“Leer es Futuro”: Se lanzó la segunda colección │ Ministerio de Cultura de la Nación

Ministerio de Cultura la Nación │ 29 de enero de 2015
Las publicaciones pueden descargarse, gratis, para ser leídas desde cualquier dispositivo electrónico

El Ministerio de Cultura de la Nación lanza la segunda edición de “Leer es Futuro”, la colección de narrativa integrada por libros con cuentos de escritores noveles, ilustrados por jóvenes dibujantes, que se suman a las 21 publicaciones anteriores. La iniciativa tiene por objeto difundir sus obras, fomentar la lectura y federalizar la palabra.

Primera edición

Segunda edición

Reedición de cuentos infantiles:

Juan Diego Incardona, Leonardo Oyola, Hernán Vanoli, Pía Bouzas, Alejandra Zina, Esteban Castromán, Martían Zariello, Cezary Novek, Fabio Martínez, Matías Amoedo, Félix Bruzzone, Rocío Cortina, Claudio Rojo Cesta, Ricardo Romero, Julián Stoppello, Valeria Tentoni y Paula Tomassoni son algunos de los autores de distintos puntos del país, que fueron convocados para ambas ediciones, tomando en cuenta el contexto federal.

Los escritores elegidos -algunos publicados, otros no- trabajan para difundir y federalizar la literatura desde ciclos literarios, sellos editoriales, programas de radio, revistas, reseñas de prensa y redes sociales.

Los ilustradores participantes son jóvenes y talentosos dibujantes interesados en mostrar su trabajo. Nicolás Moguilevsky, Ezequiel García, Otto Zaizer, Ariel López V., Daniela Kantor, Costhanzo, Diego Rey, Mecha Lagunas, Diego Bastos, Irana Douer y Niko son algunos de los artistas que interpretaron las diversas miradas y los universos de los narradores para realizar el arte de tapa de cada libro.

La serie también incluye trabajos de Haroldo Conti, Miguel Briante y Roberto Arlt, e Isidoro Blaisten, Sara Gallardo y Bernardo Kordon, padrinos de la primera y segunda edición, respectivamente, por su compromiso social y su calidad literaria; y tres volúmenes de literatura infantil, que fueron reeditados.

Los libros en papel estarán disponibles a fines de diciembre de 2015 y se entregarán a escuelas secundarias o para adultos, bibliotecas populares y organizaciones sociales o proyectos colectivos que trabajen con la promoción de la lectura. Para pedir la colección, escribir a leeresfuturo@cultura.gob.ar.

De este modo, el Ministerio de Cultura de la Nación continúa la tarea de promover las voces actuales de la narrativa nacional entre los argentinos ávidos de nuevas lecturas. Además, busca jerarquizar el trabajo del escritor acercando sus creaciones a un público más amplio.

Colección "Leer es Futuro"
CONTACTO: leeresfuturo@cultura.gob.ar

Nota original: https://www.cultura.gob.ar/noticias/leer-es-futuro-21-libros-de-nueva-narrativa-ilustrados-por-jovenes-dibujantes/

El campo cultural en cuestión. La revista Sitio y los debates intelectuales de fines de la dictadura y comienzos de la transición democrática

El presente trabajo se propone relevar algunas de las principales discusiones y debates que se dieron en el campo cultural entre fines de la dictadura y comienzos de la transición democrática. Para eso, tomará como punto de referencia a la revista Sitio, fundada y dirigida por Ramón Alcalde, Jorge Jinkins, Eduardo Grüner y Luis Gusmán.

A lo largo de sus seis números, que se extienden desde 1981 hasta 1987, Sitio interrogó y cuestionó posiciones que otros actores del campo cultural parecían “dar por sentado”. Así, tomó partido ante la Guerra de Malvinas (e incluso abrió la discusión hacia dentro de la publicación), puso de manifiesto una “democratización” que los intelectuales abrazaban sin hacer una crítica de sus pasados posicionamientos políticos, advirtió acerca de la decadencia del ensayo ante el avance de la escritura “profesional” y “científica” y sentó posiciones frente a la sanción de las leyes de Punto Final y Obediencia Debida. La ponencia procurará recabar ese auténtico trabajo de pensamiento crítico emprendido por la revista, que no dejó de interrogar a la figura del intelectual mientras esta misma atravesaba cruciales transformaciones en su rol, su función y su accionar hacia dentro y fuera de su campo específico.

Palabras claves

Revista Sitio – revistas culturales – campo cultural – historia de la cultura – intelectuales

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Publicación en línea: http://jornadasdesociologia2015.sociales.uba.ar

Vivan los ochenta

Los ochenta recienvivos. Poesía y performance en el Río de la Plata, de Irina Garbatzky

(Beatriz Viterbo Editora, 2013)

Los ochenta están entre nosotros. No me refiero al tan mentado pastiche posmoderno, a los colores flúo ni a la “retromanía” señalada por Simon Reynolds sino a un renovado y creciente interés por las experiencias artísticas, literarias, periodísticas o, más genéricamente, culturales (o paraculturales) que atravesaron y marcaron esa década. Venimos recibiendo señales de esa recuperación a través de las reediciones y antologías de publicaciones míticas de la época como la de Cerdos y Peces realizada por su director, Enrique Symms,(que publicó El cuenco de plata en 2012), la investigación periodística sobre la historia de la revista Humor Registrado que llevó adelante Diego Igal (y publicó Marea el año pasado), o la recopilación de sus propios artículos durante ese período que realizó Osvaldo Baigorria (y que Blatt y Ríos publicó este año bajo el título de Cerdos y Porteños en alusión a las publicaciones donde aparecieron). A este renovado interés histórico ahora viene a sumarse el campo académico que, con el ingreso de una nueva generación de investigadores y el tiempo suficiente como para poder establecer una distancia crítica, parece estar listo para dar el salto de década y superar la atracción irresistible que hasta ahora ha ejercido la década del setenta en los estudios sobre fenómenos culturales vinculados a la historia reciente.

En este marco se inscribe Los ochenta recienvivos. Poesía y performance en el Río de la Plata, de Irina Garbatzky, que fue primero la tesis doctoral de la autora y ahora Beatriz Viterbo publica como libro. En la presente investigación Garbatzky se propone reconstruir el recorrido de cuatro autores que vincularon de distintas formas poesía y performance a ambos márgenes del Río de la Plata: los argentinos Batato Barea y Emeterio Cerro y los uruguayos Marosa Di Giorgio y Roberto Echavarren. El ambicioso trabajo que aborda Garbatzky reconoce varios obstáculos que la autora convierte en desafíos de su investigación y logra superar con creatividad crítica, un trabajo minucioso y la conciencia reflexiva de las propias limitaciones que impone el estudio del cruce entre las dimensiones de lo performático y la poesía.

En primer lugar, Garbatzky toma para su estudio autores que suelen ser problemáticos para un abordaje desde el campo de la crítica literaria, que suele despacharlos bajo la tranquilizadora etiqueta de “inclasificables”. El hecho mismo de sumar a Batato Barea –que no tiene una producción literaria propia– da cuenta de la amplitud de miras y los intereses que orientan la investigación.

En segundo lugar, Garbatzky no se propone analizar los textos de forma independiente, sino en el cruce, el diálogo y la tensión que éstos entablan con las performances que sus autores llevaron a cabo para “ponerlos en escena”. Y esto implica desarrollar un nuevo modo de leer en el que el texto y la performance, la palabra y el cuerpo (y los dispositivos escénicos a través de los cuales se despliegan) cobran un valor equivalente para la mirada del investigador.

No obstante, como si una dificultad llamara a otra, el mismo concepto de “performance” debe ser construido en la especificidad que asumió a comienzos de los años ochenta en la escena rioplatense y, al mismo tiempo, su inasible cualidad de acontecimiento único e irrepetible no puede ser obviada por la investigadora, quien, al contrario, asume el carácter siempre incompleto de las performances que pretende reconstruir o, como la misma autora afirma, aún teniendo a su disposición todos los materiales de registro posibles (imágenes, audio, videos, testimonios) “la performance tampoco estaría allí”. Esto, claro está, no exime a Garbatzky de hacer acopio de la mayor cantidad de material disponible para poder reconstruir con la mayor fidelidad las performances con las que trabaja. De hecho, la desorganización y fragilidad de esos materiales (dispersos entre los papeles que guardan los albaceas, los recuerdos que atesoran los familiares, los souvenirs de los espectadores, los archivos parciales de algunas instituciones culturales como el Centro Cultural Ricardo Rojas y enlaces aislados en la web) lleva a Garbatzky a reflexionar en su trabajo sobre la importancia de conformar un archivo que garantice la preservación de estas experiencias.

En cuanto al concepto mismo de performance, Garbatzky lo pone en relación con la experiencia de las vanguardias de los sesenta, como el arte pop y sus famosos “happenings” o el arte de acción política como el que impulsaba Joseph Beuys, si bien toma distancia entre los objetivos de las vanguardias y el de las experiencias de los años ochenta que, como dice la autora, “no cumple ya con un intento de romper con la cultura, pero sí de resistencia cultural, sobre todo en lo que concernía a los vínculos sociales y expresiones corporales”. Una cultura de la resistencia, una “paracultura”, como la denomina Garbatzky tomando el nombre de uno de los espacios emblemáticos de la época: el Parakultural. Se tratará entonces de una serie de experiencias culturales que atentarán contra los residuos latentes de una sociedad represora (y reprimida) al atacar la normalización de los cuerpos y del idioma que los designa y los clasifica.

