“Un golpe de dados nunca suprimirá el azar”, escribió el poeta simbolista Stephane Mallarmé. Sin tantas expectativas, tomemos un dado y arrojémoslo sobre la mesa. Detengámonos un segundo a observar: vemos la cara blanca superior con tres orificios negros que señalan el número 3, y dos caras laterales, que designan, supongamos, los números 5 y 6. ¿Y las otras caras? Si no hemos revisado el dado antes de arrojarlo, solo por un acto de buena fe, podemos conjeturar que contendrán uno, dos y cuatro orificios negros, pero, ¿si estuvieran en blanco? ¿Si repitieran los mismos números? ¿Si tuvieran diez, doce y ocho orificios? No podemos saberlo con absoluta certeza, desde el lugar en el que observamos. Para cerciorarnos deberíamos levantarnos y girar hacia el otro lado (y aún así quedaría un lado oculto) o tomar el dado y hacerlo girar entre nuestros dedos, y aún así solo veríamos algunas caras por vez, pero jamás las seis al mismo tiempo.
Tomo este pequeño ejemplo de la filosofía de la percepción para ilustrar un rasgo de nuestra condición: estamos forzados a observar el mundo desde un cierto y determinado lugar, es decir desde nuestro propio punto de vista. El punto de vista influye en el modo en que observamos un hecho, lo interpretamos, lo analizamos y reflexionamos sobre él. Ya se sabe, hay un hecho y miles de interpretaciones. Friedrich Nietzsche fue más lejos y dijo: “No hay hechos, hay interpretaciones” y nosotros podríamos parafrasear: “no hay hechos, hay puntos de vista”.
El punto de vista es uno de los aspectos más complejos de una ficción literaria, pero al mismo tiempo uno de los más enriquecedores, si se lo sabe aprovechar. Lo primero a tener en cuenta es que lo más conveniente es adoptar un único punto de vista para contar una historia. Como ya hemos visto, la caracterización misma de la anécdota en la que se funda el relato dependerá del punto de vista desde el que se la narre: no es lo mismo la historia de un asesinato contada desde el punto de vista del asesino que de la víctima, o del investigador. Como afirma David Lodge: “Hay de hecho un cierto aumento de intensidad y de inmediatez por el hecho de restringir la narración a un solo punto de vista”. Además, podemos añadir, este es el modo en el que accedemos a la realidad (mediante un único punto de vista, el nuestro, claro), por lo que resulta más natural y menos forzado al ser recreado en la ficción (aunque se trate de un punto de vista ajeno).
Otra cuestión destacable es que el punto de vista está estrechamente vinculado al narrador. Si tenemos dudas en su construcción o tememos deslizarnos sin darnos cuenta de un punto de vista a otro (un error muy común, sobre todo cuando se empieza a escribir ficción), una solución “natural” sería contar la historia en primera persona con un narrador protagonista. Eso, al menos, nos garantiza el control y la concentración del punto de vista en el personaje principal. El mismo lenguaje nos impedirá deslizarnos o confundirnos con los puntos de vista de los otros personajes. De todas formas, evitar el error no significa garantizar el acierto. Aún con un narrador protagonista en primera persona deberemos esforzarnos para que el punto de vista sea el del personaje y no el del autor. Esto implica que tenemos que lograr ver el mundo a través de los ojos del personaje y eso solo podemos lograrlo mediante un profundo ejercicio de la imaginación. Parece difícil, y lo es, pero es uno de los principales motivos que justifican escribir y leer ficción; justamente, el de abandonar la cárcel de nuestra subjetividad y poder ver el mundo con otros ojos. Si esto no nos gusta o no nos sale aún nos queda el recurso de escribir un relato autobiográfico: eso será más honesto con nosotros mismos y con nuestros lectores.
Construir un punto de vista implica compenetrarse con el personaje. Si escribimos una historia protagonizada por un enano, este verá el mundo desde abajo, a un metro de altura, si se trata de un gigante, lo mirará desde arriba, desde un techo de dos metros. Pero debemos evitar caer en la trampa que nos tiende el lenguaje y asimilar el punto de vista solo al punto de mira. El punto de vista involucra la mentalidad, el modo de pensar, de conocer y de situarse en el mundo y ante los demás. El enano, entonces, tal vez se sienta íntimamente “por encima” del resto, a quienes desprecia en un rencoso silencio que se despliega en su monólogo interior (como el iracundo e inolvidable Enano del escritor sueco Pär Lagerkvist) y el gigante quizás sea un taciturno bonachón que anhela pasar desapercibido entre los demás. Encontramos un ejemplo magistral de construcción del punto de vista en primera persona en la novela de Mark Haddon El curioso incidente del perro a medianoche, que está protagonizada por Christopher, un adolescente autista. Uno de los grandes méritos que han convertido a ese libro en un long seller que agota edición tras edición desde su salida (va por 37ª en castellano) es justamente que nos invita a los lectores a observar el mundo de un modo radicalmente distinto. De este modo, un hecho trivial como tomar un subte puede volverse una aventura temeraria y riesgosa.
