Cien formas de la felicidad

César Aira cumple 70 años y 100 libros publicados. A ritmo de una página por día, desencadenó un tsunami de “novelitas” que dinamitaron nuestras letras.

Por Ariel Idez

¿Existirá César Aira? Su obra es tan inverosímil, su figura tan evanescente, que podríamos dudarlo. El problema es que si no existiera solo podría haber sido inventado… por César Aira. La realidad a regañadientes se empecina en demostrarnos que nació en Coronel Pringles el 23 de febrero de 1949, que vive en Flores desde 1967 y que desde hace una cantidad indefinida de años, pero digamos desde sus veinte para continuar con los números redondos (aunque probablemente desde antes) escribe una página diaria y esas páginas se acumulan sobre todo en novelas (o “novelitas”, como él ha dado en llamarles) y también en cuentos, ensayos y alguna que otra obra de teatro que ya superan el centenar de títulos. Pero más allá de la curiosidad gimnástica debemos detenernos en el asombro poético, en la iluminación profana que la lectura de esos textos nos ha deparado y nos deparará; en que a lo largo de setenta años Aira ha compuesto cien formas de la felicidad.

Cien novelas en setenta años, ¿cómo es posible? El propio Aira ha procurado disminuir la hazaña al hacer referencia a su método, que consiste en escribir una página diaria, todos los días: producción literaria en dosis homeopáticas, y a que sus libros son muy breves, de unas cien páginas promedio, por lo que equivaldrían a publicar una novela anual tamaño estándar. El hecho es que esas páginas se acumulan y a lo largo de cincuenta años suman 18250, algo menos que las 11.100 de sus primeros cien libros, que requerirían casi catorce días de lectura ininterrumpida. Treinta y nueve editoriales de Argentina e Iberoamérica se han hecho cargo de esas primeras ediciones, que a un promedio de 500 ejemplares (sin contar reediciones ni traducciones), suman cincuenta mil volúmenes. Aira es una biblioteca, una industria cultural, una literatura de un solo hombre.

Pero los números apabullantes de este balance no deberían hacernos perder de vista el valor de los activos: Aira podría haber quedado en la historia de la literatura argentina con uno solo de sus libros, como La liebre o El sueño o Varamo, cada uno de ellos contiene en potencia al resto, el tema es que en Aira la potencia se pega al acto, y todo se materializa, crece, se agiganta, se acelera. Una producción como la suya hace pensar en la ausencia de una vida, al menos de una vida “de novela”. El centenar de libros logra hacernos creer que su autor ha volcado todas sus experiencias, sus observaciones, sus emociones más fuertes y perdurables en la composición de su página diaria, como si el resto fuera un decorado, necesario pero prescindible, materia prima para ese momento de prodigiosa iluminación cotidiana. La biografía de Aira es su catálogo, no casualmente recopilado por Ricardo Strafacce, biógrafo del maestro de Aira, Osvaldo Lamborghini, como si uno fuera el reverso del otro.

En este trabajo de hormiga Aira parecer haber resuelto muy pronto problemas y conflictos con los que otros escritores luchan toda su vida, como el terror a la página en blanco, el miedo a repetirse o la angustia por la “calidad” de su obra. Lo logró inventando un procedimiento, en el que combina poesía, pensamiento e inventiva. Maestro en el arte del comienzo, cualquier cosa, un chiste, una anécdota, una frase escuchada al pasar, parecen servirle para empezar una novela. En las primeras páginas, sus ficciones tienen un falso aire realista, e incluso costumbrista, pero conforme avanza la trama, se van enrareciendo al calor de invenciones, prodigios, fabulaciones y razonamientos inverosímiles aunque de estricto rigor lógico. Las acciones toman velocidad hasta una aceleración final, vertiginosa, en la que se funden en finales apocalípticos, fulgurantes. Lo que Aira repite es el procedimiento, una y otra vez, pero aplicado a diferentes materiales arroja siempre resultados distintos. Según sus palabras, nunca corrige, tampoco descarta, si se cansa de lo que está escribiendo, apura la historia, “liquida” el final y vuelve a empezar…una nueva novela: la indefectible disconformidad con su propia obra que aqueja a todo escritor, en lugar de paralizarlo, lo impulsa a seguir escribiendo.

