacidad de asimilación de los discursos de los medios masivos hasta las consignas políticas y una educación sentimental que pasaba más por los Sábados de Súper Acción que por las novelas de Flaubert fueron algunos de los rasgos que los narradores del nuevo siglo tomaron rápida nota. Las compatibilidad genética entre el objetivismo poético y el minimalismo narrativo norteamericano (Hemingway, Cheever, Carver) hicieron el resto.

Pero así como la poesía tuvo una deriva narrativa en los 90, la narrativa experimentó una deriva poética en los albores del S. XXI. Claro está, no en ampulosas “prosas poéticas” o inflamables arrebatos líricos, sino en un modo de construcción del relato que opera con los motivos de la historia como el poema lo hace con las palabras, a través de resonancias internas. Ya no es la “historia oculta” la que dicta la trama, sino las derivas de la superficie del relato, las “asonancias” y “disonancias” de las acciones de los personajes y el salto hipertextual de un tema a otro a través de vínculos precarios y azarosos.

En el otro plano, el del formato y el soporte, los 90 también marcaron un camino que los narradores transitarían una década después: el de la creación de sus propios medios de publicación: editoriales independientes, fotocopias plegadas, fanzines, libros de cartón, plaquetas, todo un arsenal de guerrilla literaria para difundir la obra. Una obra que debía adaptarse si quería ser difundida por estos medios: una novela de trescientas páginas se atasca al tratar de circular por estos canales en los que los cuentos breves se desplazan como peces en un estanque.

El factor blog

El otro día escuché en una charla de bar, en la que se debatía por qué ya no surgían “10” clásicos en el fútbol argentino, que alguien argumentaba: “Es que en las inferiores ya no se juega con enganche”. Si la formación explica el modo de jugar habría que señalar que la mayoría de los autores surgidos en los últimos años hicieron “las inferiores” en la blogósfera. ¿Qué consecuencias podemos extraer de esto? El blog pareció cumplir aquel célebre dictum lamborghineano: “Primero publicar, después escribir”. La plataforma de publicación precedía a su contenido y lo solicitaba puntualmente para la creación de un público (en general, otros bloggeros, con lo que, de paso, se iban conformando una red de escritores con intereses afines). La publicación en blogs permitió superar obstáculos difíciles de salvar para los escritores noveles de la generación analógica, brindando un acceso en tiempo real a la publicación, la difusión y la circulación (virtualmente ilimitada, aunque casi siempre se trataba de microaudiencias) e incluso noticias sobre la recepción (a través de los comments ). Sin embargo, esta nueva interfaz también imponía sus condiciones: el tiempo de lectura en pantalla es mucho más acotado que en papel, por lo que los posts (artículos) debían ser breves. Se competía con muchos otros blogs que surgieron al mismo tiempo por un público acotado, por lo que el texto debía llamar la atención desde sus primeras líneas, lo que obligaba a una combinación de estilo con escándalo confesional y economía de lenguaje y recursos. El relato corto y la crónica se revelaron rápidamente como géneros privilegiados para este formato.

En La masa y la lengua, Juan Terranova dice: “Que los blogs hayan caído en una semi-desgracia no implica un retroceso. Twitter continúa acentuando las diferencias, extremándolas, con la cultura textual del siglo XX”. Los blogs todavía implicaban un soporte digital para usos propios de la cultura letrada (el cuento, el ensayo, la crónica, el diario). Twitter parece estar ya enteramente del otro lado de la frontera digital. En su timeline pueden pulular personajes independizados de una trama, mientras Facebook permite que la “figura de autor” se construya antes que la publicación de la obra. Los nombres de los factores permanecen pero las ecuaciones de la literatura moderna se dislocan. ¿Qué sucederá con los escritores que se entrenan haciendo piques cortos de 140 caracteres en Twitter y habitan una plataforma (Facebook) que parece prestarle más atención al tercer tiempo que al partido? Todavía está por verse.

¿Literatura 2.0?

Somos objeto de un experimento estético sin precedentes. Imaginen un mundo en el que todos se comuniquen editando y enviándose videos unos a otros. ¿Cómo haría cine una generación formada bajo semejantes condiciones de producción? Chats, posts, tweets, sms, nunca la sociedad estuvo sometida a tales cantidades de escritura y lectura. ¿Es eso literatura? Por ahora no, pero desbarata la autonomía de la disciplina anteriormente conocida como literatura. El nombre de posautonomía con el que Josefina Ludmer ha bautizado el fenómeno indica la intuición de algo que aún no termina de independizarse de un estadio anterior. ¿Qué hace la literatura con esta masa crítica de escritura? La convierte, por un pase de magia, en obra. Títulos como Escribir en Canadá de Luciano Lutereau, Red Social de Ana Laura Caruso u Odio la literatura del yo de Esteban Dipaola y Nuria Yabkowski recopilan entradas de Facebook, búsquedas de Google y chats ajenos capturados en el vértigo de las redes sociales y los publican como propios, poniendo (otra vez) la noción de autoría en crisis. ¿A quién pertenecen esos libros que parecen celebrar menos el perfil heroico de una pluma solitaria que la porosa inteligencia colectiva de una red? Del autor como productor al escritor como editor, las operaciones de selección, captura, recorte, combinación, se vuelven mucho más cruciales que la mera y agotada invención. En la sociedad en la que todos escriben, más importante que saber escribir es saber leer en los intersticios de la red de escrituras.

El e-book como soporte propone una nueva revolución. Si con los blogs todos podían publicar, ahora todos pueden publicar un libro (no pasará mucho tiempo antes de que aparezca un programa amigable y prácticamente automático para diseñar libros destinados al Kindle). Esto podría hacer pensar en la inminente extinción de las editoriales. Sin embargo, ya ha quedado demostrado que pocos son los aventureros que se atreven a explorar la ambigua e ilimitada selva de la red para encontrar algún tesoro oculto. En un mundo en el que las publicaciones se multiplican, el criterio de selección y jerarquización editorial se torna crucial. Tal vez pasemos de lectores de autores a lectores de editoriales y lo que es más, tal vez sean las propias editoriales las que empiecen a dictarle a los autores un programa de escritura (algo de eso ya está anticipado “analógicamente” por la editorial experimental Spiral Jetty, que publica libros brevísimos reproducidos con una impresora láser. Tras una serie de títulos iniciales, varios escritores emprendieron la composición de “libros para Spiral Jetty” cuya existencia nunca habían imaginado antes del surgimiento de la editorial). De todas formas, mal que les pese a los bosques, el papel sigue jugando todavía un rol legitimador y consagratorio. No ha surgido aún un autor que se instale únicamente desde formatos digitales y son muy pocas las editoriales que le dan la espalda a la celulosa para abrazar el e-book (Determinado Rumor o Blatt y Ríos pueden ser algunas).

Como explica Juan Mendoza en Escrituras past , la irrupción electrónica se abre camino en la literatura o bien como referente o bien como matriz productiva, en el primer caso, se trata de un corpus amplio que abarca desde las pioneras La ansiedad de Daniel Link y Keres cojer? = Guan tu fak de Alejandro López hasta la reciente No alimenten al troll de Nicolás Mavrakis, novelas y cuentos que tematizan los nuevos usos de la tecnología a través de mails, chats y mensajes de texto. En el segundo caso se trata de incorporar para la literatura modos de procesamiento de archivos digitales: el loop ( Qué hacer de Katchadjian), el spam ( Poesía spam , de Gradín) y también, a través de la proliferación hipertextual de diferentes discursos tomados de los medios masivos, de la red e incluso de los papers académicos, como en Sol artificial , de J. P. Zooey. En estas obras suelen ponerse en cuestión los límites entre realidad y ficción. La nueva literatura puede ser informe, acta, discurso, paper , el cuento omnívoro, camaleónico, puede adoptar cualquier registro, como el catálogo de la muestra de un artista que nunca existió, o el testimonio del testigo inexistente de un hecho notorio.

Para explicar este progresivo adelgazamiento de la literatura habría que pensar la literatura dentro de una ecuación que incluye tres variables: tiempo, ocio y privacidad. Si los adelantos técnicos de los medios productivos incrementaron los segmentos de ocio en el siglo XIX, fomentando la novela como un consumo posible para atravesar esas horas sin ocupaciones, habría que pensar qué sucede ahora que el ocio se ha vuelto intersticial (breves períodos a lo largo de un día pleno de ocupaciones, urgencias, “conectividad” y distracciones). Los géneros breves, como el cuento o la nouvelle, parecen más aptos para estas pausas que la novela de trescientas páginas. Además, la lectura va camino a perder su carácter privado, casi secreto. Muchas lecturas se comentan en tiempo real a través de tuits o posts en redes sociales. Se lee por recomendación, o para discutir la lectura de otro, se lee “en red”. Es verdad que el e-book hace a toda la literatura portátil y esto podría promover el regreso de los grandes “ladrillos”, aunque esas grandes sagas narrativas parecen haber migrado a otros formatos más acordes con la época (como las series) mientras que la literatura se ha vuelto transgénica: incorpora adn de otras disciplinas, en fuga hacia las artes plásticas (el duchampiano Aleph engordado ), la música ( Los covers es el título de una antología de próxima aparición), el cine (las “Mental movies”, sinopsis de películas inexistentes publicadas como pósteres por la editorial Clase turista). En una literatura del procedimiento, el tamaño no importa, o mejor dicho sí importa que sea breve, y la obra deviene mero testigo del procedimiento que contiene agazapado en su seno.

¿Y la literatura?

