“Alce su torito”, dice el yatiri en cuclillas, y arroja unas gotas de alcohol fino sobre la figura de cerámica de un toro negro y bravo, repleto de dólares, pesos y euros sobre el lomo mientras murmura en letanía una oración aymara. El yatiri lleva una remera blanca, un pantalón color crema, sandalias franciscanas y un sombrero andino y sólo se diferencia de los demás mortales por el cuenco con carbones ardiendo a sus pies, sobre el que ahora arroja una cucharadita de incienso que al tocar la brasa desprende un humo blanco, aromático y espeso. Un humo que baña y recubre al toro de la abundancia mientras su esperanzado dueño lo hace girar en círculos, un humo que se difumina en volutas y se pierde en el aire, como los sueños que anima, para sumarse al polvo de la tierra seca del potrero e impregnarse en los cuerpos transpirados bajo el sol inclemente de este mediodía de enero; pero a nadie parece importarle ese pequeño sacrificio: ¿que es un golpe de calor al lado de la fortuna y la prosperidad de todo un año? Es que los sueños, sueños son, pero aquí, si no realidad, cuanto menos se hacen miniatura: estamos en la Alasita, la única y auténtica feria de los deseos.
“No, mi amigo, pos que en La Paz es más fresquito, por la altura”, me dice Efraín cuando le pregunto si allá, cuna de la celebración, se sufre tanto como acá, ahora, bajo este sol tremendo. Efraín es obrero textil y recorre los puestos consultando el precio de un taller en miniatura “con máquinas de coser juky, que son de las mejores”. Estamos en un extremo del Parque Avellaneda, en el límite con la autopista y a espaldas de los porteños que burlan el calor chapoteando en la pileta municipal o lo mitigan echados en el césped mientras chupan bucólicos un helado de agua. Una suerte de arco de fútbol hecho con dos cañas y una soga sobre la que cuelgan a los costados dos taris (pequeñas pañoletas tejidas en telares sobre las que se depositan las ofrendas) y la wiphala multicolor los pueblos originarios andinos, marca la Huaka, centro energético del lugar y portal ceremonial que una vez transpuesto nos deposita en la Alasita: una feria que cuenta con un centenar de puestos dedicados a vender sueños en miniatura, una veintena de yatiris (hechiceros aymaras) listos para challarlos (bendecirlos) y, por supuesto, la figura encargada de volverlos realidad: el célebre ekeko.
El tatarabuelo del ekeko se llamaba Iqiqu y ya les cumplía a los aborígenes de la cultura Tiwanacu, allá por el 200 antes de Cristo y en la época de Qullasuyo, bajo el dominio incaico. Los conquistadores españoles intentaron mandarlo al arcón de los recuerdos paganos pero el sincretismo, que todo lo puede, le dio revancha en 1781: tras vencer el sitio aborigen de Tupac Katari, el gobernador de La Paz, Sebastián Segurola organizó festejos un 24 de enero para honrar a la virgen y los paceños, ni lentos ni perezosos, aprovecharon para restituir un antiguo ritual aborigen de intercambio de miniaturas y, de paso, tallaron al nuevo ekeko a imagen y semejanza del gobernador: petiso, gordito y bigotudo y lograron hacer de una derrota en las armas una victoria de la cultura. Ahora las miniaturas no se truecan y ya no representan, como en aquellas épocas, granos para una buena cosecha, animales gordos o mujeres y niños para formar o ampliar una familia sino que se compran con dinero contante y sonante y representan los deseos concretos, materiales, palpables de toda una comunidad tan ligada a su tradición como al materialismo de sus anhelos. Los puestos ofrecen de todo pero suelen especializarse en algún rubro, como el que abarrota su escaparate con pick ups Toyota, Renault Kangoos, combis para el trasporte de pasajeros y camiones repletos de mercancías que vienen con sus mini papeles en regla, para que el comprador les ponga la firma. Otro puesto ofrece casas de todo tipo, tamaño y precio: de 2, 3 y 4 ambientes, dúplex, estilo chalet con techo a dos aguas y de dibujo moderno que parecen diseñadas por Le Corbusier y para los que prefieren ir paso a paso hay terrenos con los primeros ladrillos de los cimientos y una bolsita de cemento, carretilla y herramientas, los que gustan viajar pueden llevarse unas valijitas con pasaje de avión, tarjetas de crédito y dinero en efectivo, los que teman a la inflación pueden adquirir changuitos de supermercado llenos de productos y para los que quieran especular con ella hay tiendas de abarrotes y de artefactos eléctricos y con dinero también se compra dinero: a $5 los fajos de dólares, de pesos, de euros.
_¿De a bolivianos no tiene? pregunta una cándida señora frente a un puesto que parece casa de cambio.
_No, bolivianos no tengo mamita –repone la puestera– bolivianos no vas a usar aquí, llévate pues pesos o dólares.