Esa misma dialéctica entre lenguaje y cuerpo es la que toma Garbatzky para desarrollar su concepto de performance, en tanto obra-vivencia que desmaterializa el objeto artístico a través del anclaje físico: el cuerpo del performer. Esto implica una inversión que concibe “al lenguaje como espacio para realizar acciones, al cuerpo como espacio de escritura y proyección de imágenes”. A partir de esta concepción queda más claro que los textos no pueden ser analizados independientemente de su contrapartida con el trabajo sobre el cuerpo del performer. Esta mirada original, que repone el contexto de los textos producidos en la época, permite leer a los autores trabajados de una forma completamente distinta y resulta especialmente reveladora en el caso de Emeterio Cerro, cuyo paso por el campo cultural argentino parecía borrado, tal vez a causa de la radicalidad de su propuesta, o acaso por haber sido tomado como “cabeza de turco” del ataque emprendido contra la poesía neobarroca por parte del emergente movimiento objetivista o por escritores irritados, como en el caso de C.E. Feiling y la polémica que sostuvo con César Aira sobre la obra de Cerro (parcialmente reconstruida en este libro).

Una vez establecidas las coordenadas principales en la introducción, el libro se despliega a través de cuatro ejes conceptuales, que se ponen de manifiesto en el título de los capítulos: Formas de la teatralidad, Poéticas de la performance. De la teatralidad a la poesía, Formas de la vocalidad. Las voces frente al espectro declamador y Dispositivos de acción, desenterramientos productivos. En cada uno de estos apartados Garbatzky desarrolla una herramienta conceptual a partir de la cual aborda a cada uno de los autores trabajados. Si bien el esquema es un tanto “compartimentarizado”, esta organización le aporta claridad al conjunto y permite al lector interesado en alguno de los autores en particular poder realizar un recorrido personalizado por el libro. Cabe mencionar también el anexo que acompaña al libro, en el que Garbatzky incluye generosamente las entrevistas realizadas en el marco de la investigación y que contiene una entrevista a Aira (que no suele darlas en nuestro país). Del mismo modo, el archivo consultado es expuesto en detalle, lo que puede resultar de suma utilidad para los investigadores que aborden estos temas.

En suma, Los ochenta recienvivos resulta un libro destacado para los investigadores del área, novedoso no sólo por abordar un período que recién comienza a ser explorado en el campo de los estudios académicos sobre los fenómenos culturales del pasado reciente, sino además porque elabora categorías propias y originales para leer la rica y osada producción poético-performática de algunos de los representantes más conspicuos de esa época.