No hay lugar para apocalípticos. Nada desaparece, los estratos anteriores conviven con estos nuevos usos y apropiaciones como la pintura de caballete convive en el mundo del arte con los tiburones en formol. Se seguirán escribiendo cuentos clásicos, finales sorpresivos, novelas de trescientas páginas (y de quinientas y de mil). No desaparecerá el artesanado de la frase pulida y la palabra justa ni la trama aceitada como un mecanismo analógico de relojería pero, mientras tanto, parte de la literatura se hace cargo de su tiempo y lanza expediciones a las tierras vírgenes de la era digital para ampliar el campo de batalla. “El nuevo libro reclama un nuevo escritor. El tintero y la pluma de oca han muerto”. La frase es del formalista ruso El Lissitsky y está fechada en 1923.

Lynch

Por Ariel Idez

Alguna vez fantaseé con la idea de escribir una novela que se llamara Villa Lynch. No tenía ni idea acerca del tema o los personajes de la novela, sólo sabía que sucederían cosas extrañas, inexplicables a simple vista, aunque con alguna lógica secreta oculta (oculta, tal vez, incluso para mí mismo). La referencia, obvia, era la del director de cine David Lynch. Se trataba de recrear en un texto literario la atmósfera, el clima que me trasmiten algunas de sus películas (como Terciopelo Azul, Mullholand Drive o Carretera perdida, sobre todo Carretera perdida). Pero había algo más, porque el nombre de “Villa Lynch”, un pequeño departamento del Partido de San Martin, en el Conurbano Bonaerense, no me era del todo ajeno: formaba parte de charlas y anécdotas familiares que yo venía escuchando desde la infancia, al punto que supe mucho antes de la localidad que del director; uno me hablaba de lo familiar, el otro, de lo siniestro (que como alguna vez explicó Freud, no deja de ser otra forma de lo familiar). Pero también había misterio en lo familiar, empezando por el nombre, ¿por qué “Villa Lynch”? y siguiendo por su ubicación geográfica, que desconocía por completo: al ser un lugar localizado dentro de otro más grande, todo se me tornaba más confuso. Podía afirmar a ciencia cierta que había estado en San Martín (mis abuelos vivían en Caseros y mis tíos abuelos, en San Martín, adonde íbamos a pasar las fiestas religiosas y otros eventos familiares), pero ¿Dónde estaba Villa Lynch? ¿Había pisado alguna vez ese mítico locus amoenus? Lo ignoraba. Sobre el nombre, una ligera investigación para escribir estas líneas me reveló que se debe a la estación Coronel Francisco Lynch, ubicada en el kilómetro 6.748 de la línea ferroviaria General Urquiza. Y del coronel, que fue un militar que participó en la Guerra de la Independencia y que colaboró en la frustrada revolución de Salvador Maza contra Rosas de 1839, lo que lo obligó a tratar de buscar asilo en Montevideo, pero el baquiano que lo tenía que conducir hasta la barcaza que lo cruzaría al otro lado del Plata lo traicionó y lo emboscó la Mazorca. ¿Fin de la historia? No, falta algo más: José Mármol se sirvió de la anécdota para reivindicar a este mártir unitario en Amalia, primera novela argentina. Por lo que Villa Lynch, vía ferrocarril, podía reivindicar un vínculo con los inicios de la literatura argentina como pequeño poblado dentro del Partido de General San Martín (que por otra parte se autodenomina “Cuna de la tradición” por ser el lugar en el que nació José Hernández). Y si vamos aún más lejos en busca de próceres, mártires, héroes y personajes, Lynch es también Guevara, es decir el Che. Es más, Lynch es la parte negada de Guevara, la represión de la alta alcurnia en el origen del héroe revolucionario, basta imaginarse sólo por un momento si el héroe que empapela los cuartos las remeras los afiches las banderas fuese el “Che Guevara Lynch” por no hablar de la insoportable aliteración que compondría el “Che Lynch”. Lynch como el lado oscuro de Guevara, el ying aristocrático en el yang revolucionario. Pero para mí Villa Lynch no era tierra de héroes ni de aristócratas y menos de escritores aunque sí era cuna de una figura asaz paradojal: los judíos comunistas, e incluso más: los judíos comunistas burgueses. Leyendo un revelador artículo de la historiadora Nerina Visacovsky, comprendo que Villa Lynch se convirtió, con el impulso que el primer peronismo dio a la sustitución de importaciones, en un enclave de la producción textil. Los inmigrantes judíos que habían adquirido el oficio en sus pueblos natales de Europa Oriental, como Byaliztok, de donde provenía Cecilia, mi abuela paterna, se concentraron en esa localidad y pasaron de obreros a empresarios con el firme propósito de convertir a Villa Lynch en la “Manchester argentina” (otro proyecto lyncheano) pero sin dejar de ser comunistas, lo que generaba situaciones dignas de relatos talmúdicos, como el de Rozemberg, dueño de un taller textil en el que era muy estricto con sus obreros… hasta que un día uno fue y le dijo: “Escúcheme, ¿por que usted nos trata así, si dice que es comunista?” A lo que Rozemberg repuso: “Bueno, para que vean que mal se vive en el capitalismo”. Estos burgueses comunistas eran, encima, judíos, lo que significa que no sólo vivían su profesión sino que a demás profesaban su religión, como conflicto. De todos modos esto no impidió que, en el marco de las políticas de Perón (del que también renegaban aunque le debían su prosperidad) sus negocios florecieran. Un epifenómeno del crecimiento de esta comunidad tan heterogénea fue la creación de una institución que agrupara a sus miembros y que promoviera actividades sociales, deportivas y culturales: el club Isaac León Peretz. Más conocido como “El Peretz”, fue otro nombre enigmático de mi infancia: sin haber puesto un pie ahí, escuchaba todo tipo de historias, amistades, discusiones que orbitaban alrededor de ese nombre tan raro, como si se tratara de un “Perez judío” (eso pensaba yo, tal vez lo adjudicara a alguna estrategia de la colectividad para congraciarse con el resto de la comunidad). Tampoco terminaba de entender bien qué era “El Peretz”, ya que oía historias sobre teatro idish que después se mezclaban con torneos de vóley, partidos de básquet combinados con relatos sobre una mítica biblioteca.

Mi abuelo Isaac cumplió con dos de los términos de la identidad paradójica: fue judío comunista, aunque nunca se pasó al bando de la burguesía. Muchos hijos de estos empeñosos proletarios (y/o pequeños burgueses) se convirtieron en profesionales, así mi Zeide (abuelo en Idish) le bancó la carrera de Derecho a mi viejo mientras se quedaba medio sordo entre el estruendo de los telares. ¿Cuántas generaciones se necesitan para crear un artista? Lynch David diría que ninguna, que alcanza con un chispazo, con seguir una intuición adecuada, con capturar un gran deseo que nada en aguas frías y profundas como el “Pez dorado” de su libro Atrapa el pez dorado. Ahí Lynch rememora sus orígenes “Me gustaba pintar y dibujar. Y a menudo pensaba, equivocado, que cuando te hacés adulto dejás de pintar y dibujar y te dedicás a a cosas más serias. Una noche conocí a un tipo llamado Toby Keeler. Mientras charlábamos, me contó que su padre era pintor. Pensé que tal vez se refiriese a pintor de brocha gorda, pero la conversación acabó revelándome que de hecho su padre era un excelente artista. Aquella conversación cambió mi vida (…) de pronto supe que quería ser pintor. Y quería llevar una vida de artista”. Lynch también explica que, para ser artista, hay que dedicar tiempo (él propone al menos cuatro horas diarias). Parece difícil que un inmigrante que escapa del hambre de la Europa Oriental (o del nazismo) pueda destinarse horas a la creación estética; y pienso que tal vez en su hijo, incluso con la vida más holgada de un profesional, aun esté fresca la memoria de la intemperie. El arte como resultado se justifica, pero como proceso es lo antiproductivo por excelencia. Pensaba en escribir esto (que todavía no acierto a saber bien qué es) y la idea me daba vueltas mientras “trabajaba” en la relectura, para un seminario, de El género gauchesco, el clásico de Josefina Ludmer cuando el texto me trajo, a través de una nota al pie, la voz de Lynch, John, el historiador británico autor de la biografía de Rosas[1] (el que mandó a matar a Lynch, Francisco) que decía: “La clase dirigente había impuesto tradicionalmente un sistema de coerción sobre la gente a quienes ellos veían como mozos vagos y mal entretenidos, vagabundos sin empleador ni ocupación, perezosos que se sentaban en grupos, tocando la guitarra y cantando, tomando mate y jugando, pero, al parecer, nunca trabajando”. De modo que arribé a la fórmula: se requieren al menos tres generaciones para engendrar un artista: una que sobrevive, otra que consolida y la tercera, que despilfarra. Leyendo el artículo de Visacovsky sobre Villa Lynch y el Peretz entendí hasta qué punto esas contradicciones me atraviesan; parafraseando a Borges, y al igual que al Peretz, dios me ha dado los libros y el deporte: practico natación desde hace más de veinte años. Un día, mientras celebrábamos el cumpleaños de mi padre, Jorge, hijo de Isaac, junto a mi tío y mi tía abuela (Aida, hermana de Cecilia, esposa de Isaac) a cuenta de nada mi hermano contó que iba a viajar a Baradero para una competencia de aguas abiertas en el auto con un compañero del club que se llama Alejando Lipszyc. Mi tía Aida, que parecía no estar prestando atención estalló en un grito ¡El hijo de Pedro! Después nos contó que Pedro, hijo de Isaac Lipszyc (obrero textil que montó un taller en el fondo de su casa) había sido el médico de cabecera de su familia durante décadas; por supuesto, cuando vivían en Villa Lynch. La anécdota dio pie a recuerdos e historias del lugar y a mi lamento por no haber conocido el Peretz , “¡Pero sí lo conociste!”, dijo Elsa, mi madre, y me recordó que en los años ’90, cuando estaba federado había ido a competir a la pileta del Peretz; visita de la cual no guardo ni un recuerdo. ¿Por qué borré esa visita de mi memoria? Creo que recién ahora, que escribo esto, entiendo qué es “El Peretz” y pienso que no se puede recordar algo que no se entiende, no hay memoria sin sentido, salvo el trauma, lo reprimido que vuelve. Me gustaría volver al Peretz y recorrerlo con alguien que lo haya conocido bien para que me muestre la biblioteca llena de volúmenes en idish, la cancha de básquet, la sala de teatro, pero está cerrado y clausurado, producto de las políticas neoliberales que condenaron a todo Villa Lynch a un irremediable ocaso y, a sus judíos, a una nueva diáspora (mi tía Aida dejó su casa de San Martin y ahora habita un departamento en Villa del Parque). Alejandro, hijo de Pedro, nieto de Isaac Lipszyc, es (tercera generación) un fotógrafo extraordinario y dedicó uno de sus ensayos a los clubes de barrio. En una decisión que juzgo muy acertada, los retrató sin gente, llenos de un vacío que es el de la soledad y el del recuerdo. En esa serie hay una foto del Peretz de Villa Lynch, del único lugar en el que tengo la certeza de haber estado (aunque no lo recuerde): la pileta del Peretz. Alejandro, a quien conocí nadando en otra pileta (de otra Villa: Crespo) produjo una imagen del Peretz que es como mi recuerdo del Peretz: el reflejo, en una pileta llena de agua inmóvil, de un espacio vacío, vaciado; un escenario familiar e inquietante a la vez: una imagen lyncheana.

