Es posible que espolee un poco algún cuento. Esto debería incomodarlos, lo que los obligará a leer el libro. Espero que les pase como a mí, que en cuanto me hundí entre las palabras, me dejé llevar por las distintas historias. Me divertí. Me hizo pensar. ¿Qué más se le puede pedir a unos relatos en papel, en este mundo fascinado con la virtualidad?
Voy a comentar primero el relato que más explicita, según mi modesta opinión, la ideología de Idez, o por lo menos la mirada que tiene sobre el argentino y la argentina, se llama “Una tragedia argentina”. En este cuento, en la primera página, mueren una madre y su hijo (el narrador mató a un bebé en la primera página, así es la tragedia argentina). Las palabras: “Dos años antes”, abren la oración que sigue al derrumbe del balcón. Y ahí cuenta todos los tira y afloje que suceden en la administración del edificio, en el consorcio y entre los vecinos cuando se plantea arreglar el frente y el contra frente, que están muy deteriorados. El presupuesto, bien a lo argentino, está engrosado por gastos injustificados, y los vecinos organizados consiguen otro presupuesto más económico. El negocio del administrador y el de la “líder” de los vecinos se cae, ganan los rebeldes. Son muy divertidas todas las idas y vueltas entre los vecinos, que para bien y para mal me recordó la serie de Franchela, El Encargado. Un arte imitando a otro arte.
El otro relato en el que se trasluce la ideología del escritor, según mi opinión, es “Modus operandi”, el relato que le da nombre al libro. Cuenta Ariel que el nombre se lo debe a los editores de su primer libro, en el que aparecía este texto y que significa “modos de obrar”. Relata las peripecias de una serie de suicidas que, de la nada, se arrojan debajo de los autos, urbanistas kamikazes que se inmolan… pero ¿para qué lo hacen? ¿Por qué y cómo lo hacen? ¿Es un virus psíquico que obliga a los peatones a lanzarse debajo de las ruedas? ¿O son una célula clandestina y están organizados para acabar con la vida normal en Buenos Aires? En este cuento hay una premonición de lo que puede ocurrir en cualquier momento en una ciudad en la que la lucha es cuerpo a cuerpo, o mejor dicho: cuerpo contra metal, mirada a mirada y bocinazo sobre frenadita casi pisándole los pies al peatón que espera en la mitad de la calle a que cambie el semáforo.
Esta lucha ya está en marcha, la lleva adelante cualquiera que viva en una megalópolis y camine sus calles, maneje un auto o ande en bicicleta. No por nada, para un país son más importantes la cantidad de autos que se venden que la de los nacimientos que se producen. El toque nacional y macabro, acá, radica en que es verosímil que nos organicemos para matarnos. Cuando casi al final del relato el discurso tranquiliza al lector porque “la estadística de muertos por accidentes de tránsito volvió a los aterradores números” que había antes de estos peatones suicidas, el lector tiene que reír o llorar porque esa es la realidad. Algunos años más tarde, una automovilista denuncia a un peatón porque le pareció sospechoso un gesto suyo con el que amenazaba arrojarse debajo de las ruedas. Es un cuento actual, pero no podemos dejar de remitirlo a la Dictadura, donde el buen vecino denunciaba a otro/a por su aspecto. La Dictadura también forma parte del ser nacional, y su agencia aparece varias veces en estos relatos.
El cuento que más me hizo acordar a la risa que me sacudía cuando leía La última de Cesar Aira y Elogio de la pérdida y otras presentaciones, libros anteriores de Ariel, es “Carne”, que abre esta serie de relatos. Por supuesto, en este cuento también se lee claramente lo que piensa Ariel de los argentinos y argentinas y, en particular, de la población del campo del arte y la cultura.