Literal, la época leída a contrapelo

“La literatura es posible porque la realidad es imposible” (1) Esta frase contundente abre el primer número de Literal, publicado en noviembre de 1973, y condensa varias de las estrategias que se irán desarrollando a lo largo del tiempo, en cinco números reunidos en tres volúmenes entre 1973 y 1977 . En primer término identifica un lugar para la literatura que la aparta de la función política de “dar cuenta de lo real” y más precisamente de una realidad injusta que es preciso subvertir. Como afirma Alberto Giordano sobre la misma sentencia: “la imposibilidad de la realidad (su irrepresentabilidad) es la condición de posibilidad de la literatura en tanto esta ya no pretende representarla, sino responder activamente a la imposibilidad de hacerlo, es decir, experimentar esa imposibilidad por la insistencia en una búsqueda que no se conforma con las versiones consabidas acerca de lo que es la realidad” (2)
En segundo lugar, la frase deja en claro la raigambre lacaniana de la sentencia, tanto por su seguridad en una afirmación que resonará con los ecos de la polémica, como por el juego con la categoría de lo real, que según lo postulado por Lacan, no puede ser representado en el lenguaje. En resumen: desvincular a la literatura de una utilidad política y hacerlo a partir de la novedad de leerla e interpretar su práctica a partir de la teoría psicoanalítica lacaniana y las tesis posestructuralistas.
En el campo intelectual de aquellos años se adjudicaba una suma importancia al valor testimonial de la literatura: este procedimiento llegaba hasta el punto de impugnar la misma práctica literaria en aras de otras formas más eficientes a estos fines, como el periodismo (3). Pues bien, el párrafo que sigue a la primera frase de Literal anuncia: “La información en un texto es un beneficio secundario que no justifica la existencia de un escritura literaria. A diferencia de una “noticia”, la verdad de un texto no puede someterse a una prueba de realidad.” (L. 1 p.5). Más adelante se amplían los argumentos: “La noticia es una cama donde cualquiera puede acostarse sin que se le mueva el piso. (…) Se entiende que alguien sea periodista porque hay diarios que pagan la función, hay ruinas cotidianas y reuniones de ministros. No se entiende que alguien escriba unas palabras no demandadas por nadie, cuyo valor es siempre dudoso a priori aunque pueda resaltarse a posteriori” (L. 1 p.5, itálicas en el original). Por lo tanto, es evidente el notorio esfuerzo por demarcar los límites entre el periodismo y la literatura, “cuyo valor es siempre dudoso a priori” y que no adquiere su valía en una “utilidad” que implique ser soporte de una carga informativa de potencial revolucionario. Literal impugna la práctica literaria al servicio de fines políticos y afirma: “Con la literatura las cosas se complican. No basta con estar primero con las últimas noticias, hay que superar la tautología que determina que sólo aquellos que hacen de la denuncia un hecho estético afirmen luego que la estética es una forma de denuncia.” (L. 1. p.8). La estética para Literal consistirá en “la asunción jubilosa de una ética. Pero a diferencia de la ética –que se pregunta por las relaciones sociales entre cosas y las relaciones materiales entre personas – la estética se pregunta por el valor de goce que se produce al realizarse un intercambio específico de mensajes” (L. 1 p.11). Se destacará asimismo la escena de la práctica literaria como un acto de soledad donde el escritor se entrega al goce de la palabra por sobre su responsabilidad ante otras instancias. Un goce solitario sí, que no sólo se hace cargo de la acusación de onanismo, sino que invierte la carga de la prueba para ponerla a su favor, “ ‘Masturbación (intelectual)’, se dice –como si alguien pudiese masturbarse por lo que tiene la realidad, en vez de hacerlo por lo que en realidad le falta” (L.1 p.6) la escritura es, de este modo, “esa práctica compulsiva, siempre cercana a los fantasmas de la masturbación; según el tópico que asegura una relación íntima entre este placer solitario y el goce de escribir. El periodista que cambia un sueldo por palabras que remiten a una realidad reconocida por otros, pareciera no haberse masturbado nunca” (L. 1 p.7).
Recapitulando, Literal se propone trazar límites claros entre el periodismo y la literatura y liberar a ésta última del trabajo de trasmitir una información en virtud de una utilidad determinada, a partir de la reivindicación del valor de goce, tanto a nivel de la producción como de la recepción, como una auténtica ética de la práctica literaria. Este esfuerzo está destinado a preservar la autonomía del campo literario, amenazado por las urgentes demandas de la política, y promueve nuevos parámetros para medir el valor de la literatura: el goce, la experimentación con el lenguaje y la novedad, por sobre la responsabilidad política, la eficacia en el mensaje y la transmisión de un referente de carácter revolucionario. Se trata, a fin de cuentas, como afirma Héctor Libertella, de “desplazar fuerzas en el campo de las argumentaciones” (4).Populismo y realismo: los “enemigos” de LiteralDesde su primer número Literal definirá con claridad a los antagonistas ante cuyo contraste elaborará su propia imagen y contra los que disparará su munición más gruesa: el realismo y el populismo. El realismo representa la poética hegemónica en el campo literario (5), aquella que aporta mayor capital simbólico a quienes la practican, por ser la que mejor puede cumplir con su misión política al denunciar las injusticias del orden establecido. Los ataques al realismo desde las páginas de la revista se multiplican y conforman, en su conjunto, una crítica implacable. Se lo objeta desde una óptica estructuralista: “Cuando el lenguaje enseña sobre la realidad, la constituye: el continuo real es organizado por la discontinuidad del código. Todo realismo mata la palabra subordinando el código al referente, pontificando sobre la supremacía de lo real, moralizando sobre la banalidad del deseo” (L. 1. p.6), como desde una visión de vanguardia, identificándolo con el pasado que debe ser superado “La flexión literaria del realismo se propuso como una nueva redistribución de los géneros y los discursos y abrió un campo, pero es necesario reconocer que su función actual es de obstáculo(6). Pero sobre todo, aunque a primera vista resulte paradójico, se objeta aquello por lo cual el realismo se inviste de valor en el campo literario, es decir, su eficacia política, dado que “no hace falta el realismo para transformar la realidad, las apelaciones transliterarias que este género utiliza para justificar su insistencia, sólo pueden tener un valor de coartada” (L. 2/3 p.10). Con lógica implacable Literal señala la contradicción en que el realismo incurre al denunciar una injusticia que “paradójicamente reproduce en la represión que instaura sobre el lenguaje mismo” (L. 1 p.7). Con esto se trata de poner sobre relieve el hecho de que conservar el realismo como poética privilegiada de la literatura revolucionaria es equivalente a tomar el poder y dejar intactas las estructuras burocráticas de la maquinaria estatal. Una auténtica literatura revolucionaria, en la concepción de la revista, debería comenzar por revolucionar el lenguaje como vehículo de dominación: “La negativa a aceptar como preceptiva literaria la que postulan quienes han convertido en destino su propio fracaso en lograr equivalencias, se funda en la convicción de que el delirio realista de duplicar el mundo mantiene una estrecha relación con el deseo de someterse a un orden claro y transparente donde quedaría suprimida la ambigüedad del lenguaje; su sobreabundancia mejor dicho” (7). El realismo se ampara en la coartada de las intenciones, se justifica en una “teología del sentido” que niega el goce inherente a la práctica literaria. Se tratará, en la propuesta de Literal, de hacer fallar la instrumentalidad del lenguaje, porque es en esa falla en la cual el lenguaje, como el ojo, se hace visible como constructo y deja de entregar una cierta imagen que una pretensión ideológica identifica como fiel reflejo de lo real. Una forma, en definitiva, de apartarse de “la cadena de montaje de las ideologías reinantes” (L. 1 p. 13).
La otra tendencia imperante en el campo intelectual que recibe los embates de Literal es el populismo. El contingente de intelectuales populistas, en palabras de Beatriz Sarlo, “analiza la cultura popular y la industria cultural desde perspectivas no semiológicas; las presenta en su emergencia histórica y las teoriza como portadoras de una cultura popular-nacional que las élites, tanto como la izquierda, habrían pasado por alto” (8). El populismo centra su interés en productos típicos de la cultura popular nacional como el folletín, la gauchesca, el periodismo, el cine nacional y las letras de tango (9). Este corpus de análisis rescata objetos de estudio que habían sido apropiados en la década del 60’ por la semiología o la estética pop, para someterlos a una relectura política que permita identificar en ellos a “la voz del pueblo”. Podría tratarse, en última instancia, de una lectura peronista de la cultura popular. Crisis, la revista fundada en mayo de 1973 por Federico Vogelius y dirigida por Eduardo Galeano, es la publicación que mejor expresa esta tendencia. El populismo también busca una identificación con las luchas y los sufrimientos del proletariado de la que espera el surgimiento de una nueva forma de cultura. (10) Identificación que no tiene que ver sólo con el contenido sino también con la forma. Se ensayan estrategias para acercar la cultura de élite a las clases populares a través de un lenguaje simple, transparente, comprensible, de fácil acceso y lectura (11). Literal ataca al populismo por entender que en toda representación de una clase por otra hay una violencia implícita, que Osvaldo Lamborghini hace explícita en su relato “El niño proletario” (12) y que Germán García teoriza como ataque al populismo en el artículo crítico que escribe en Literal sobre Sebregondi Retrocede: “Escribir en el cuerpo del niño proletario la historia de una venganza “familiar” (después de quemar la letra impresa de sus diarios) es desenmascarar la idealización de una clase por otra, donde la obsesión de compromiso es correlativa de la negación de una separación insoportable” (13). Pero además Literal impugna al populismo desde la misma categoría de pueblo, por entender que es falsa la representación que en el campo intelectual se hace de los consumos, estrategias y prácticas culturales populares. Así, en el afiche-presentación de la revista se proclama: “Porque no hay propiedad privada del lenguaje, es literatura aquello que un pueblo quiere gozar y producir como literatura. La insistencia de ciertos juegos de palabras es literatura, como lo comprende cualquiera que sepa escuchar un chiste” (14). Esta apelación al chiste como goce popular con los juegos de lenguaje se repite en varias oportunidades a lo largo de la revista. Para Literal, las estrategias lingüísticas puestas en juego por las clases populares son mucho más complejas de lo que el campo intelectual supone, así:
Una empobrecida ‘interpretación’ de las mayorías silenciosas –y populares– dice que el pueblo –es decir, los buenos– sólo usa el lenguaje para pedir aumento de sueldo (de nada vale que se diga que la gente no escribe una carta de la misma manera que habla en el café, no se dirige a una mujer de la misma manera que a un amigo, no se prohíbe gozar un chiste o un juego de palabras. (…) Una ideología anti-intelectual toma como cabeza de turco a unos pobres muertos de frío, mientras las vindicaciones ‘populares’ usan complejas máquinas de difusión para imponer su interpretación de la verdadera realidad (L.2/3 pp. 13-14).
Este aparato argumentativo apunta a legitimar desde la misma categoría de lo popular las “aventuras del lenguaje” que emprende la literatura de vanguardia propuesta en las páginas de la revista. Pero no se trata sólo de estrategias de argumentación. Una somera revisión de las obras que produjo el núcleo fundador de Literal demuestra que había un interés real en el trabajo con materiales provenientes de la cultura popular como los giros idiomáticos de la gauchesca o las consignas políticas enunciadas en las manifestaciones, en el caso de Lamborghini o el tango, la curandería y el espiritismo en Gusmán (15), donde estos discursos se ponen en juego al mismo nivel que otros propios del campo intelectual, pero sometidos a un trabajo de tensión extrema con respecto a las formas del lenguaje convencional. Literal también apela a esta característica, pero a través de la obra de otro escritor muy cercano al grupo, Ricardo Zelarayán de quien se dirá: “El poema Un sueño de día, trabajado en la evocación de un coro de voces populares, es un verdadero enigma para ‘populistas’” (16).
De este modo la revista asienta su propuesta y afirma su posición a través del ataque en conjunto a las dos tendencias hegemónicas en el campo intelectual al asumir: “Que el realismo y el populismo converjan en la actualidad para formar juntos el bricolage testimonial, es solo el efecto de una desorientación que ya conoce su horizonte, es decir, sus límites y sus fracasos” (L. 2/3 p.14).
Otro aspecto fundamental a tener en cuenta es que los argumentos principales para objetar al realismo y al populismo provienen de los intereses intrínsecos del mismo campo intelectual, es decir, poner en cuestión la eficacia revolucionaria del discurso realista y la catadura “popular” de la literatura populista. Es importante señalar que Literal no los impugna en nombre de otros valores ajenos a la consideración del campo, como la calidad literaria, la experimentación o la sensibilidad, sino que opera con las mismas categorías del campo en el que se inserta. No podría entenderse de otro modo que en cierto momento la revista proponga que asumir el compromiso equivale a pactar un trato con la escritura burguesa de los medios de información (L. 2/3 p. 147). De ahí que su operación tenga un valor plenamente actual en el contexto donde actúa y no apele simplemente a la gratificación diferida que identifica a toda vanguardia (17). El rechazo al realismo y al populismo no se realiza en nombre de una actitud reaccionaria sino en función de las mismas virtudes que estos discursos reivindican para sí; y esto tiene un doble valor: por un lado permite apelar a los mismos interlocutores y no sólo cifrar las esperanzas en la creación de un nuevo público, y por otro es una fuerte apuesta en pos de garantizar la autonomía de la literatura, amenazada por la exacerbación de las posturas del realismo y el populismo, impulsadas por la tendencia antiintelectualista que se impone en ese momento. Sí, como afirma Gilman, en esta etapa “es la ausencia misma de función de la literatura lo que el antiintelectualismo postula, puesto que entiende como función exclusiva la función revolucionaria.” (18), entonces lo que propone Literal es una revalorización de la literatura en su función intrínseca, su potencial, menos para crear un lenguaje revolucionario que para revolucionar un lenguaje de dominación, menos para reflejar una cultura popular idealizada que para hacer jugar sus giros y sus prácticas en la lógica intrínseca del campo intelectual. En definitiva, una defensa de la autonomía del campo intelectual cuando este parece cercano a disolverse en las arenas movedizas de la práctica política.

La apuesta de Literal
A través de sus diferentes intervenciones observamos, en definitiva, que la apuesta de Literal en el campo no reconoce medias tintas, es a todo o nada y no bastan las buenas (o malas) intenciones. Como destaca Bourdieu:
Los jugadores pueden jugar para incrementar o conservar su capital, sus fichas, conforme a las reglas tácitas del juego y a las necesidades de reproducción tanto del juego como de las apuestas. Sin embargo, también pueden intentar transformar, en parte o en su totalidad, las reglas inmanentes del juego; por ejemplo, cambiar el valor relativo de las fichas, la paridad entre las diferentes especies de capital, mediante estrategias encaminadas a desacreditar la subespecie de capital en la cual descansa la fuerza de sus adversarios (19)
Hemos visto cómo Literal desacredita las subespecies de capital hegemónico en el campo en el cual se inserta: la poética realista, la figura “heroica” del escritor, la sumisión al referente y la primacía del periodismo por sobre la literatura, pero al mismo tiempo le es necesario movilizar un capital propio para tratar de asegurar el éxito de la operación. Podemos identificar parte de ese capital con las obras literarias que preceden a la salida de la revista y que no se ajustan a los dictámenes hegemónicos del campo. Pero con esas obras no basta. Para decirlo nuevamente con las palabras de Bourdieu:
El valor de una especie de capital depende de la existencia de un juego, de un campo en el cual dicho triunfo pueda utilizarse. Un capital o una especie de capital es el factor eficiente en un campo dado, como arma y como apuesta; permite a su poseedor ejercer un poder, una influencia, por tanto, existir en un determinado campo, en vez de ser una simple “cantidad deleznable” (20).
A esas obras, por lo tanto, Literal les sumará una lectura propia a partir de las novedades teóricas que entraña el posestructuralismo y, sobre todo, la teoría psicoanalítica lacaniana. Los autores de la revista utilizarán estos aportes teóricos para transformarlos en un capital que puedan hacer jugar a su favor. No se trata, claro está, de escribir según una receta elaborada a partir de los seminarios de Lacan; de hecho, los integrantes de la revista se han preocupado por aclarar que esas obras fundacionales, Nanina, El fiord y El Frasquito, fueron escritas antes de tomar contacto con la teoría psicoanalítica. De lo que se trata aquí es de elaborar una “máquina de lectura” que permita reconocer esas obras y apreciarlas por fuera de los conceptos hegemónicos del campo a la vez que impugna a éstos últimos. Una vez puesta en funcionamiento, esa máquina es capaz de leer mucho más que literatura, lo que redunda en un lúcido posicionamiento político de la revista y construye una lectura del presente “a contrapelo” de las categorías dominantes en el campo intelectual. En definitiva, se trata de hacer jugar estas novedades teóricas como un capital propio, que distingue a este grupo del resto del campo y proponer, en lugar de la omnipresente literatura política una auténtica política de la literatura.