Cuando pensaba en escribir este texto, que aún ya escrito no acierto a decir qué es, tenía algunas ideas pero me preguntaba cómo lo iba a concluir y no se me ocurría nada. Hasta que abrí Atrapa el pez dorado y leí lo primero que vino a mis ojos:

LA CAJA Y LA LLAVE

No tengo ni idea de lo que son.

Publicado en Revista Desconocida del martes 22 de mayo de 2018.

Adolfo Couve: la vuelta del arte de escribir

Por Ariel Idez

Narrativa extranjera. “Tres novelas breves”, con prólogo de César Aira, vuelve a poner en manos de los lectores la obra del maestro chileno.

Entre los múltiples significados de la palabra “cuadro” hay dos que definen el anhelo artístico de Adolfo Couve: “obra pictórica” y “descripción tan viva y animada, que el oyente o el lector puedan representarse en la imaginación la cosa descrita”. Tras veinte años de silencio, vuelve a estar a disposición de los lectores argentinos la obra de un artista que relegó una promisoria carrera como pintor para arriesgarlo todo en la literatura.

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“El fin del nomadismo”, Suplemento Radar Libros, Domingo 5 de julio de 2009

Fue su último libro, publicado originalmente en 1988. Con la reedición de La condición efímera casi toda la obra de Néstor Sánchez ha vuelto a la circulación.

Usted escuchará algo cercano a la pura espontaneidad en estas performances”, escribía el pianista Bill Evans en la introducción al disco Kind of blue. Algo similar podría decirse para presentar los relatos de La condición efímera, el libro que Néstor Sánchez publicó originalmente en 1988 y que ahora reedita Paradiso. No caben dudas de que Sánchez ocupa un lugar en el panteón de la narrativa experimental argentina, junto a nombres como Osvaldo Lamborghini o Héctor Libertella. Sin embargo, su obra parece haber corrido una suerte inversa a la de aquéllos: celebrada en su momento como una de las más originales y prometedoras de principios de los setenta, se trasladó del centro al margen mientras el nombre de su autor devino en la contraseña de un puñado de entendidos.

El mito de Sánchez parece haber perjudicado la lectura de sus textos: bailarín profesional de tango junto a Juan Carlos Copes en su juventud, novelista celebrado por Cortázar y el semanario Primera Plana, viajero trashumante por Latinoamérica y Europa una década después, Sánchez fue publicado por Seix Barral en España en pleno boom de la literatura latinoamericana y Gallimard le editó en francés su primera y cuarta novela, pero su hastío no hacía más que crecer, fogoneado por una obsesiva conciencia de la finitud de la vida. En busca de respuestas, se acercó a las propuestas del místico ruso George Gurdjieff y ahí encontró una justificación para prolongar la vida y continuar la obra. En ese plan, siguiendo el consejo de su instructor, se trasladó en 1980 a los Estados Unidos y allí se despojó de todo para vivir como vagabundo en las calles de Manhattan y Los Angeles.

Sánchez regresó al país en 1986, cuando sus lectores lo daban por muerto (incluso llegaron a hacerle homenajes en su ausencia), pero logró recuperarse y dos años después editó La condición efímera. Si bien el volumen incluye relatos anteriores, la mayor parte de los cuentos fueron escritos a su regreso, en base a borradores que el escritor le enviaba a su madre desde Norteamérica, cuando podía reunir el dinero necesario para la encomienda postal. De ahí que muchos de los textos reconozcan un sesgo biográfico. Diario de Manhattan resulta muy ilustrativo al respecto: no sólo narra las vicisitudes de Sánchez como clochard en una ciudad que su amarga visión identifica con la decadencia de la cultura occidental, sino que también describe sus esfuerzos por seguir los ejercicios de la doctrina Gurdjieff, entre los que se cuenta el de escribir con la mano izquierda. En Ley del tres se ficcionaliza un episodio real, en el que el autor intentó reunir en Nueva York a su antigua pareja con su mujer de entonces y alojarse todos juntos en el mismo departamento; Adagio narra, sin nombrarlo jamás, el encuentro que el escritor y su amigo Hugo Gola tuvieron con el poeta Juan L. Ortiz en su casa de Entre Ríos. De todas formas, a pesar del sustrato referencial, Sánchez no renuncia ni un ápice a su estilo único e inimitable, más atento a la sonoridad musical de las palabras que al sentido que encadenan.

Con este libro de relatos está casi completa la reedición de la obra de Sánchez; sólo restaría su tercera novela: El amhor, los orsinis y la muerte. En 2004 Alción dio el primer paso con Nosotros dos, a la que siguió Siberia Blues y Cómico de la lengua (Paradiso). Al echar una mirada a todos sus libros puede advertirse cómo el autor, en la misma medida que extremaba sus procedimientos, pasó de cierta nostalgia barrial en sus dos primeras novelas a una experimentación más radical, hasta que los motivos místicos a los que se había abocado acabaron por filtrarse en su narrativa.

Aciago destino el de Sánchez, a pesar de haber fallecido en 2003 no pudo volver a escribir. Decía que se le había acabado la épica, que en su caso equivalía a un compromiso total y absoluto con una escritura que se juega en cada párrafo al límite mismo del silencio. La reedición de La condición efímera hace justicia al estilo irrenunciable y sin concesiones con el que construyó una voz única en la literatura argentina.

“El capitán de las lluvias” (con Sergio Nuñez) Suplemento Radar, Domingo 22 de febrero de 2009

Los servicios meteorológicos son tristemente célebres por no acertar buena parte de sus pronósticos. Sin embargo, hace 70 años, en pleno auge del electromagnetismo, un ingeniero entrerriano osó ir mucho más allá de las predicciones. Y no conforme con anunciar lluvias, se propuso provocarlas. Su nombre era Juan Baigorri Velar y aseguraba haber inventado una máquina que hacía llover. Entre sus discutidos logros se cuenta haber detenido una sequía de tres años en Santiago del Estero, otra de ocho en San Juan y, por gusto, regalarle una tormenta a Buenos Aires en enero de 1939.

Corrían los últimos días de diciembre de 1938 cuando Juan Baigorri Velar, un entrerriano de Concepción del Uruguay criado en Buenos Aires, se presentó ante la opinión pública con su original invento. Para ese entonces, el hombre ya contaba con 47 años, el título de ingeniero en Geofísica de la Universidad de Milán y cuatro continentes recorridos al servicio de diversas compañías de combustible para las que realizaba estudios sobre composición de suelos y exploración petrolífera. A fin de ayudarse en su trabajo, Baigorri había desarrollado y construido en Italia sus propios instrumentos de precisión que le permitían detectar la presencia de minerales y las condiciones electromagnéticas de los suelos. La eficacia de estos dispositivos quedó demostrada en una breve visita al país durante la cual lideró la misión científica que descubrió el Mesón de hierro, un aerolito caído 200 años antes en el impenetrable monte chaqueño. El prestigio del ingeniero también motivó el llamado de Enrique Mosconi para repatriarlo definitivamente e invitarlo a formar parte de la naciente YPF en enero de 1929. Sin embargo, nada de esto hacía presagiar el fortuito descubrimiento que cambiaría su vida: un artefacto para hacer llover a voluntad.

UN HALLAZGO CASUAL

“En 1926, mientras trabajaba en Bolivia en la búsqueda de minerales utilizando un aparato de mi invención, noté algo curioso. Cuando conectaba el mecanismo y éste se ponía en funcionamiento, se producían lluvias ligeras que me impedían trabajar. Me llamó la atención el fenómeno y consideré que esas pequeñas lluvias podrían ser originadas por la congestión electromagnética que la irradiación de mi máquina producía en la atmósfera”, explicó Baigorri a los periodistas de Crítica cuando le preguntaron sobre la génesis de su creación.