El volumen de la obra airiana ya opera por su cuenta y produce sus propios efectos, ajenos a la intervención del autor. A la edición de su catálogo (que ejerce la fascinación del álbum de figuritas para adultos), se suma un diccionario que compila sus ideas: Ideario Aira, obra de Ariel Magnus. En esa línea podríamos postular también una topología airiana que describa la geografía de sus ficciones. En ese mapa de calor arden al rojo el barrio de Flores (con epicentro en su propia casa, cuya dirección es revelada en varias de sus novelas), el pueblo bonaerense de Pringles y sus aledaños pampeanos, pero se suman asimismo enclaves tan disímiles como la ítsmica república de Panamá o el exótico Punjab hindú. Algunos lugares ejercen una atracción tan fuerte sobre la composición que llegan a conformar un ciclo, con sus propias características. El ciclo de Flores, con La guerra de los gimnasios, El sueño, La villa, Delivery, entre otras (muchas más), el ciclo de Pringles con El tilo, Cómo me reí, Cómo me hice monja, La cena, el delicioso ciclo de Panamá con El mago, Varamo. La princesa primavera. Como puntos en ese mapamundi advertimos banderines en Rosario, Mérida, el África subsahariana. Al planeta airiano también se puede entrar por el atlas de sus ficciones.

Maestro en el arte de la improvisación, al leer sus libros tenemos la impresión de que inventa la historia a medida que la escribe, y que una línea ignora cuál será la siguiente, cómo si disfrutara desafiándose: “a ver cómo salís de esta”. Y siempre sale: resuelve los problemas que le presenta esta invención constante con nuevas invenciones, lo que ha dado en llamar el método de “la fuga hacia delante”, pero no hace trampas ni abusa del deux ex machina, trabaja siempre con las cartas que ha puesto sobre la mesa en las primeras páginas, lo que al final produce un efecto de improvisación premeditada. A decir verdad, el principal tema de Aira, el que atraviesa toda su producción es su propia obra. Por eso, cada novela amplía el tema a la vez que lo precisa. Ningún autor ha reflexionado tanto sobre sus propios mecanismos generativos, tal vez porque el propio Aira sea un enigma para sí mismo y escriba para comprenderse. Sus novelas traen sus propias instrucciones de uso y forman a sus propios lectores, a los que inventan como profecía realizada. Esas novelas están hechas, en partes iguales de pensamiento, poesía e imaginación; ninguna deja que la otra se imponga: ni novelas “de ideas”, ni de “aventuras”, ni “prosa poética”, novelas airianas al fin; máximo anhelo de todo escritor: devenir adjetivo, convertirse en su propio género.

Esas novelas nos recuerdan, una y otra vez, algo que nunca deberíamos olvidar: que la literatura es una zona de libertad, invención, fábula y poesía en la que todo nos está permitido. Su lectura distorsiona y extraña el automatismo cotidiano, colorea la grisura de los días, inventa mundos posibles que brotan como hongos del que habitamos con resignada constancia; objetivo primero –y último– del arte.

El sábado 23 la Biblioteca Nacional organizará un gran festejo. Canonización definitiva y en vida para un autor que muchas veces fue mirado de soslayo por ciertas zonas del campo literario. No hay caso: Aira triunfó por prepotencia de trabajo; puede sustraer su cuerpo detrás de su obra y de seguro se ausentará –a la Blanchot– de su propio homenaje. Aquellos a quienes nos hace felices –sus lectores– solo le pedimos que complete su página diaria.

Con eso alcanza y sobra.

Publicado en La Agenda de Buenos Aires del sábado 23 de febrero de 2019.