Notas
(1) García, Germán, “No matar la palabra, no dejarse matar por ella” en Literal 1 (Noviembre 1973), p. 5. A partir de ahora, para no entorpecer la lectura se aclaran las citas a este texto entre paréntesis de la siguiente manera: (L 1, p. 5). Cabe aclarar que los nombres de los autores han sido repuestos, dado que originalmente los artículos no llevaban firma.
(2) Giordano, Alberto, “Literal y “Literal El Frasquito: las contradicciones de la vanguardia” en Razones de la Crítica (sobre literatura, ética y política) , Buenos Aires, Colihue, 1999, pp. 64-65.
(3) En 1973, al justificar su voto en un concurso literario del que era jurado, Rodolfo Walsh escribía: “Es, ya lo he dicho, como si el periodismo –aún el periodismo asalariado y dependiente que todos conocemos– fuese de todos modos un mejor testigo de lo que pasa que esas formas supuestamente más refinadas y perceptivas de la escritura, digo la novela.”
(4) Libertella, Héctor, “La propuesta y sus extremos” en Literal 1973-1977, Buenos Aires, Santiago Arcos, 2003, p. 5.
(5) En su resumen sobre el decenio 67’-77’, Nicolás Avellaneda escribe que los narradores de la nueva generación “desconfiaron de la literatura ante la presión de los hechos político sociales y tendieron a subordinar o a transformar su expresión en una búsqueda de síntesis entre la historia y la Historia, entre la ficción (la literatura) y la “realidad” (el referente). El pico de esta actitud puede ubicarse hacia 1970-1973”. Avellaneda, Nicolás, “Literatura argentina, diez años en el sube y baja” en Todo es historia, Nro. 120.
(6) Garcia, Germán, “La flexión literal” en Literal 2/3, (Mayo, 1975) p. 10
(7) Lamborghini, Osvaldo, “La flexión literal” en Literal 2/3, p. 148, (itálicas en el original).
(8) Sarlo Beatriz, La batalla de las ideas (1943-1973) , Buenos Aires, ed. Ariel, 2001, p. 99.
(9) Se puede mencionar, a modo de ejemplo, que en su edición de noviembre de 1973, contemporánea al primer número de Literal, la influyente revista Crisis dedicaba su portada al tango con el siguiente título: “Tango: ¿una cultura condenada al exilio? Poesía popular del yrigoyenismo al peronismo”.
(10) Acerca del período, anota Beatriz Sarlo: “Populismo, acercamiento radicalizado al peronismo, revolución cubana y revolución cultural china proporcionan las líneas de este nuevo pliegue de la discusión. No se trata ni del compromiso ni de la rebeldía, ya que el compromiso deja a los intelectuales en su lugar de clase originario y la rebeldía denuncia su origen pequeñoburgués. Se trata más bien del reconocimiento de una dirección general de lo social a cargo del proletariado –o, eventualmente, del Pueblo, en el caso de los nacionalismos radicalizados- que, en sus luchas políticas, produce nuevas formas de cultura”. Sarlo, Beatriz. Op cit. p. 104.
(11) En 1970, Rodolfo Walsh se plantea en su diario una “Teoría general de la novela” donde se propone: “Ser absolutamente diáfano. Renunciar a todas las canchereadas, elipsis, guiñadas a los entendidos o los contemporáneos. Confiar mucho menos en aquella famosa “aventura del lenguaje”. Escribir para todos, confiar en lo que tengo para decir, dando por descontado un mínimo de artesanía”, mientras que al año siguiente escribe “No puedo o no quiero volver a escribir para un limitado público de críticos y de snobs. Quiero volver a escribir ficción, pero una ficción que incorpore la experiencia política y todas las otras experiencias”. Walsh, Rodolfo, op. cit. pp. 150, 178.
(12) Lamborghini, Osvaldo, Novelas y Cuentos I, Buenos Aires, ed. Sudamericana, 2003, pp 56-62.
(13) García, Germán, “La palabra fuera de lugar” en Literal 2/3 (Mayo 1975) p. 30.
(14) “Un cartel invade las calles de Buenos Aires” en Literal 1973-1977, Buenos Aires, Santiago Arcos editor, 2002, (negrita e itálicas en el original).
(15) Ver Lamborghini, Osvaldo, El Fiord Op. cit. pp. 9-25 y Gusmán, Luis, El Frasquito, Alfaguara, Buenos Aires, 1996.
(16) García, Germán, “Tramar de las palabras” en Literal 1 (Noviembre, 1973), p. 57.
(17) “Los propiciadores del arte por el arte, obligados a producirse de alguna manera su propio mercado, están destinados a una remuneración diferida, a diferencia de los “artistas burgueses” que pueden contar con un mercado inmediato” Bourdieu, Pierre, “Campo de poder, campo intelectual y habitus de clase”, en Campo del poder y campo intelectual, Folios ediciones, Buenos Aires, 1983. p.31.
(18) Gilman, Claudia. Op. Cit. p. 179.
(19) Bourdieu, Pierre, op. cit. p. 66.
(20) Op. cit. p. 65.

Nos llevará la corriente

“Prohibido bañarse en el río”, dice el cartel. Un poco más allá, setecientos nadadores y nadadoras apretados junto a la costa estamos a punto de tirarnos al agua. No nos vamos a bañar, nadaremos la prueba de aguas abiertas más popular del país: nueve kilómetros en el río Paraná. Bienvenidos a Baradero.Como otros grandes inventos, Baradero nació casi por casualidad, como una práctica de una escuela de guardavidas que, luego, se transformó en competencia. En la primera edición, en 1993, hubo 86 nadadores. En la segunda, 150. Y así hasta llegar al récord de 2200 competidores en el 2002, cuando los organizadores se dieron cuenta que el río les quedaba chico y redujeron las inscripciones hasta los 1200 actuales.

¿Cuál fue la clave del éxito de Baradero? La corriente, la distancia. Hasta ese momento las aguas abiertas estaban cerradas: eran territorio exclusivo de los atletas súper profesionales capaces de afrontar los 57 kilómetros de una Santa Fe-Coronda o los 88 de una Hernandarias-Paraná. Baradero abrió las aguas al “nadador amateur”. Nueve kilómetros que por la fuerte correntada equivalen a tres de pileta. Hay que decirlo: si uno flota y se queda quieto un rato largo, tardará más, pero igual va a llegar.

Otras localidades tomaron nota y pronto las “maratones acuáticas” de entre siete y nueve kilómetros empezaron a filtrarse por todos lados: San Pedro, Ramallo, Junín, Gualeguaychú, Lobos, Chascomús, sin embargo Baradero fue la primera. Fabián D’Eramo, organizador de la prueba, lo sintetiza: “Antes, no había carreras amateurs como ésta, en la que puede participar la señora que va dos veces por semana a hacer natación”. Proeza modesta, aunque proeza al fin.

El domingo 4 de noviembre amanece nublado, pero nadie se atreve a pronunciar la palabra “tormenta”. Inútil buscar alojamiento en la ciudad, todas las plazas se agotan con un mes de anticipación. Baradero está desbordado, pero las calles siguen ilustrando la misma postal bucólica de pueblo chico. Sólo hay cambios en la costanera: gazebos de marcas deportivas en los que los atletas revuelven con olfato de outlet cestos que ofrecen dos slips por $ 60 con la palabra “Guardavidas” en las nalgas, carpas de clubes, libre circulación de vaselina para evitar el rozamiento, alcohol boricado, protector solar, átomo desinflamante. En la parrilla del puesto callejero, los chorizos languidecen. Los nadadores hacemos cola para comprar fideos y tener nuestro almuerzo de carbohidratos.

A las 14, el organizador nos convoca en la explanada del puerto para la charla técnica. Pregunta quién corre por primera vez y se alzan más de la mitad de los brazos. Según Edgardo Castañón, entrenador de natación que ha traído 57 alumnos, una persona que practique dos veces por semana durante un año estará en condiciones de nadar la carrera. El organizador resume la charla técnica en tres indicaciones: “Busquen el centro del río, miren hacia delante y no se encimen en la salida.”