Por aquellos años, el “telégrafo sin hilos” de Guillermo Marconi ya se había popularizado y en el electromagnetismo parecían estar cifradas las mayores esperanzas de la humanidad. Y también las más grandes amenazas si se tiene en cuenta el “Rayo de la Muerte” que el heterodoxo científico Nikola Tesla había presentado en 1924 como el arma más mortífera jamás inventada por el hombre. Según este serbio radicado en Estados Unidos, el rayo despedía ondas electromagnéticas invisibles capaces de derribar un aeroplano a 400 kilómetros de distancia. Y también decía poder utilizar los campos magnéticos para producir y distribuir sin cables ilimitadas cantidades de electricidad. Aunque sus extravagancias y algunos accidentes le valieron el descrédito de sus contemporáneos, hoy se admite que el control remoto, el radar y el horno a microondas, entre otros elementos de la vida moderna, se han desarrollado en base a sus investigaciones.

Contemporáneo de Tesla e ilusionado por su hallazgo casual, Baigorri se entregó a numerosos estudios con el objetivo de perfeccionar el dispositivo que a su entender provocaba las precipitaciones. “Modifiqué la constitución y potencia del mecanismo, combiné metales radioactivos y reforcé el poder de las sustancias químicas”, comentó el inventor que durante 12 años recorrió de incógnito la frontera uruguayo-brasileña y buena parte de Argentina, allí donde los lugareños atribuían a la naturaleza las lluvias que él adjudicaba a su artefacto. Su obsesión fue tal que lo llevó a mudarse para evitar que la humedad de su casa de Caballito dañara sus instrumentos. Para eso, un día recorrió de punta a punta en tranvía la Avenida Rivadavia, munido de un altímetro que le permitió detectar el punto más elevado de la ciudad, a la altura de la calle Araujo, en el barrio de Villa Luro. Al poco tiempo, se instaló con su esposa e hijo adolescente en una casona de la esquina de Araujo y Ramón L. Falcón, en cuyo altillo montó un laboratorio donde continuó sus investigaciones. Y según su propio testimonio, desde allí también aguó varios fines de semana de 1938: “Las lluvias de julio fueron mías”, le aseguró a Crítica.

El resultado de sus estudios fue una caja del tamaño de un televisor de 14 pulgadas que contenía “una batería eléctrica, una combinación de metales radioactivos fortificados por el aditamento de sustancias químicas y dos antenas de polo negativo y positivo”. Esas antenas enviaban al cielo las emisiones electromagnéticas que generaban los metales de la caja con el propósito de provocar la congestión atmosférica y desencadenar la precipitación pluvial.

EL PRIMER GRAN DESAFIO

Convencido de la eficacia de su invento, el ingeniero decidió darlo a conocer. Así fue como se presentó en las oficinas del Ferrocarril Central Argentino y se entrevistó con su gerente, mister Mac Rae, para que le brindara apoyo logístico y diera fe de la efectividad de su aparato. “Así que usted puede hacer llover. Entonces, haga llover en Santiago del Estero”, cuentan que le dijo el directivo mientras esbozaba una sonrisa y se apoltronaba en el sillón de su oficina. La provincia sufría una de las peores sequías de su historia y llevaba tres años sin precipitaciones significativas pero, lejos de amilanarse, Baigorri aceptó el convite y hacia allí partió, acompañado por Hugo Miatello, jefe de Fomento Rural del ferrocarril, quien viajó como representante de la empresa y testigo de la experiencia.

Ambos arribaron en noviembre a la localidad de Pinto, azotada por el caluroso viento norte y un sol que caía a plomo sobre la tierra reseca. Según Miatello, minutos después de que Baigorri accionara su máquina, el viento cambió de dirección y comenzó a soplar del este, mientras el cielo se cubría paulatinamente de nubes. Doce horas más tarde, cayó un ligero chaparrón y apenas se apagó el artefacto, retornó el viento norte. No conforme con esto, el inventor se dispuso a construir un dispositivo de mayor potencia y, junto a Miatello, regresó a Santiago el 22 de diciembre. El gobernador Pío Montenegro les facilitó la escuela granja de la provincia y tras 55 horas de funcionamiento, el aparato borró tres años de sequía con una tormenta que se prolongó por once horas y descargó 60 milímetros de agua sobre la capital santiagueña.

REGRESO TRIUNFAL

De vuelta en Buenos Aires, Baigorri fue recibido como un héroe y varios diarios se hicieron eco del acontecimiento. Al punto de que The Times, de Londres, lo entrevistó telefónicamente y un ingeniero norteamericano le hizo una oferta para adquirir la patente, lo que Baigorri rechazó con encendido patriotismo: “Soy argentino y quiero que mi invento beneficie a mi país”, le contestó.

Aunque el “Júpiter moderno”, como lo apodó la prensa, también debió hacer frente al escepticismo de la comunidad científica y a las críticas de su principal detractor: el titular de la Dirección de Meteorología, Alfredo Galmarini, quien calificó al experimento de “parodia” y sostuvo que las lluvias de Santiago habían sido anunciadas. A lo que Baigorri respondió mostrando un recorte del pronóstico publicado por el diario El Liberal, donde se leía: “Santiago del Estero, Chaco y Formosa: bueno y caluroso, con poco cambio de la temperatura”. Galmarini no se dio por aludido y burlonamente afirmó: “Aumentando la potencia del aparato y multiplicando en gran cantidad su número podríamos llegar sin mayor esfuerzo mental al diluvio universal”, para concluir, categórico: “No sólo no creo en la seriedad del inventor, sino que también considero que se trata de un canard como no habíamos visto otro en el terreno de la meteorología”. La réplica no se hizo esperar. “Como respuesta a las censuras a mi procedimiento, regalo una lluvia a Buenos Aires para el 3 de enero de 1939”, vaticinó el “revolucionario del cielo”. La nota, firmada de su puño y letra, fue publicada por Crítica el 27 de diciembre. El desafío estaba planteado.

AÑO NUEVO, NUEVAS LLUVIAS

Durante esos días, poco importó el mensaje de fin de año del cuestionado presidente Roberto Ortiz y tanto la amenaza que Adolf Hitler proyectaba sobre Europa como las bombas que los nacionalistas lanzaban sobre Barcelona para quebrar el frente catalán republicano, en plena Guerra Civil Española, pasaron a un segundo plano. El asunto era si Baigorri lograría o no hacer llover.

El 30 de diciembre, el ingeniero activó su máquina y encendió las expectativas. Ese mismo día, fue recibido por el ministro de Agricultura, José Padilla, y a la salida de la reunión, pese a su carácter reservado, se permitió una humorada: compró un paraguas y lo hizo enviar a la oficina del director de Meteorología. Mientras tanto, tres millones de personas miraban al cielo y cruzaban apuestas. Baigorri decía que hacer llover en Buenos Aires era cosa fácil por la cercanía del río. El problema era de otra índole. “Tengo que dosificar constantemente la energía del aparato para que la lluvia no se adelante y evitar que Buenos Aires se transforme en el epicentro de un ciclón tormentoso”, declaró. El 31, en efecto, el clima se hallaba enrarecido. Las crónicas de la época cuentan que el viento cambiaba a cada instante de dirección, la atmósfera se había tornado irrespirable y sobre el altillo de Villa Luro se divisaba un nubarrón que se extendía sobre la ciudad como una mancha de aceite. La sugestión llegó a tal punto que una multitud se congregó frente a Araujo 105 para pedirle al “llovedor” que interrumpiera la experiencia y no aguara las fiestas de fin de año. Por su parte, Meteorología “abrió el paraguas”, pronosticando para la fecha anunciada “nubosidad variable con probabilidad de chaparrones y tormentas eléctricas aisladas”.

El 1º transcurrió en una tensa espera. El inventor repetía que entre el 2 y el 3 haría llover, pero el cielo se había despejado y muchos ya presagiaban un fracaso. No obstante, esa misma noche resurgieron las nubes y a la madrugada empezó a caer una tenue llovizna que a las cinco se convirtió en un chaparrón sostenido con vientos huracanados y características de temporal. La quinta edición de Crítica tituló en tapa: “Como lo pronosticó Baigorri, hoy llovió”. Noticias Gráficas también puso el hecho en primera plana y, para el día siguiente, se permitió publicar los dos pronósticos: el del “mago de Villa Luro” y el oficial. Incluso La Nación, que no mencionó ni una palabra de lo sucedido, en la sección del clima comentó que había llovido de madrugada, “después de varios días en que el tiempo asumió características por demás irregulares”. El derrotado Galmarini no quiso hacer declaraciones, mientras una muchedumbre acudía a la esquina de Araujo y Falcón, donde nació un nuevo cantito popular: “Que llueva, que llueva/ Baigorri está en la cueva/ enchufa el aparato/ y llueve a cada rato”.

Tras su éxito en Buenos Aires, el ingeniero viajó a Carhué, invitado por las autoridades de esa localidad bonaerense, para poner término a la sequía que había vaciado el Lago Epecuén. Baigorri puso manos a la obra y del 7 al 8 de febrero desató dos tormentas eléctricas que desbordaron el lago y fundieron el flamante reloj de la plaza.