Y entonces hubo un ruido como el de gente luchando con espadas y sentí un viento muy fuerte y empezó a oírse un rugido y cerré los ojos y el rugido se volvió más fuerte y yo gemí pero que muy alto, pero no puede quitármelo de las orejas, y pensé que la pequeña estación iba a derrumbarse o que había un gran incendio en alguna parte y que iba a morir. Y entonces el rugido se convirtió en un traqueteo y un chirrido y se fue calmando lentamente y entonces paró y yo mantuve los ojos cerrados porque me sentía más seguro sin ver qué pasaba. Y entonces oí que la gente se movía otra vez. Y abrí los ojos y no vi nada al principio porque había demasiada gente. Y entonces vi que estaban subiendo a un tren que antes no estaba ahí y era el tren lo que había rugido.
Haddon logra la proeza de disolverse en su personaje al punto que al terminar de leer la novela tenemos la certeza de saber cómo piensa y como habla Christopher mientras que ignoramos completamente cómo Haddon observa el mundo que lo rodea.
Con la tercera persona las cosas se complican pero al mismo tiempo se ponen más interesantes. La tercera persona permite una mayor flexibilidad en el manejo del (o de los) punto/s de vista/s. Un narrador omnisciente puede seguir a diferentes personajes y narrar desde sus respectivos puntos de vista. De todas formas, los cambios de puntos de vista son algo delicado, que debería hacerse con cierto método, para no confundir al lector (por ejemplo, narrando cada capítulo desde el punto de vista de un personaje diferente). “Cambio” en el punto de vista no debe confundirse con “salto” o “deslizamiento” de un punto de vista a otro. Si se trabaja con distintos puntos de vista, se debe buscar algún recurso formal para darle sentido a esta elección, como la construcción de un relato polifónico, o la recreación de otro registro que lo habilite, como hace Ryunosuke Akutagawa en su relato “En el bosque”, que narra un asesinato desde múltiples puntos de vista (incluso el del muerto) a partir de la fórmula de la declaración judicial.
Otra de las posibilidades que entrega la tercera persona en lugar de la primera es la de diferenciar el punto de vista de la voz del personaje. En Lo que Maisie sabía, Henry James cuenta una historia de adulterios cruzados desde la limitada comprensión de una niña. El punto de vista corresponde a Maisie, pero el sofisticado estilo en el que se despliega es el de James. Esto incluye la interesante alternativa de contar un hecho desde el punto de vista de personajes que no poseen (o no dominan) el lenguaje. Antón Chéjov, el gran renovador del relato moderno, era un maestro en el manejo del punto de vista. Podemos observar toda esa pericia puesta en juego en un relato titulado “Grischa”. Grischa es un “chiquillo gordinflón, nacido hace dos años y ocho meses”, tal como nos lo presenta el autor al inicio del cuento, que trata de la primera salida de su protagonista, sacado a pasear por su niñera a un bulevar de San Petersburgo. La misma anécdota, contada desde el punto de vista de la niñera, resultaría nimia e intrascendente. Narrada desde el punto de vista de Grischa, en cambio, adquiere el brillo de lo que se contempla y se experimenta por primera vez:
De pronto suenan unas terribles pisadas… Por el bulevar, directamente hacia él, avanza un pelotón de soldados con rostros rojos y vergajos debajo del brazo. Grischa, a quien el espanto ha dejado frío, mira a la niania con esta interrogación en los ojos: “¿Hay peligro?…”, pero la niania ni llora, ni se hecha a correr, lo cual quiere decir que no hay peligro. Grischa sigue con la vista a los soldados y se pone a andar al compás de ellos cuando dos grandes gatos, con largos hocicos, lenguas colgantes y retorcidos rabos, atraviesan corriendo el bulevar. Grischa piensa que también él tiene que correr, y corre tras ellos.
Observemos los grandes logros de este párrafo. El aturdimiento y el terror que infunde el desfile de los soldados, el modo de preguntar, con los ojos de Grischa si hay peligro y la respuesta que lee en la quietud abstraída de la niñera. Podemos cifrar toda la sutileza de la construcción del punto de vista en esos “grandes gatos, con largos hocicos, lenguas colgantes y retorcidos rabos”, y en lo que perdería el relato si el autor, desde su propio punto de vista, simplemente los nombrara como perros. El resultado es magistral, porque Chéjov nos instala en el punto de vista de un personaje que no domina el lenguaje, a quién podemos imaginar balbuceando sonidos ininteligibles (al volver a su casa, le narra su aventura “a mamá, a las paredes y a la cama”) pero que tiene plena conciencia de sus impresiones y sus experiencias, a las que sólo podemos acceder mediante el fascinante mecanismo de la ficción.