En la caja de lata del camión que nos lleva a la largada los 28 grados parecen muchos más. Viajamos con lo puesto, lo estrictamente necesario: malla o slip, gorra y antiparras. El olor que reina es un extracto de protector solar, sudor y crema desinflamante. Alguien cierra la caja desde abajo y el camión se pone en marcha con un sacudón que nos bandea y un bocinazo que despierta gritos de entusiasmo. Surfeamos por la costanera de tierra los dos kilómetros que nos separan del Balneario Municipal entre los saludos y las chanzas de la gente que se apiña a la entrada del camping para ver el espectáculo que brindamos. Un alma piadosa, incluso, nos arroja un baldazo.
El camión nos deja en la puerta del balneario y tenemos que caminar, descalzos, por un sendero de asfalto caliente los 600 metros que nos separan de la largada. Avanzamos a los saltos. Llegamos a la confluencia del río Arrecifes y el Baradero, el mismo lugar en el que Hernandarias dispuso, en 1615, la “reducción” de aborígenes que dio origen al pueblo. Nos ubican en corrales según nuestra edad, que divide las categorías en franjas de cinco años; mientras esperan su momento, los nadadores mitigan la tensión elongando los tríceps o calientan las articulaciones sacudiendo los brazos como aspas. Cuando llega nuestro turno nos hacen entrar al río y esperar la señal con el agua a la cintura. Pongo un pie y me hundo hasta la rodilla en el fondo legamoso. El agua está fresca. De pronto se hace un silencio, los cuerpos se alistan. Suena la sirena. Empezó la carrera.

Largo casi en línea recta para evitar el tumulto pero igual doy y recibo: una mano que me pega en la espalda, una patada que me pasa a centímetros de la cara, cuerpos que se chocan. Nada importa, levanto la cabeza y busco llegar rápido al centro del río para encontrar la corriente, esa energía descomunal que empuja el agua a 4 kilómetros por hora.

La corriente más fuerte pasa por el centro, hay que encontrarla y evitar perderla en los numerosos recodos. No se ve, pero se siente: cuando alcanzo la mitad del río una fuerza ciega me hace vibrar el cuerpo y de repente me siento expulsado hacia adelante, apenas las puntas de los dedos pegados tocan el agua el brazo se me estira como si fuera de goma. Me deslizo sobre la película líquida del río como si patinara, ralentizo las brazadas para ahorrar energía y dejar que la corriente haga el desgaste. Se supone que tengo que tirarme a la izquierda, para salir derecho de la primera curva, la más pronunciada de todas. A lo largo de la carrera el río se arquea como una serpiente por lo que uno no se puede confiar: un error de cálculo, una curva mal tomada y de pronto uno queda pegado a la orilla mientras los nadadores pasan por el medio. Recorrí varias veces el río entre ayer y hoy, pero desde adentro todo se ve distinto, no hay curvas, las orillas se hacen difusas, todo es agua: al respirar a la derecha, el camping, la gente alentando en la orilla, al sacar la cabeza a la izquierda, el campo, las vacas, hacia adelante, las cabezas coloreadas por las gorras de los nadadores, la espuma de su estela, el marrón río, en todas partes, la abundancia del cielo de la pampa.

Cuando respiro hago buches; el agua tiene el gusto dulzón del río, pero hay que evitar tragarla, tiene también millones de microbios. Respirar hacia ambos lados y mirar hacia adelante; orientarse en el río es difícil: cuando el traslado se hacía en barcaza podías ir buscando referencias en las orillas, pero ahora se nada “a ciegas”. Las aguas abiertas imponen una delicada administración de las energías. Si te exigís más de lo que podés dar, te “quemás”; es como fundir el motor biológico, se te acaba la nafta y te sentís mal, muy mal, con un agotamiento que apenas te permite levantar los brazos y llevarlos para adelante. Si te exigís de menos, al llegar uno se frustra, pensando que no dio todo, que le sobró un vuelto vital. Hay que dar lo justo, en cada momento, seguir el ritmo, atender al bombeo pulsado del corazón. “Voy hacia lo que menos conocí en mi vida”, escribió el poeta y nadador Héctor Viel Temperley: “Voy hacia mi propio cuerpo”.

Los experimentados conocen trucos, como ir “chupado”: pegarse atrás de un nadador un poco más rápido y seguirlo. No está bien visto. El que va delante hace todo el esfuerzo para romper la resistencia del agua y el de atrás ahorra energía mientras viaja adherido a su estela, como un parásito. Otra alternativa es sumarse a un “pelotón”: un cardumen de nadadores parejos que avanzan, entre todos, más de lo que podría cada uno por separado. Yo voy solo. Algunos me pasan, a otros los adelanto hasta que sucede, es infalible: entre mil nadadores siempre está el que nada como vos. Contra ése competís, otra forma de decir que competís contra vos mismo. Me lo encuentro en la mitad de la carrera, tiene una gorra roja, antiparras negras y el estilo algo brutal de los nadadores de aguas abiertas, que no flexionan el brazo y golpean el agua con violencia para sortear la marejada. Yo tengo un estilo más de pileta, depurado: quiebro el codo cuando hago el recobro de la brazada, poso los dedos sobre el agua, como si fuera a acariciarla. En cada respiración, veo su boca abierta cuando toma el aire. Él acelera y yo lo alcanzo, yo adelanto y él me empata. No sé quién es ni lo voy a saber jamás, pero por un rato no existe otra cosa más que él y yo. Esquivamos pelotones y nadadores rezagados. Ya no tengo noción del tiempo, los brazos me pesan, después del puerto hay pocas referencias salvo el río y las orillas que cabrillean iguales a sí mismas. Hasta que veo un ranchito pobre en la margen izquierda que recuerdo cerca y un poco más adelante la mole blanca de la usina de Atanor y un puntito blanco: la llegada y me tiro con todo a la derecha, pierdo de vista a mi adversario, mi compañero, pero no queda otra: tengo que acercarme con tiempo porque si no corro el riesgo de pasarme y tener que remontar el río a contracorriente. Es el sprint final y en el embudo de la llegada vuelve la aglomeración: nos chocamos, nos pegamos: lo único que importa es llegar. Toco el barro con la punta de los dedos y me incorporo, estoy mareado, exhausto, piso el fondo, pierdo el equilibrio pero una mano me agarra y me ayuda.

Salgo temblando, chorreando, boqueando aire.

Néstor Perlongher: Diamantes en el barro

Es señalado como uno de los poetas argentinos más notables y de mayor influencia en las nuevas generaciones. Militante político, sociólogo, antropólogo y “pensador callejero”, exploró temas hasta entonces vedados a la intelectualidad, como el cruce entre deseo y política, la lucha por las libertades cotidianas, la identidad de los homosexuales y el éxtasis religioso. Víctima del sida, murió en Brasil en 1992. La publicación de Un barroco de trinchera, recopilación de las cartas que le envió a su amigo Osvaldo Baigorria, es la mejor excusa para repensar su obra y su legado.