IMPASSE, RETORNO Y OSTRACISMO

Después de esta sobreexposición, el “Júpiter moderno” regresó al perfil bajo y a su antiguo oficio, haciendo relevamientos petrolíferos para particulares. Hasta que a fines de 1951 volvió al ruedo con el peronismo. Convocado por el ministro de Asuntos Técnicos, Raúl Mendé, su primera misión fue en enero del ‘52, en Caucete, San Juan, donde remedió ocho años de sequía con tres lluvias y detuvo al mismísimo viento Zonda. Ese mismo año viajó a Córdoba y el 21 de noviembre hizo caer 81 milímetros, aunque esta vez se le fue la mano: la tormenta trajo consigo un tornado devastador. Luego de ajustar el mecanismo, consiguió dos precipitaciones más que dejaron al Dique San Roque con un nivel superior a los 35 metros. En 1953, el inventor desembarcó en La Pampa y sus ondas electromagnéticas provocaron lluvias que sumaron 2160 milímetros en toda la provincia. Tiempo más tarde, sin embargo, Mendé suspendió el apoyo del gobierno. ¿La razón? La obstinada negativa de Baigorri a revelar las bases científico-técnicas de su invento.

Paradójicamente, el celo con el que el “llovedor” guardó su secreto lo condenó al ostracismo. Y cuando alguien volvió a preguntarle acerca del tema, contestó que había destruido los planos y que no patentaría el artefacto porque para eso era menester describir su funcionamiento. También afirmó que sólo él podía manipular el “pluviógeno”, como lo bautizara Crítica en 1939, e incluso advirtió que, como Pandora, si se abría la caja, ella podría desencadenar tempestades por la mezcla de las sustancias radioactivas.

Al final, decepcionado por lo que él sintió como una incomprensión oficial, Juan Baigorri Velar archivó definitivamente su máquina y no volvió a hacer demostraciones públicas.

Olvidado, falleció en 1972, y quiso el destino que su entierro se llevara a cabo bajo un copioso aguacero. Hoy ni siquiera se conserva la casa de Araujo 105, de cuya azotea emergiera la antena que parecía dominar el cielo porteño a voluntad: en su lugar construyeron un coqueto edificio. Se ignora, asimismo, el paradero del misterioso aparato. Una versión indica que habría terminado arrumbado en los fondos de un taller mecánico de Villa Luro. Tal vez de allí lo recogieron para venderlo como chatarra y en ese acto se haya perdido para siempre la imposible reliquia de una Argentina potencia que nunca fue.

“Historia de O” en Suplemento Radar Libros, Domingo 4 de enero de 2009

Adscribir a Osvaldo Lamborghini al mito es a esta altura un lugar común que no deja de ser rigurosamente cierto. Escritor mítico y con el aura de maldito aún iluminándolo, se extrañaba una biografía dedicada a su persona. Ricardo Strafacce cumplió con creces, elevando el nivel de un género poco frecuente en la literatura argentina.

Osvaldo Lamborghini, una biografía
Ricardo Strafacce

847 páginas
Mansalva

Osvaldo Lamborghini es un escritor que convoca al mito: durante años se habló en los corrillos literarios de una portentosa biografía “de más de mil páginas” sin que nadie pudiera aclarar si el libro en cuestión existía o si también formaba parte del ya extenso acervo mítico que rodea su obra. Pues bien, Osvaldo Lamborghini, una biografía no sólo existe sino que acaba de ser publicado por la editorial Mansalva y gracias a los buenos oficios de su autor, Ricardo Strafacce, viene a poner blanco sobre negro en la leyenda, al tiempo que aporta claves para una lectura renovada de un escritor sin el cual no sería posible entender la literatura argentina actual.

Autor siempre atento a las inflexiones de los géneros, lector devoto del Martín Fierro (¿poema o novela?), Osvaldo Lamborghini practicó él mismo esta política transgenérica, como lo revela una de sus frases más célebres: “En tanto poeta, ¡zas! novelista”. Sólo que su oscilación no se limitó al locus del libro sino que se desplegó en el escueto y vertiginoso espacio de la frase. Tal vez por eso no extrañe que su biografía pueda ser leída como una de las mejores novelas de los últimos años. A estos efectos concurren los buenos oficios de Strafacce, que aúna un trabajo de investigación rigurosísimo y un lúcido análisis crítico de los textos con una escritura fluida, plena de recursos narrativos y el aporte de la singular vida de su biografiado, quien asumió a conciencia el estigma del artista genial y maldito y lo encarnó hasta sus últimas consecuencias.

En el principio fue El fiord, una novela (¿o relato?) de escasas páginas que recreaba los aires de orgía política que campeaban en El matadero de Echeverría y, como aquél, estaba llamado a (re)fundar la literatura argentina. A partir de entonces muchos comenzaron a preguntarse, al igual que César Aira en la edición póstuma de sus textos, “¿cómo se puede escribir tan bien?”. Se trataba de un fraseo inédito en el que las consignas políticas del momento fraguaban en frío en los octosílabos de la gauchesca. Con ese librito se perfilaba al mismo tiempo un misterio, el del alumbramiento de ese estilo, que parecía haber sido parido (como en el mismo relato) de la nada. La biografía intenta dar cuenta de estos interrogantes; por un lado rastrea los escritos anteriores (muy escasos y desparejos, lo cual resulta aún más asombroso) y por el otro reconstruye con precisión el “clima de época” y la experiencia sindical de Lamborghini, su formación teórico-política y sus apasionadas lecturas de los poetas gauchescos, herencia directa de su hermano Leónidas, con quien mantendría una relación de amor-odio durante toda su vida, plasmada en obras maestras como la “Novena escena del paciente” de Leónidas y “Die Verneinung”, de Osvaldo. En lo que respecta a la reconstrucción histórica, la detallada documentación que aporta este trabajo permite asomarse a las tensiones y evoluciones del campo literario de la época y aborda episodios poco conocidos, como el caso de la revista Literal, fundada por Germán García, Luis Gusman y el propio Lamborghini, que introdujo el inédito cruce de psicoanálisis lacaniano y literatura, junto a los inicios literarios de Aira, Fogwill, Héctor Libertella, Arturo Carrera y Néstor Perlongher, entre otros y en virtud de cuya presencia también puede postularse a este libro como una historia naciente del canon actual de la literatura argentina.

Atentos a aquella “muerte del autor” decretada años atrás por el posestructuralismo, algunos se preguntarán si vale la pena internarse en la incierta selva de la vida de un escritor y si esta excursión a los pormenores existenciales modificará en algo la lectura de su obra. La respuesta es que sí, y por varios motivos. En primer lugar Strafacce no se limita a narrar las peripecias de su biografiado (ya de por sí extraordinarias) sino que también intercala un pertinente análisis de sus escritos. En segundo lugar, y más importante aún, la biografía permite constatar algo que ya se intuía en la lectura de la obra de Lamborghini: la fuerte impronta autorreferencial que recorre casi todos sus textos (exceptuando los de sus últimos años en Barcelona, en los que prescindió de este recurso para abocarse a la pura invención). Esta mención constante de acontecimientos personales está presente en la prosa, pero también, y tal vez más aun, en su poesía, que a la luz de las revelaciones de Strafacce cobra un cariz semántico completamente nuevo (sin alterar un ápice la genialidad del estilo que ya desde antes la volvían imprescindible) y puede ser leída de una forma completamente distinta bajo esta clave. También en esto Lamborghini parece haber anticipado (y superado al mismo tiempo) una tendencia de estos días, el “giro autobiográfico”, como él mismo escribía: “(…) a mí me salvará ese acceso a una escritura/ confesional megalómana, burdamente/ mitómana”. A esto cabe sumar que la biografía consigna absolutamente todo lo que escribió y publicó a lo largo de su vida, incluyendo sus artículos periodísticos, reseñas literarias, guiones de comics y cine. En este punto resulta clave la perspicacia del biógrafo, que no trata a estos materiales con deferencia sino que los lee atentamente y rastrea en ellos muchas veces el germen de desarrollos posteriores en la obra de Lamborghini.

Un lugar aparte merece su correspondencia, tal vez el último tesoro entre los inéditos lamborghinianos, de la que Strafacce hace un uso generoso para deleite del lector. En esas cartas Lamborghini despliega el teatro de la palabra y monta el drama del autor que comprende, entre resignado y lúcido, su inevitable destino: escribir para ser publicado y celebrado sólo después de su muerte, como él mismo confiesa: “El aire póstumo, el manuscrito encontrado entre los papeles del ‘maestro’ imaginario, en la tecnología de una botella de whisky”.

Libro imprescindible para los admiradores de Lamborghini y puerta de entrada ideal para quienes deseen abordar su obra, esta biografía le pone un piso muy alto a un género que en nuestras letras nadie había tratado con tanto rigor, seriedad y talento y es, al mismo tiempo, la apasionante crónica de un escritor genial que releyó la literatura argentina y la transformó –pervirtió– para siempre.

“La pandilla salvaje” (con Osvaldo Baigorria) Nota de tapa del Suplemento Radar, domingo 10 de agosto de 2008

A principios de los años ’70, en México DF, un grupo de jóvenes poetas expulsados de la universidad, herederos del aliento vital de los beatniks, de la libertad subversiva de las vanguardias europeas, de la renovación latinoamericana y de la derrota revolucionaria, irrumpió en la escena de las letras con un lema que iba por todo: “Volarle la tapa de los sesos a la cultura oficial”. Años después, Roberto Bolaño, uno de los fundadores de aquel Movimiento Infrarrealista, lo mitificaría con justicia, crudeza y lirismo en su novela Los detectives salvajes. Ahora, la edición de Jeta de santo (Fondo de Cultura Económica), una antología de poemas de Mario Santiago Papasquiaro, en quien está inspirado el personaje del gran Ulises Lima, es la excusa para contactarse con los otros miembros del grupo y reconstruir la historia de aquel aullido que proponía unir a Rimbaud con Marx para cambiar el mundo y la vida al mismo tiempo.