El sol ya dobló la curva del mediodía y castiga más que nunca, me arde la espalda y maldigo el momento en que se me ocurrió ponerme una musculosa, pero a pesar del calor la feria está repleta, tal vez porque el mediodía es el mejor momento para hacer ch’allar (bendecir ahumando) las miniaturas adquiridas. Sobre el modesto escenario montado por la comunidad Wayna Marka, organizadora del evento, suenan los acordes de folclore andino que desgranan los integrantes de la “Sonora del Che” (sic) mientras a un costado, en el stand más prolijo de la feria, desde un gazebo de lona blanca, inmaculada, las promotoras de Western Union regalan unas viseras de plástico duro, amarillo, tan apretadas sobre la cabeza que más que proteger del sol parecen destinadas a sumar un nuevo sacrificio para beneplácito de los dioses. Entre los cientos de bolivianos se destacan algunos porteños progres, alguna que otra señora gorda que entra, pregunta y se va y unos chicos corte filosofía y letras que se sacan fotos con los yatiris mientras se hacen humear los micro-deseos. Mi amigo Nicolás Recoaro no es ni una cosa ni la otra, pero me dice que con la pinta de gringo que tiene no va a poder vender ni un solo Bolita. Nicolás, que fue quien me recomendó venir a la Alasita es redactor del diario Renacer de la comunidad boliviana y ahora trata de vender unos ejemplares del Bolita, edición satírica en miniatura que el periódico editó para la ocasión, imitando las ediciones miniatura que los principales diarios bolivianos hacen para las Alasitas paceñas.
_Pero con esta pinta de gringo no voy a vender nada, che.
Se queja Nicolás mientras vocea su Bolita y me recomienda los stands donde puedo adquirir mi ekeko porque yo también tengo mis deseos para este año.
“El fumar es perjudicial para la salud, pero auspicioso para los deseos”, debería decir en el lomo del ekeko. La figura se suele representar atiborrada de mercaderías, como si llevara la canasta familiar a cuestas, los brazos extendidos y la boca abierta con el diámetro justo para encajarle un pucho. Sucede que los dioses fumaban como locos pero se quedaron sin nada al darle el tabaco a los hombres, según la mitología andina. Por eso se les retribuye a través del ekeko, colocando un cigarrillo encendido en su boca después de formular un deseo. Si el ekeko se lo fuma entero hay un futuro promisorio para ese anhelo, si el pucho se apaga a la mitad, hmm, bueno, mejor desear otra cosa. A pesar de su fama cosmopolita, la recorrida por los puestos arroja malas noticias para nuestro amigo: el ekeko está en baja, lo que más sale ahora son los toros: hay una proporción de 5 a 1 por cada enano fumón, y los hay de todos los tamaños con precios que oscilan entre los 10 y los 70 pesos. Pienso que tal vez ya casi todos tengan un ekeko y por eso se busca algún otro amuleto para llevar a casa. “El toro tu lo pones junto a la puerta y te protege de los que te envidian cuando a ti te va bien”, me explica una puestera. El toro te protege y el sapo te da abundancia y el gallo le consigue novio a las chicas y el chancho ahorros y el elefante… en fin, hay toda una zoología de la buena fortuna, pero lo que nunca antes se había visto es lo que ofrecen algunos puestos en carácter de absoluta novedad: figuras de Evo Morales con la banda presidencial a $35. Tal vez en 200 años al ekeko se le oscurezca la piel, pierda el bigote y se le redondee la cara, quién sabe, el sincretismo lo puede todo.
Al final me compro un ekeko talle medium por $25. Estoy muy contento con mi adquisición: tiene dos billetes de 100 dólares en cada mano, un atado de L&M en un hombro y auto amarillo en el otro y, todo alrededor, le cuelgan paquetes de leche, Postre Royal, Té, Dentífrico, Vino en cartón, Cebollas, telas, condimentos, harina, puré de tomates, cada saco relleno con su contenido correspondiente; siento que mi prosperidad está garantizada. Lo que no puedo encontrar es un libro en miniatura, para esas sutilezas, me dice Nicolás, tengo que ir a las alasitas de La Paz y, por el momento, de lo que aquí se ofrece no me interesa un título de propiedad de casa o auto, ni un local en Palermo o La Salada ni una mini-boutique que viene con su habilitación municipal incluida. Me contento con un fajo de billetes de 100 pesos. A mi lado una chica le pide al puestero un DNI color bordó, para extranjeros.
_No tengo DNI suelto, pero tengo la billetera que trae todo: billetes, DNI, licencia de conducir, tarjetas de crédito.
_No, dice la chica, yo sólo quiero mi DNI.
Algunos sí que saben lo que es perseverar en su deseo.
“Mira el humo, te iras de viaje muy, muy lejos”, me dice Silvia, la yatiri que elijo para hacer challar mi ekeko. Con la punta de un pincel arroja gotas de cerveza, vino y alcohol sobre mi amuleto y después deja caer el incienso sobre las brasas: el humo anuncia un largo viaje. Después me pasa un tiento de cuero trenzado por el cuerpo para alejar la mala energía y me dice que sufro de dolor de cabeza, aunque acá confunde el presente con lo que el futuro y el calor, la cerveza caliente y la comida paceña me tienen deparado para unas horas más tarde y, last but not least, me mira a los ojos y me dice: “Tu vas a seguir estudiando y te va a gustar y te va a ir bien”, y teniendo en cuenta que aguardo el resultado de una beca de doctorado el vaticinio me sienta al pelo y pago con gusto los diez pesitos por el challado. Cumplido nuestro compromiso con los dioses de la abundancia, nos corremos con Nicolás a un costado para refocilarnos en el patio de comidas que los puesteros montaron bajo una enramada surcada por tiras de media sombra. En ese espontáneo polo de la gastronomía étnica nos entregamos a un festín a puro fricasé de res, chicharrón de cerdo y pejerrey con arroz y esos granos blancos y gigantes del maíz andino y bajamos todo con una jarra de mocochinchi (el refresco cruceño de duraznos deshidratados). Aplastado por el calor, la comida paceña y alguna otra sustancia de la madre tierra me retiro, abombado pero feliz, con mi ekeko al hombro y mis sueños a cuestas, recordando aquella sentencia que leí una vez en un libro de Giorgio Agamben: “la miniaturización es una liberación profana, una auténtica ‘salvación por lo pequeño’”.