El 21 de julio de 1973, el poeta y ensayista Néstor Perlongher aprendió una amarga y dolorosa lección. Había concurrido a un masivo acto convocado por la Juventud Peronista en las puertas de la quinta presidencial de Olivos. Su columna enarbolaba la bandera del Frente de Liberación Homosexual, que en plena primavera camporista buscaba sumar su lucha por las libertades sexuales a las reivindicaciones populares. Sin embargo, en respuesta a José López Rega, quien había emparentado a la izquierda peronista con el FLH acusándolos de “homosexuales y drogadictos”, la multitud no dudó en marcar distancias con el siguiente canto: “No somos putos/ no somos faloperos/ somos soldados de FAR y Montoneros”. Perlongher y otros militantes homosexuales intentaron que desistieran de esa consigna, pero ni siquiera lograron acortar los varios metros que los mantenían aislados del resto. Finalmente, abandonaron la manifestación con la certeza de que en la Argentina no iba a ser nada fácil lograr que el deseo y la política marcharan juntos. Esta explosiva combinación, política y deseo, fue precisamente una de las claves en la obra de Perlongher, quien a catorce años de su muerte (1949-1992) es señalado como uno de los mayores poetas locales. A ese reconocimiento, en los últimos años, se sumó el creciente interés por su obra ensayística, narrativa, periodística e incluso por su correspondencia. A la publicación de Prosa plebeya (Colihue) en 1997 y Papeles insumisos (Santiago Arcos) en 2004, ahora se agrega Un barroco de trinchera (Mansalva), una recopilación de las cartas que el autor de Cadáveres le envió a su amigo, el escritor y periodista Osvaldo Baigorria. Encasillar a Perlongher es imposible: militante trotskista, defensor de los derechos homosexuales, sociólogo, antropólogo, “pensador callejero”, su impulso nómade hizo estallar la cristalización de una identidad estática en el vértigo de un ininterrumpido devenir. Ya antes de publicar su primer libro de poemas, Austria-Hungría, en 1980, se había hecho notar con sus artículos en la revista Somos del FLH y durante los años sangrientos de la última dictadura, a través de fotocopias clandestinas que repartía entre sus conocidos, donde denunciaba la salvaje represión a los homosexuales. Allí podía leerse: “El propio jefe de investigaciones –un rubio con aire SS– me trompeó para que aprenda a respetar a la Policía de Mendoza”. Oprimido por ese clima asfixiante, en 1982 se trasladó a San Pablo, donde se convirtió en profesor de la Universidad de Campinas e inició un master en Antropología Urbana. Su tema fue la prostitución masculina y su metodología consistió en una particular versión de la “observación participante”: se convirtió en cliente y se dedicó a deambular por la zona roja paulista: “Ellos yiran, yo también yiro”, decía para explicar su método. El resultado fue O negocio do michê, cuya versión completa recién se editó en Argentina en 2002 como El negocio del deseo (Paidós). Allí Perlongher trazó una “cartografía deseante” de San Pablo, ayudado por las herramientas teóricas que tomó prestadas de El antiEdipo y Mil mesetas. Esas obras de Gilles Deleuze y Félix Guattari le aportaron claves para pensar la problemática del deseo y su circulación en el tejido social. Pese a vivir en Brasil, Perlongher no se desentendió de lo que sucedía en su país. Apenas recobrada la democracia, emprendió una batalla por la derogación de los edictos policiales. Su tribuna fueron pequeñas publicaciones feministas como Persona o la revista Alfonsina, que dirigía la periodista María Moreno. “Por esos años, Néstor era el único varón que articulaba política y libertad sexual en medio de una izquierda homofóbica”, recuerda Moreno. En esos artículos, que firmaba con los seudónimos Rosa L. de Grossman (homenaje a Rosa Luxemburgo) o Víctor Bosch, se preguntaba si los declamados “derechos humanos” no correspondían también a los homosexuales y marginales que eran asediados a diario por la Policía sin que ninguna institución se interesara por su suerte. Bajo esos mismos sobrenombres impugnó la Guerra de Malvinas, cuando la ironía lo llevó a enarbolar la consigna “Todo el poder a Lady Di” y a burlarse de la izquierda que apoyaba la “gesta antiimperialista” de la dictadura. Esa misma lucidez le permitió vislumbrar que con la epidemia del sida, de la que sería víctima, se avecinaba un dispositivo biopolítico de higienización y moralidad social. “Sería paradójico que el miedo a la muerte nos hiciera perder el gusto por la vida”, afirmaba en El fantasma del sida, ensayo teórico que dedicó al tema y que publicó en 1987. Si fuera necesario trazar genealogías, podría decirse que Perlongher heredó de su padre taxista la pasión por la deriva nómade; y de su madre costurera, las delicadas y refulgentes telas que poblaban sus textos para recubrirlos con una superficie pagana de placer. Tanto en sus poemas como en sus ensayos abundan los drapeados y los oropeles que relucen bajo el brillo del strass y del lamé. Ese empleo lujoso del lenguaje lo convirtió en referente de la poesía neobarroca, una corriente que él mismo ayudó a definir a través de artículos y antologías, donde reivindicó como influencias a los cubanos José Lezama Lima y Severo Sarduy y al argentino Osvaldo Lamborghini. Claro que para el autor de Alambres, el neobarroco devenía irónicamente en “neo- barroso” al chapotear en las aguas fangosas del estuario rioplatense. Para el ensayista Christian Ferrer, que compiló con Baigorria los textos de Prosas plebeyas, Perlongher creó un nuevo género: el “ensayo neobarroco”, en el que, según Ferrer, “se hace imposible distinguir la escama literaria de la trilla argumental”. El sincretismo brasileño también atrajo la atención de Perlongher. En 1987 se vinculó a la religión del Santo Daime, que se basa en el consumo ritual de ayahuasca. Si para él la escritura poética siempre había implicado “una forma leve de trance”, esta experiencia se potenció en las luminosas visiones del éxtasis, lo que retrató en los poemas de Aguas aéreas y en artículos como “La religión de la ayahuasca”. “Muchos creen que Néstor se vinculó al Daime para buscar una cura al sida, pero él se enteró de que estaba infectado dos años después”, sostiene hoy Baigorria, quien ve el motivo de esa búsqueda en la influencia de los poetas beatniks. Fue precisamente el estudio de una religión basada en el éxtasis místico el tema que Perlongher, en su rol de antropólogo, propuso para su beca de doctorado en París. Se trasladó allí en 1989, pero la experiencia fue catastrófica: sufrió el desdén del cerrado ambiente intelectual francés y descubrió que estaba infectado de VIH. Ese desasosiego lo volcó magistralmente en su artículo “9 meses en París” y en las cartas que envió a su amiga Sara Torres, donde le confesó: “Hay como una lentitud de la tristeza que me hace ir dejando sin hacer las cosas y cayendo en una nenia nihilista”. De regreso en San Pablo, Perlongher siguió escribiendo sin pausa hasta su muerte, el 26 de noviembre de 1992. En pocos años exploró temas hasta entonces vedados a la intelectualidad argentina, como el deseo y la política, la lucha por las libertades cotidianas, la identidad homosexual y el éxtasis religioso. Y lo hizo con un lenguaje personal donde el brillo de las palabras no encandila la fuerza de los argumentos. “Ser es devenir”, dijo alguna vez. Esa fuga permanente lo llevó a vivir explorando los márgenes, a bucear en el barro para extraer pulidas piedras preciosas.

Jorge Alvarez, el eslabón perdido

Si consideramos que Buenos Aires también tuvo sus swinging sixties , sus hitos se cifran en la vanguardia pop del Instituto Di Tella, el nuevo periodismo de Primera Plana o Confirmado, la recepción del psicoanálisis, el nacimiento del rock nacional, la creciente radicalización política y la emergencia de la juventud como protagonista clave de la década. Pero a todo esto hay que añadirle el nombre de un editor que modernizó la edición contratando por adelantado libros que aún no habían sido escritos, publicando los primeros títulos de autores como Manuel Puig, Ricardo Piglia o Juan José Saer, afrontando juicios, condenas y censuras ante los tribunales morales del onganiato. Publicó cerca de trescientos títulos en una época en la cual la primera tirada era de 4.000 ejemplares y la segunda ya se encargaba a la siguiente semana de salido el libro. Jorge Alvarez fundió su nombre con el de una editorial de avanzada y fue, junto a Boris Spivacow, uno de los principales artífices del “boom del libro argentino” de aquella década. Su librería de la calle Talcahuano 485 fue el “salón literario” de los años 60, verdadero punto de encuentro de toda una generación de artistas, teóricos, músicos y escritores. Rodolfo Walsh seducía a Pirí Lugones, Oscar Masotta contrabandeaba referencias lacanianas y un joven llamado Ricardo Piglia acercaba con modestia algunas traducciones por encargo sin confesar que también escribía.

Pero para Jorge Alvarez los sesentas no fueron solamente una época de psicodelia y vértigo: “La década del 60 fue infame políticamente. Lo que pasa es que había una efervescencia cultural tan poderosa y tan maravillosa que nos olvidábamos de la política: Onganía, Illia, Lanusse, Krieger Vasena, que me mandó a la quiebra. Joder, ¡qué pálida! Fue una década políticamente nefasta”. No conforme con el suceso de su editorial, a fines de esa década Alvarez fundó Mandioca. Pionero en Sudamérica, fue el sello discográfico de las míticas bandas del rock nacional y por el que sonaron los primeros fraseos del rock en español. Pero el clima de violencia política y el golpe del 76 lo obligaron a dejar el país y trasladarse a España, frustrando uno de los proyectos más prolíficos de la industria cultural argentina, verdadero eslabón perdido de la edición independiente.

“Me tomé mi tiempo para regresar”. Jorge Alvarez deja de lado su café y se acerca a la grabadora para remarcar algunas frases. Con sus joviales 79 años, ataviado con una camisa leñadora, un suéter azul y un saco de gamuza, conserva la elegancia de un dandy y la mirada aún alerta, desafiante. Cuenta que la Argentina lo recibió bien, pero que todavía no le ahorra desencuentros: “Cuando llegué me enteré que David Viñas acababa de morir, cosa que me dio reverendamente en las pelotas. Yo quería encontrarme con él y contarle que tenía ganas de sacar la editorial de nuevo. Porque él había sido el que de algún modo me había hecho poner la editorial”. Ese encuentro habría permitido cerrar un círculo de 48 años.

Antes de que su nombre fuera sinónimo de buenos libros, Jorge Alvarez había sido un “petitero” egresado del Nacional Buenos Aires. Por influencia de su hermano mayor, estudiante de Filosofía, había pasado su juventud leyendo todo lo que caía en sus manos. La salida de la adolescencia lo sorprendió como encargado de la librería De Palma y asesor de esa misma editorial, especializada en Derecho y Ciencias Sociales. Así fue hasta que un cliente de la librería, un tal Viñas, le comentó que estaba escribiendo una biografía de Eva Perón, y Alvarez se entusiasmó con publicarla: “Cuando voy a verlo a De Palma con el proyecto, me manda a freír papas. ¡No quería meterse en política! Como me dijo que no, le contesté ‘Bueno, entonces yo me voy a ir y voy a poner mi editorial’. Y eso hice. Con tanta mala suerte que el ‘rápido’ de Sebreli se puso a hacer la biografía de Evita y la sacó antes. Viñas se agarró un berrinche y me dijo que nunca más iba a escribir la biografía de Evita, y así fue”. No obstante, y en compensación, Viñas le ofreció otro título para su flamante editorial: Literatura argentina y realidad política , que con el tiempo se convertiría en un clásico.

¿Recuerda el primer libro de su editorial?
Mi primer libro fue Cabecita negra de Germán Rozenmacher, en 1963. Germán me acercó ese libro y a partir de ahí vinieron muchos otros, porque yo como editor ya tenía por entonces una mentalidad totalmente opuesta a lo que era la mentalidad del editor argentino. El editor argentino era o republicano, de la época de la Guerra Civil, como Losada por ejemplo, o argentino de las clases altas, como Emecé o Sudamericana. Pero todos parecían editores europeos. El editor europeo es un editor más clásico. Y yo era un editor más norteamericano. No “sacralizaba” al libro, como decía David. Yo vendía libros como podía vender también zapatillas o cualquier otra cosa. Porque no le daba el carácter sagrado que le daban los otros, que editaban un libro y parecía que editaban La Biblia. Para alguno de los viejos editores yo debía ser un loquito. Sí, yo era un loquito, pero la gente iba a las librerías y preguntaba cuál era el último libro que había sacado Jorge Alvarez. Y eso no pasaba con otras editoriales. La gente a las librerías iba y compraba un libro por el autor, por el tema, pero que fueran y preguntaran por el último libro de una editorial, eso sólo pasó con Jorge Alvarez.