A diez años de su publicación, Los detectives salvajes puede adjudicarse el mérito de haber fundado un doble mito: el de su autor, el chileno Roberto Bolaño, y el del grupo de jóvenes poetas que la novela inventa como real-visceralistas y que la literatura mexicana recuerda a regañadientes por su auténtico nombre: infrarrealistas.

La edición de Jeta de santo, antología de poemas de Mario Santiago Papasquiaro, el Ulises Lima de Los detectives…, así como la anunciada filmación de la novela en México, sumada a la reciente recopilación de ensayos reunidos en Bolaño salvaje, no ha hecho más que reforzar el interés por esa banda de iconoclastas surgida cuando las expectativas políticas y estéticas de los ’60 eran enterradas junto a las víctimas de la masacre de Tlatelolco y de las dictaduras militares latinoamericanas.

Heracliteanos, hedonistas, beatniks, surrealistas, futuristas, marxistas, patafísicos, los infras se postularon herederos de todas las vanguardias pero a destiempo. Como aquellos que saben que es demasiado tarde e igual apuestan a retomar el sueño. Bolaño escribió en su manifiesto fundacional: “Soñábamos con utopía y nos despertamos gritando”. Se trató menos de un gesto paródico que de un vanguardismo trágico, sostenido sobre los pilares de la arrogancia y la valentía de la juventud. Mario Santiago dirá en su propio manifiesto: “En un tiempo en que a los asesinatos los han estado disfrazando de suicidios… Convertir las salas de conferencias en stands de tiro”. Esa era la apuesta en carne viva que los infras jugaron en el México de los ’70: desoír el fracaso y reinventar la vanguardia.

Cuando Santiago
conoció a Bolaño

Los comienzos del movimiento pueden situarse en el taller de poesía de Difusión Cultural de la Universidad Nacional Autónoma de México (UNAM) que dictaba el poeta Juan Bañuelos en 1973 y que en la novela de Bolaño es retratado como el “poeta campesino” Julio César Alamo. Allí acudían los hermanos Ramón y Cuahtémoc Méndez, Héctor Apolinar y Mario Santiago, quienes no aprobaban la dinámica del taller de lectura y crítica mutua entre los estudiantes. “Vamos a estudiar a los clásicos, Juan, le decíamos. Estudiemos el Siglo de Oro, danos algunas clases del soneto. Pero el maestro no tenía interés o no podía satisfacer nuestras demandas”, escribe el poeta Ramón Méndez al repasar la historia del infrarrealismo.

Ante la desidia del coordinador, los alumnos optaron por una solución drástica, tal como rememora Méndez: “Una tarde de principios de 1974, Mario Santiago se presentó al taller con una hoja en que traía redactada la renuncia de Bañuelos, con su muy singular estilo, irreverente y desparpajado, donde el maestro se autoacusaba de menopausia galopante y otras lindezas para dejar su puesto”. El coordinador acabó firmando su propia renuncia pero las autoridades de la UNAM alegaron que no podían echarlo. A cambio, ofrecieron a los díscolos financiar la edición de una revista. La publicación, que en Los detectives se menciona como Lee Harvey Oswald, salió en 1974 bajo el nombre de Zarazo e incluyó textos de los beatniks, del grupo de poetas peruanos Hora Zero y, por supuesto, de los miembros del taller, quienes tuvieron que pagar la edición de su bolsillo puesto que, en lugar del dinero prometido, las autoridades de la UNAM los obsequiaron con la expulsión y el firme consejo de que no volvieran a pisar los claustros universitarios.

Lejos de dispersarlos, el rechazo unió aún más a los insumisos, que fijaron algunas de sus costumbres más arraigadas, como emprender caminatas interminables por México DF, leer toda la poesía que caía en sus manos y trasnochar recitando y discutiendo sus textos unos con otros. En ese clima nómade de perenne bohemia y al margen ya de toda institución, fijaron su punto de encuentro en el Café La Habana, en la encrucijada de las calles Morelos y Bucarelli. El Habana, que Bolaño reinventó como Café Quito en la novela, era un reducto de periodistas y escritores en el que podía llegar a verse a Juan Rulfo tomándose el penúltimo tequila con Augusto Monterroso. No sólo era un lugar idóneo para conspiraciones poéticas: veinte años antes Fidel Castro le explicaba en una de esas mesas al Che Guevara cómo liberarían juntos una isla del Caribe haciendo pasar un pocillo de café por el yate Gramma.

En ese mismo lugar, una noche de 1975, Santiago y Bolaño se encontraron por primera vez. Al recordar el episodio, el autor de Nocturno de Chile cuenta que aquella era una noche cargada de niebla y que lo primero que le llamó la atención de Santiago fue su voz profunda: “(Mario) dijo: es una noche a la medida de Jack. Se refería a Jack el Destripador, pero su voz sonó evocadora de tierras sin ley, donde cualquier cosa era posible. Todos éramos adolescentes, adolescentes bragados, eso sí, y poetas y nos reímos”. Antes de despedirse, Santiago le entregó a Bolaño un fajo con sus poemas, puesto que tenía la costumbre de escribir en hojas sueltas que solía ir perdiendo en el camino. El chileno los leyó de un tirón hasta la madrugada: acababa de nacer una indestructible amistad literaria.

Poco tiempo después, Bolaño conoció por intermedio de Santiago al resto del grupo y sus dificultades. El desaire a Bañuelos, una de las figuras de la poesía mexicana, les había ganado mala fama y las instituciones culturales se negaban a difundirlos. Entonces Bolaño les propuso redoblar la apuesta y fundar un movimiento de vanguardia poética. Todos estuvieron de acuerdo y coincidieron rápidamente en la consigna que aunaría a la pandilla: “Volarle la tapa de los sesos a la cultura oficial”. En una ceremonia sin protocolos que se celebró a fines del ’75 en la casa de otro chileno, Bruno Montané, se dio por inaugurado el Movimiento Infrarrealista.

El nombre fue propuesto por Bolaño y sobre su origen hay distintas versiones. Una de ellas sostiene que el término proviene del cuento “La infra del Dragón” del escritor de ciencia ficción ruso Georgij Gurevich, que hace referencia a “soles negros” o “infrasoles”, cuerpos oscuros que en su interior generan luz propia aunque ésta no pueda o no quiera ser vista por el exterior. Otra versión señala que su creador fue el artista plástico chileno Roberto Matta. Acaso la imagen de un sol negro habría inspirado a Matta para acuñar el prefijo “infra” luego de que Breton lo expulsara del movimiento surrealista. Según Bolaño, a fines de los años ’40 el infrarrealismo fue un “movimientito” de un solo miembro, el propio Matta, hasta la recuperación del término en los ’70 en México.

Contra los poetas estatales

En esos tiempos, el DF se había transformado en crisol de refugiados de distintos países sudamericanos en fuga de las dictaduras militares de la época, algunos de los cuales llegaban a la capital mexicana para seguir viaje a Europa y otros para quedarse. La ciudad ofrecía un refugio frente al terror, pero también un campo cultural acartonado por más de 40 años de gobierno del Partido Revolucionario Institucional (PRI). Muchos exiliados, que traían un bagaje de ideas contestatarias sobre la relación entre arte, política y sociedad junto a una trágica experiencia de derrota y huida de sus países de origen, encontrarían amparo y seguridad en México aunque también los límites de una estructura de poder que tendía a aplanar, anquilosar y burocratizar la vida cultural. Dentro de ese clima emergió el impulso de escritores extranjeros y de mexicanos jóvenes de atacar a las mafias que se beneficiaban con el sistema de consagración y difusión institucional: los “poetas estatales” que “cobraban del PRI todos los meses”, los “exquisitos” y los “neoestalinistas”, al decir de los infras. Según la poeta argentina Diana Bellessi, quien vivió en México a principios de los ’70, esa actitud antiinstitucional no era exclusiva de un solo grupo sino el “pan de cada día” de muchos de los latinoamericanos que se reunían en el Habana, como aquel a quien ella llamaba cariñosamente “Bolañito”.

La leyenda que los infras se forjaron de provocadores y “reventadores” de conferencias y recitales está basada en intervenciones revindicadas por el propio grupo, como acciones de sabotaje a lecturas públicas de Octavio Paz, centro del canon poético y enemigo público número uno del movimiento, y de otros poetas “pacistas”. Montané recuerda a Mario Santiago como “el primero que saltaba dando gritos en los recitales de los delfines de Octavio Paz para interrumpirles blasfemando irónica y cariñosamente como si hubiera querido remedar el equívoco que aquellos poetas habían cometido con la poesía. Acto seguido, con una voz pausada, grave y admirable, se ponía a recitar sus propios poemas”.

Otro poeta infrarrealista, Juan Esteban Harrington, testimonia por correo electrónico que “nuestra confrontación con el poder fue permanente. Al ser excluidos de casi cualquier foro, era lógico que nos apersonáramos en cuanto evento el poder inventaba para su autoadulación. Ahí estábamos para hacerles saber que no era cosa de leer mierda y cobrar: por primera vez tenían que confrontar sus pensamientos”.

José Peguero, la persona detrás del personaje de Jacinto Requena en Los detectives…, da cuenta de la existencia lumpen que llevaban Bolaño y sus amigos en el DF. “En México, Roberto Bolaño no consiguió jamás un trabajo. Siempre quebrados, muertos de hambre, afiebrados, caminando como locos. Nos vemos en la tardecita en casa de Bruno o en el Habana, decía. Y se iba a la biblioteca de Ciudad Universitaria caminando y se regresaba caminando”. De una punta a otra de la ciudad: más de veinte kilómetros. Parece una exageración, pero otros testimonios confirman esa voluntad de nomadismo urbano.