Literatura pop

Parte de esa impronta desacralizadora puede rastrearse aún en las tapas de sus libros, que nunca se parecían entre sí, responsabilidad de los diseñadores Rubén Fontana y Ronald Shakespear. Así, la portada de la novela Nanina muestra a un joven Germán García multiplicado en colores invertidos, casi al mismo tiempo que Andy Warhol daba a conocer sus serigrafías de Marilyn en Nueva York. Así también la tipografía juguetona de Happenings , el libro en el que Oscar Masotta trataba de explicar qué significaba esa palabra que en aquellos años estaba en boca de todos, hasta el punto que las propias presentaciones de los libros de Jorge Alvarez parecían un evento de vanguardia: “Cuando yo hacía una presentación, hacía una fiesta y sentaba a Norma y Mimí Pons con Leopoldo Marechal –rememora Alvarez, y agrega– y no convidaba empanadas y vino. Gastaba mi buena cantidad de dinero. Si iba a editar un libro, hacía los preparativos seis meses antes.

¿Cómo era su relación con el periodismo cultural de la época?
Muy buena. Jacobo Timerman y Tomás Eloy Martínez (director y jefe de redacción de Primera Plana) son de alguna manera responsables de mi éxito. Y eran responsables porque les gustaba lo que yo hacía. No teníamos una relación de dinero o algo por el estilo. Era la primera vez que se encontraban con alguien como ellos. Tomás Eloy venía a la editorial, miraba los libros que había, hablaba conmigo, eran periodistas que sabían lo que uno hacía. Es más, yo hice un éxito de un libro que me recomendó él.

Paradiso de José Lezama Lima. Tomás Eloy sabía que yo iba a La Habana al Festival de Casa de las Américas y entonces me dijo: “Che, buscalo a Lezama Lima, que es un escritor del carajo, medio olvidado” (porque no era fidelista). Y entonces lo busqué y le ofrecí publicarlo y fue todo un suceso.

Ese hombre

“Mi deuda con Jorge Alvarez alcanza en este momento a 2.250 dólares. Con eso he vivido desde octubre de 1967 hasta hoy, a razón de 150 dólares mensuales. El arreglo con él preveía una novela que podía estar lista de octubre a diciembre de 1968, y de la que apenas tengo escritas unas treinta páginas”. Eso escribe en su diario Rodolfo Walsh, en la entrada del 28 de enero de 1969. Unas líneas después confesaba no sentirse un estafador, porque le había entregado dos libros a su editor: Operación Masacre y ¿Quién mató a Rosendo? , que se sumaban a Los oficios terrestres , volumen de cuentos que ya Alvarez había publicado cuatro años antes. De aquella deuda, al editor no le duelen los dólares sino la novela inconclusa. Cuando se le pregunta qué autor hubiese querido publicar en los 60, dice sin dudar: Para mí el escritor más grande que hubo a partir de la década del 60 es Rodolfo Walsh. Lejos. Pero descubrió la política tarde. Y se equivocó. Walsh hubiera sido Borges. Hubiera sido la continuidad de Borges. Y la otra que hubiera sido una escritora superior era Pirí Lugones. Y a los dos los mataron. ¿Y qué te puedo decir? ¿A quién me hubiera gustado editar? A Rodolfo Walsh. Lo que pasa es que él era tan perfeccionista, que para hacer las ciento y pico de páginas que tenía Los oficios terrestres tardó 10 años. Ahora leé el libro y encontrale algo que no esté bien. Era una máquina de criticarse. Pero bueno, había descubierto la política y le gustaba más ser guerrillero que escritor. Eso le costó la vida. Y Pirí Lugones lo mismo.

Pero Pirí Lugones no había escrito…
En este país las mujeres siempre han tenido su momento y su oportunidad. Pirí no había escrito nunca. Pero el día que escribiera las iba a pasar a todas. A Marta Lynch, a Silvina Bullrich, a Beatriz Guido. Beatriz era la mejor de todas, pero Pirí tenía una extracción de clase similar a la de todas. Todas eran clase media alta. Los padres, los abuelos. Y eso en este país marca. Terminás siendo culto. Y ellas eran cultas. Pero Pirí era un tanque.

De todas formas a partir de los años 70, si no antes, en la Argentina se da un proceso en el que aparecen escritores de clases medias bajas. Incluso “Nanina” de Germán García podría indicarse como un texto que está en los orígenes de una “literatura plebeya”.
Claro, es normal. Porque si vos te ponés en analista serio, y empezás por el PBI y ves lo que se llevaba la clase alta de PBI y lo que se terminó llevando a partir de Perón, descubrís que lo que le faltó fue PBI. Y la que se vio beneficiada de ese proceso fue la clase obrera.

¿O sea que fue Perón el que cambió la literatura entonces?
Es verdad. Yo cuando fui a verlo a Perón lo primero que le dije fue, para que no hubiese ningún tipo de confusión: “Mire General, yo el 23 de septiembre estaba en la Plaza de Mayo gritando ‘Viva Cristo Rey’”. Mire si yo era pelotudo. Claro, se lo digo ahora en el 67, porque me he dado cuenta de que yo era un pelotudo. “Bueno, no se preocupe –me dice–, a todo el mundo le pasa lo mismo”.

Usted en algún momento dijo que le dio la mano y tenía la mano caliente. Y que todos los que han cambiado el curso de la historia han tenido las manos calientes.
Lo de la mano caliente es verdad. Fidel Castro tenía las manos calientes, Perón tenía las manos calientes, Sartre, Roland Barthes, García Márquez, Vargas Llosa, Torre Nilsson. Yo soy un venerable anciano, pero he vivido la cantidad de años suficientes como para establecer que los que cambian el curso de la historia no son iguales a mí. Yo he cambiado el curso de la “historietita”. Pero el curso de la historia grande si la cambiás es porque sos grande. Y Perón era grande, Fidel Castro era grande. Más allá de que te guste o no te guste, no tiene nada que ver. Que sea peronista, que sea fidelista eso no importa, la realidad es la realidad. Hoy estamos acá hablando de política y resulta que Perón parece que está tan vivo como siempre.

¿Todas esas que ha nombrado son personas a las que usted les ha dado la mano?
Sí, porque yo lo único que podía hacer era eso; dar un detalle de algo que me había llamado la atención, como las manos calientes. Sucede que yo vivo de mi intuición. Mi talento siempre ha consistido en manejar bien el talento de los demás. Cuando X tiene un poco de talento, yo lo puedo proyectar un poco más de lo que lo proyectaría él. Me dedico a eso. Y por eso tengo mecanismos distintos. Los únicos datos que tengo son la piel y los ojos. Hay que saber tocar y saber ver. Nada más. Cuestión de poro.

Crónicas de la traducción

¿Cuál fue el secreto de Jorge Alvarez Editor para diferenciarse de las otras editoriales de su época?
Arriesgarme, simplemente. La gente me decía: “Negro, lo que pasa es que el momento es muy malo”. Y entonces yo respondía: “Si yo tengo que apretar el acelerador cuando el momento es bueno, llego sexto con suerte. Si yo aprieto el acelerador cuando el momento es malo, yendo a 120 parece que voy a 300”. Y así pasé a ser puntero en una carrera donde todos me ganaban por escándalo, porque todos editaban a García Márquez, a Vargas Llosa. Seix Barral, que tenía buen olfato, sacaba a los buenos. No es que los míos fueran malos, pero él sacaba a los latinoamericanos y bueno, yo sacaba a los argentinos.

Ese valor para doblar la apuesta le permitió a Alvarez publicar otro clásico de la literatura argentina, cuando el entonces gerente de Sudamericana, Fernando Vidal Buzzi, se contactó con él para contarle que un obrero linotipista había encontrado “palabras obscenas” en una novela que ya estaban a punto de sacar. “Los editores estaban atemorizados porque a mí y a Leopoldo Torre Nilsson nos habían aplicado una condena de dos meses en suspenso por las Crónicas del sexo ” recuerda Alvarez. “Vidal Buzzi me llama y me dice ‘Mirá, me pasa esto ¿Vos conocés el libro?’ Yo conocía pedacitos, porque Manuel era amiguete. ‘¿Y te animás a editarlo?’ ‘¿Cómo no me voy a animar a editarlo?’ Lo leí entero y me gustó. Manuel era medio ‘cipayo’, como diría Jorge Abelardo Ramos, le gustaba todo lo que fuera del exterior. Entonces lo llamé y le dije: ‘Manuel, ponemos la cara por Argentina, se acabó Europa, se acabó todo’. Y Manuel que pensaba que se iba a perder el libro, me dijo que sí a todo”.

Manuel era Puig, y el libro, La traición de Rita Hayworth . Y aunque en su momento lo lamentara, en la mirada retrospectiva hoy no parece haber existido una editorial más propicia para su debut literario que Jorge Alvarez.