Sin haber formado parte de la tribu infrarrealista, el poeta argentino Jorge Boccanera, llamado Fabio Ernesto Logiacomo en la novela, también recuerda a esos grandes caminantes que cruzaban a pie el DF: “A veces (Bolaño) llegaba con Peguero y Mario Santiago a mi casa de la Colonia Roma y nos quedábamos horas desmenuzando temas, más por el lado de la intuición que del conocimiento, supliendo la precariedad con la arrogancia juvenil”.

Láncense a los caminos

Cantinas, cervecerías, esquinas, vagones del Metro y otros lugares públicos ajenos a los salones literarios de los que eran repelidos, fueron escenarios de las lecturas de poesía de los infras.

“¿Quién ha atravesado la ciudad y por única música sólo ha tenido los silbidos de sus semejantes, sus propias palabras de asombro y rabia?”, se preguntaba el manifiesto infrarrealista redactado por Bolaño, quien lo leyó por primera vez durante la presentación del grupo en la librería Gandhi del DF, en 1976. “Déjenlo todo, nuevamente” fue publicado al año siguiente en la primera revista colectiva: Correspondencia infra. Revista menstrual del movimiento infrarrealista. El documento no sólo resume los principales postulados de la cofradía: también invita a descubrir sus múltiples influencias. Estas abarcan desde las vanguardias europeas como el surrealismo aludido en el nombre y en el título (“déjenlo todo” es la frase inicial de un célebre poema de André Breton, así como también el consejo final “láncense a los caminos”), hasta los movimientos de renovación latinoamericanos (“las mil vanguardias descuartizadas en los sesentas” según el manifiesto) como el nadaísmo colombiano, los tzántzicos ecuatorianos o el grupo venezolano El Techo de la Ballena, pero sobre todo el movimiento Hora Zero, del que Santiago y Bolaño eran admiradores y al que tomaron como fuente de inspiración para su propia propuesta. Así lo cuenta el autor chileno en un texto que dedicó al poeta horazeriano Jorge Pimentel: “Estábamos de acuerdo en que la joven poesía peruana era de lejos la mejor que se hacía en Latinoamérica en aquel momento, y cuando fundamos el infrarrealismo lo hicimos pensando no poco en Hora Zero, del cual nos sentíamos arte y parte”.

En cuanto a las consignas, los infras no se andaban con chiquitas y el manifiesto anunciaba: “Nuestra ética es la Revolución, nuestra estética la Vida: una-sola-cosa”. O sea, cambiar el mundo y transformar la vida, o Rimbaud pasado por Marx. Sin embargo las proclamas políticas no drenaron la poesía de los infras, más cercana al aliento vital de la Beat Generation, cuyo hálito parece haber inspirado al principal poema de Santiago en esos años: “Consejos de 1 discípulo de Marx a 1 fanático de Heidegger”, que luego parafrasearía Bolaño en su primera novela Consejos de un discípulo de Joyce a un fanático de Morrison, escrita en colaboración con Antoni G. Porta. El poema de Santiago aconseja “que la vida siga siendo tu taller de poesía/ & ojalá electrifiques la energía de tu tormenta interior”. Publicado al mismo tiempo que el manifiesto, el texto de Santiago se erige como una auténtica declaración de principios de los poetas marginados, malditos y forjados al acero de la noche y la intemperie del DF.

Un párrafo aparte merece la relación que los infrarrealistas trabaron con el estridentismo, un proyecto de renovación poética y política que hasta se propuso fundar en Xalapa una ciudad diseñada con planos cubistas llamada “estridentópolis”. El estridentismo existió entre 1921 y 1928 y fue contemporáneo de los ultraístas argentinos, aunque sus integrantes tuvieron menos suerte que Borges, Girondo y compañía: fueron ninguneados y remitidos al rincón de los olvidados. Los infrarrealistas se proclamaron como sus sucesores, tal vez presintiendo que serían presas del mismo destino, y en una operación de rescate Bolaño entrevistó a sus principales exponentes y publicó dos notas en la revista Plural (“El estridentismo” y “Tres estridentistas en 1976”), quizá sin saber que veinte años después los incluiría en la novela bajo sus mismos nombres: Manuel Maples Arce, List Arzubide y Arqueles Vela.

Del terrorismo cultural al canon

Pese a la exclusión y al choque con la cultura “oficial” de aquellos años, los infras lograron allanarse el camino a la publicación. Pocos saben que uno de los primeros poemas de Santiago se publicó en Argentina, incluido en un dossier sobre nueva literatura mexicana en la revista Crisis de mayo de 1975, antes de la fundación del infrarrealismo. La primera antología en la que aparece el nombre del movimiento fue Pájaro de calor. Ocho poetas infrarrealistas (1976), con poemas de Bolaño y de Santiago, además de Montané, Peguero, José Vicente Anaya, Rubén Medina, Cuauhtémoc Méndez y Mara Larrosa. Entre las fichas biográficas se destaca la de Santiago: “Ejerce el terrorismo cultural. Sus numerosos recitales de poesía han sido tachados (por amigos & enemigos) de apocalípticos”.

Otras publicaciones de importancia incluyen Muchachos desnudos bajo el arcoiris de fuego. Once jóvenes poetas latinoamericanos (1979), antología preparada por Bolaño y presentada por Efraín Huerta, y las de Al Este del Paraíso, editorial que Santiago fundó a mediados de los ’90 y donde publicaría sus primeros libros Beso eterno (1995) y Aullido de cisne (1996) junto a El último salvaje de Bolaño (1995).

De todas maneras, los mejores años del movimiento fueron aquellos de la década del ’70, cuando la dupla Santiago-Bolaño movilizó sus huestes poéticas para oponerse a la mediocridad y la burocracia con las banderas en alto de la Revolución (con “r” mayúscula), el viaje a la intemperie y la poesía como experiencia viva.

Después de que la pareja fundadora partiera en 1976 rumbo a Europa, cada uno por su lado, Santiago en un extraño periplo que lo llevaría a España, Francia, Austria e Israel y luego de vuelta a México, y Bolaño afincándose en Barcelona, los infras restantes continuaron publicando, sobre todo en la hoja de poesía Calandria de Tolvañeras y en algunas otras revistas independientes. Pero ya no podrían recobrar el fuego de los primeros años.

En la correspondencia que publicó la audio-revista Nomedites puede leerse una carta fechada en Blanes, abril del ’95, en la que Bolaño le pregunta a Santiago sobre la nueva generación de la poesía mexicana, “los muchachitos” de 17 a 25 años: “¿Les hemos fallado? ¿Merecemos sus escupitajos? ¿Nos quieren aunque sea un poquito?”. En otra de las cartas, tal vez la última, el escritor chileno le cuenta a su amigo que está escribiendo Los detectives salvajes y que su personaje se llama Ulises Lima. Santiago no llegó a verse ficcionalizado: murió en un accidente de tránsito a comienzos del ’98. Bolaño le sobreviviría hasta el 2003. En esa misma esquela el novelista escribirá al poeta palabras quizá proféticas o que al menos sugieren una de las formas por las cuales los infras podrían resurgir y franquear el umbral de la periferia hacia el centro del canon: “El trecho que recorrimos juntos de alguna manera es historia y permanece. Quiero decir: sospecho, intuyo que aún está vivo, en medio de la oscuridad, pero vivo y todavía, quién lo iba a decir, desafiante”.

“El otro yo del Dr. Colautti” (con Sergio Nuñez) Nota de tapa del Suplemento Radar Libros, Domingo 6 de enero de 2008.

Ricardo Colautti tuvo una vida literaria tan secreta y excéntrica que muchos llegaron a dudar de su existencia. Pero sí existió y publicó en vida tres novelas cortas que hoy se reeditan en un solo volumen. Sebastián Dun, La conspiración de los porteros e Imagineta componen la breve obra completa de un abogado y escribano que escribía en su despacho literatura delirante, mientras sus clientes creían que estaba enfrascado en un acta notarial.

¿Existió Ricardo Colautti? Tarde o temprano, todos los que se acercan a su obra acaban haciéndose la misma pregunta. Y si no fuera por las fotos, el testimonio de sus hijos, el nítido recuerdo de su editor y, prueba irrefutable, las ediciones originales que conservan el olor a librería de viejo, cabría suponer que este escritor fue producto de la broma perversa de un Borges profano. Pero Colautti sí existió y la reedición de su obra completa bajo el título de su segundo libro, La conspiración de los porteros, viene a remendar un hueco en el imaginario árbol genealógico de la literatura nacional.

El mérito le corresponde a la editorial Mansalva, cuyo responsable, Francisco Garamona, define al autor como “el eslabón perdido entre Arlt y Copi”. Parte del crédito también le cabe a Elvio Gandolfo, uno de los pocos escritores contemporáneos a Colautti que repararon en él. Escribió sobre su obra en la revista El lagrimal trifurca. Gandolfo mantuvo viva, a través del boca a boca, la leyenda de un novelista excéntrico perteneciente al grupo de los “marginales auténticos”, según relata en el prólogo que acompaña a esta nueva edición, “a la altura de Santiago Dabove o Nicolás Peyceré”. De todas formas, el misterio no cesa: ¿quién fue y qué escribió este enigmático autor?

La biografía de Ricardo Colautti podría resumirse en unas breves líneas. Nació en Buenos Aires, el 14 de diciembre 1937 y falleció víctima de un enfisema pulmonar en la misma ciudad, en octubre de 1992. Abogado y escribano, ejerció ambas profesiones durante más de 25 años, las que alternó con la dirección de una empresa familiar. Se casó y tuvo dos hijos. Hasta aquí, lo que se diría una existencia convencional, pero con una salvedad: durante esos años también fue una suerte de escritor secreto que publicó tres novelas, las cuales en su momento pasaron prácticamente desapercibidas y que de algún modo se anticiparon casi 20 años a ciertas líneas secretas de la literatura argentina por venir.

Arlt, a alta velocidad

“Aquí me pongo a grabar.” Con este comienzo de ineludible resonancia martinfierrista empieza el primer libro de Colautti: Sebastián Dun, publicado en 1971 por Sudamericana. Se trata de un relato de iniciación que repone el catálogo de temas arltianos (el lumpenaje, el realismo urbano, la estafa, la desesperación de la vida burguesa, la redención a través de un crimen) aunque tratados bajo una extrema economía narrativa y desplegados en un vértigo de alta velocidad. El argumento es simple: un hombre preso en una cárcel o un manicomio graba en una cinta el racconto de los hechos que desembocan en su reclusión. La distorsión entre delirio y realidad (no se sabe si el monólogo del personaje narra los acontecimientos que lo han llevado al encierro o si los inventa a medida que los registra en la grabación) le permiten a Colautti burlar los convencionalismos del realismo ramplón y costumbrista, y el recurso de la grabación refuerza la velocidad del texto que se despliega como si fuera la reproducción de una cinta ininterrumpida.

El debut del autor fue auspicioso y los medios saludaron su irrupción como una buena alternativa a la literatura de esa época, que se sumaba a la estela del boom latinoamericano o emprendía osadas aventuras del lenguaje. Así, por ejemplo, Primera Plana comentaba: “Sin pretensiones estruendosas, el narrador ha buscado ordenar su historia, contarla sin apelar a vastas teorías sobre la destrucción del lenguaje, el collage y otras astucias de quienes, no sabiendo contar, aprovechan la moda”. Las reseñas de esos años también destacaban la filiación arltiana, su destreza narrativa y un estilo “directo, simple, sin pretensiones literarias”, según La Nación; o en palabras de Confirmado, “sencillo pero medido”.

La austeridad de la prosa, el ritmo trepidante con el que se suceden los acontecimientos y la brevedad del texto hizo suponer a muchos que Colautti había redactado Sebastián Dun en un rapto de inspiración. Como a un crítico de La Prensa, que subrayaba “el modo aparentemente apresurado en que ha sido realizado el libro”. Todo lo contrario, el autor componía sus textos con paciencia de orfebre.

“Escribía cuatro horas por día, todos los días en el despacho de su escribanía”, recuerda su hijo Juan, y agrega que su padre trabajaba obsesivamente sus textos, reescribiéndolos una y otra vez hasta sentirse satisfecho: “Debe haber tirado toneladas de originales”. Esa forma de corregir sus textos por sustracción les otorgó la potencia inusitada de un extracto literario concentrado y su estilo deja entrever aquello que Héctor Libertella, otro apasionado de la reescritura, llamaba “la naturalidad de lo muy trabajado”.

A pesar del relativo suceso de Sebastián Dun, Colautti no se dejó ver. Sus libros no aportaban ningún dato biográfico y jamás concedió una entrevista. En su vida cotidiana se desempeñaba en su estudio de Corrientes y Florida como el más probo de los escribanos públicos. Muchos de los que irrumpían en su despacho y lo creían concentrado en la redacción de un acta notarial ignoraban que en verdad estaba tramando su obra literaria, allí donde su experiencia rutinaria se dislocaba en las flexiones que el delirio le imponía.

De este modo, sus porteros conspiradores, por ejemplo, deciden poner una bomba en el Registro de la Propiedad Inmueble para abolir la propiedad privada y el escribano que le hace la vida imposible al encargado no termina nada bien. El autor no solía repartir sus libros entre sus amigos y familiares porque decía que si los regalaba, ellos no los apreciarían en su justa medida. Tampoco tenía interlocutores literarios. “Nunca hablaba de literatura”, cuenta Daniel Divinsky, director de Ediciones de la Flor y con quien Colautti publicó sus otros dos libros. “Sus visitas eran brevísimas, apenas lo necesario para resolver los aspectos técnicos de la edición, y no se interesaba por publicitar y promocionar sus libros. Tenía una modestia inusual en el rubro autores”, recuerda Divinsky, quien había conocido al escritor en los pasillos de Tribunales, antes de cambiar la abogacía por la edición de libros.

El ignorado adelantado

Precisamente a través de De la Flor y tras cinco años de silencio, Colautti publicó en 1976 lo que tal vez sea su mejor libro: La conspiración de los porteros. En él, el autor alcanza el equilibro entre el pulso narrativo de Sebastián Dun y el delirio desatado de Imagineta, su tercera y última nouvelle. Aquí Sebastián (personaje que Colautti utiliza en sus tres obras aunque las historias sean completamente independientes una de otra) se ve envuelto en una “novela familiar” y las visitas que realiza a cada uno de sus tíos construyen un crescendo de situaciones disparatadas donde se combinan el canibalismo, una secta de porteros anarquistas que pugna por “barrer la propiedad privada”, un gerente de compañía que convierte en gomitas de borrar a su cuñado y gurúes new age. Con pericia narrativa, el autor logra que la historia se muerda la cola y termine en el mismo punto donde había comenzado. Esa misma circularidad, algo atenuada, también está presente en sus otros textos. A lo largo del relato abundan además, tal como lo explica Gandolfo, las “matufias y chantadas del llamado Ser Nacional”. Así, por ejemplo, en un pasaje del libro, la Tía Julita organiza una fraudulenta sociedad de ayuda al necesitado y celebra reuniones de té canasta en su casa para “recaudar fondos”. Escribe Colautti: “Como venía mucha gente y cada vez más, a Julita se le ocurrió imprimir invitaciones, las invitaciones servían para una, cinco o diez reuniones. Las hizo imprimir en una imprenta de la vuelta y se las hicieron muy bien. En las invitaciones aparecía un chico de unos doce o trece años, flaco, anguloso, con la mano extendida. También hizo imprimir medallones de oro. Los rifaba todos los meses, equivalían a diez entradas”. Con este episodio, el autor parodia al “pobrismo” de Boedo y parece sintonizar en forma inconsciente con los planteos de la revista Literal, que por esos años daba pelea contra el realismo crítico y la literatura comprometida. La conspiración de los porteros aterrizó como un objeto literario no identificado y los pocos críticos que le prestaron atención se volvieron locos para tratar de explicar qué era eso: “La materia narrada es extraña, por momentos siniestra, por momentos alocada”, decía el parte cultural de la agencia Ansa. En tanto que El Día de La Plata lo describía como “un itinerario alucinante que bordea el más desenfadado surrealismo”, mientras que La Nación optaba por describir la obra como “una parábola, un símbolo”.

Al leer hoy a Colautti es imposible no preguntarse por qué pasó casi inadvertido para sus contemporáneos y cayó en el olvido. Se puede alegar que publicó poco (su obra reunida no supera las 150 páginas), y que lo hizo de manera muy salteada, como consecuencia de la forma obsesiva con la que trabajaba cada texto antes de darlo a la imprenta. También pudo haberlo perjudicado su falta de vínculos con el mundo literario, ya que cobraba escasa “visibilidad” cada vez que publicaba un libro y enseguida regresaba al anonimato de su escribanía. Pero a decir verdad, el caso Colautti no se puede comprender si no se atiende al cisma que la presencia de César Aira representó en la literatura argentina de los últimos años. La obra de Aira no sólo implicó una fuente de inspiración para una nueva generación de escritores, sino que también resignificó el valor y el lugar de autores como Copi o J. R. Wilcock en la tradición literaria. Así actualmente, a la retahíla de adjetivos con la que los desconcertados críticos trataban de capturar aquello inusitado que latía en la obra de Colautti (insólito, desopilante, surrealista) se puede sintetizarla en una sola palabra: aireano.

Una conspiracion literaria

“A papá no le gustaba que lo apuraran. Si le preguntaban cuándo iba a sacar otro libro, respondía estoy escribiendo, estoy escribiendo, como si eso fuese lo único que en realidad importara”, cuenta su hijo José, quien recuerda que entre las aficiones de su padre también se encontraba leer y releer a Ezra Pound, uno de sus escritores predilectos, y emprender largas caminatas por la ciudad que podían prolongarse durante horas. Fiel a sus premisas, Colautti demoró doce años para dar a conocer su tercer libro, Imagineta (1988), en el que decidió llevar al extremo el régimen de invención delirante que ya asomaba en su obra anterior. Desprendido de las convenciones narrativas, Colautti parece seguir al pie de la letra la ley del continuo que Aira enunciara para dar cuenta de la obra de Copi: “La posibilidad se pega al acto”. El relato corre a la velocidad de sus transformaciones. De esta manera, avanzando a los saltos, Sebastián y Diana, personajes extraídos de su primer libro, afrontan las peripecias de la historia como si ella estuviera regida por los cambiantes decorados de un tramoyista enloquecido.

Al momento de su prematura muerte, Colautti trabajaba en una cuarta novela que sus hijos todavía buscan entre sus papeles póstumos. Lo cierto es que la reedición de su obra no sólo lo exhibe como un precursor que se adelantó a su época, sino sobre todo como un muy buen escritor.

En el caso Colautti se deja entrever una inquietante utopía literaria: un mundo donde escribanos, abogados, contadores y por qué no jardineros, porteros y bañeros componen sus ficciones como los conjurados de una cofradía de autores invisibles, mientras traman la auténtica conspiración de los escritores secretos.