Memorias del futuro

¿Extrañó a la editorial cuando se fue?
Nunca. Estuve muy ocupado. Los que tenemos que trabajar no extrañamos.

¿Es verdad que ya no conserva los libros ni los discos de aquel catálogo?
Bueno, hay un archivo en mi cabeza. Lo que hice lo hice y se acabó. ¿Ahora estamos en el 1900 o en el 2011?

¿Pero se mantuvo informado al menos de lo que se editaba acá?
No, no leí nada de Argentina, nada. La clausuré por razones de fuerza mayor. Porque no podés vivir en otro país y tener la pretensión de estar informado de lo que pasa en tu país. Es falso eso. Es una nostalgia mal entendida.

Jorge Alvarez dice que su regreso a Buenos Aires no tiene que ver con la nostalgia de lo perdido sino con los proyectos a futuro: editar sus memorias, volver a lanzar su editorial. “No sé si voy a volver a Madrid. Todo depende de si Buenos Aires me provoca diversión o no –confiesa–. Si no me puedo divertir, no me quedo. Tengo que encontrar que puedo hacer cosas. Editar libros, descubrir autores, músicos, ese tipo de cosas. Si lo puedo hacer, me quedo. Yo creo que hace falta un tipo como yo en esta década”.

¿Tiene el proyecto de sacar de nuevo la editorial?
No, no está en proyecto. Es una aspiración, un deseo. Pero no sé quién en Argentina estará dispuesto a hacer una editorial en serio, porque yo si pongo una editorial no voy a hacerla como la hice la primera vez.

¿Mejor todavía?
Sí, si la armara de nuevo sería para hacerla mejor.

Ema antes de ser cautiva

Amanecía y estaba con los ojos cerrados. Dormía, apretada entre los cuerpos y los trastos, tenía un sueño profético, pero no premonitorio: a las profecías nunca hay que buscarlas en el futuro, porque todas se han cumplido ya en alguna parte. En el sueño era el ocaso, la caída perentoria de la tarde, y estaba por desatarse una tormenta. La luz bajaba y bajaba, hasta el mínimo, hasta tocar la oscuridad, y después, ya en la oscuridad, quedaba encapsulada en su cascarón de átomo, hasta que de la oscuridad más absoluta emergía el flash refucilante de un relámpago. La entretenían los relámpagos; eran tan impredecibles.

Todo lo que recordaba desaparecía en un instante. La luz no revelaba más que su propia futilidad. De todas formas, la luz siempre ha sido una metáfora, una analogía fácil.

El relámpago señalaba el comienzo de la huida. La perseguían, y no había más remedio que escapar hacia delante, a toda velocidad. Echó a correr, sin importarle si pisoteaba a viudas o huérfanos. Sentía un maravilloso alivio de no tener que pedir permiso, de atropellar sin contemplaciones, brutal, bestia. Ese debía ser el placer de ser un criminal, o una monja.

Cruzaba calles, pasajes y avenidas, pugnaba con multitudes inconcebibles para su aldea mientras sentía en la nuca el aliento de la partida. En cada esquina una encrucijada, una decisión para tomar que no tomaba, dejaba actuar al instinto: había caído en la trampa de la intuición que vuela a oscuras y da en el blanco antes de que el entendimiento pueda hacer lo suyo.

Había que jugar el juego del azar y de las conexiones.

En general se desconfía del azar por su cualidad de imprevisible; lo que no se tiene en cuenta es que el azar, por su funcionamiento mismo, no falla nunca. Así se evadía de las tropas y los mastines de caza. De hecho corría cada vez más rápido, a una velocidad inconcebible para su enjuto cuerpo hinchado por el embarazo, pero era como si el embrión mismo la condujera desde los controles umbilicales de la matriz uterina.

Corría a tal velocidad que dio la vuelta completa y quedó a las espaldas de sus perseguidores, que entonces debieron darse a la fuga. Lo que parecía imposible un rato antes, ahora se llevaba a cabo y ni siquiera a los soldados les extrañó el cambio de roles: el estilo de las cosas raras es dejar de ser raras, volverse comunes; no habría que prejuzgar, cuando uno se enfrenta a lo inconcebible. De pronto, apareció un gran resplandor rosa fosforescente en lo alto del cielo. Pero decir rosa es una simplificación brutal.

Todo el mundo sabe que hay cosas que no pueden decirse con palabras; lo que nadie sabe es cuáles son esas cosas. Acá se trataba de un más allá del color, la vibración de la longitud de onda era tan poderosa que atravesaba los cuerpos y los rosaba en el acto, poco a poco y todo de golpe, con esa lentitud majestuosa que suele tener lo instantáneo: como si todo el tiempo se hubiera vuelto un solo instante para siempre, un supremo instante de color que iba más allá del tiempo y el espacio, el misterio no ocupa lugar, dice el proverbio. De acuerdo, pero lo atraviesa.

Bañados en el rosa, las velocidades se volvían infinitesimales y las distancias, asintóticas, aún así, proseguían la carrera, que era persecución y fuga fusionadas al rosa del instante: a cualquiera podía pasarle lo más asombroso del mundo; un segundo bastaba para que el mundo se pusiera cabeza abajo. Era increíble lo rápido que se adaptaba la gente a lo extraordinario, cuando las circunstancias eran extraordinarias. Despertó de golpe, azotada como un salvaje por el sacudón brutal de la carreta. Abrió los ojos legañosos; al alba, las cosas surgían de su realidad, como en una gota de agua. Se encaramó sobre otros cuerpos apilados y asomada a los bordes de madera vio la infinita llanura: ese teatro de acontecimientos estúpidos. Adelante iban los soldados, que se bamboleaban en las monturas, medio dormidos, y el teniente Lavalle, que bebía de una petaca de plata. La caravana se había puesto en marcha y Ema, la cautiva, iniciaba su viaje rumbo a Pringles.

Autor de la novela “La ultima de Cesar Aira”.

Apología de la literatura breve

¿Hay otra forma de escribir cuentos? Entre la perfección del relato clásico, la experimentación y el minimalismo, el género encuentra nuevos modos de concebirse, a partir de los efectos y los soportes. Los escritores Ariel Idez, Betina González y Andrés Neuman arriesgan ideas sobre cómo leerlos.

Unos días atrás Ignacio Molina, un joven cuentista argentino, comentaba en Facebook que había soñado la sanción de una ley que prohibía los finales sorpresivos en los cuentos. Lo más perturbador del sueño era la dislocación temporal de esa ley punitiva, que llegaba para prohibir lo que ya nadie hacía, acaso con la paradójica intención de alimentar esa costumbre perimida inyectándole el sabor de lo prohibido y paraestatal (lo que, a fin de cuentas, sería un final sorpresivo para el relato del sueño). ¿Por qué los cuentos ya no apelan a los finales sorpresivos? ¿Se gastó el truco de tanto ejecutarlo? El final sorpresivo del cuento que podríamos llamar “clásico” (Poe, Cortázar) dejó de serlo cuando todos los lectores esperaban la sorpresa y se transformó en un acto de mala fe en el que tanto el autor como el lector escribían y leían “haciendo como si” les importara pero a sabiendas de que la cosa pasaba por otro lado. Pero si ya es una verdad de perogrullo que los cuentos no portan un final que cambie el sentido de todo lo que se ha contado. ¿No se ha vuelto predecible también la falta de sorpresa? El relato despojado se impone y clausurar su sentido ha quedado tan atrás como las vinchas flúo. Pero si no hay sorpresa y no hay secreto, ¿hay acaso otra vía para que prospere el cuento? En su tesis sobre el cuento, Ricardo Piglia explica que la sorpresa del final revelador se debe a que “todo cuento cuenta dos historias”, la historia 1, visible y la historia 2, que se desarrolla en sus silencios e intersticios. El final sorpresivo haría emerger de golpe la historia 2, como el iceberg que se eleva frente al trasatlántico, resignificando todo lo que se había escrito antes. Podemos aventurar dos hipótesis para esta extinción de la sorpresa al final de los cuentos. Primera hipótesis: la historia dos ha quedado sepultada y jamás se hará visible, pero el escritor la conoce y narra como si el lector también la supiera (y acá no nos alejamos ni un centímetro de la famosa “teoría del iceberg” de Hemingway). La segunda hipótesis, más inquietante, sería que ya no hay historia 2, que el cuento narra sólo una historia, o menos que una historia, o que narra mucho más que dos, como una proliferación patológica e incesante.

La argentina es una literatura que se funda con algo así como un cuento ( El matadero ) y un poema narrativo de épica popular ( El Martín Fierro ) que pese a la boutade borgiana difícilmente podríamos llamar “novela”. Si se quiere, agréguese un ensayo freak de hibridación de géneros (crónica, historia, biografía, folletín) titulado Facundo , recopilación de los posts que Sarmiento publicaba en el diario chileno El progreso, interfaz gráfica y analógica del siglo XIX. No hay novelas a la vista y cuando las hay ( Amalia ) son menos objeto de la tradición productiva de un escritor que del afán arqueológico de los historiadores de la literatura. Exceptuando a Arlt (autor también de cuentos memorables), hubo que esperar bastante para que la novela argentina diera el peso en una velada literaria de categoría, mientras Borges, Bioy, Cortázar, Silvina Ocampo, Wilcock, entre otros, escribían cuentos. Los sesenta, con el boom de la literatura latinoamericana, cambiaron la ecuación y provocaron una burbuja inflacionaria en las acciones de la novela que duró, más o menos, hasta fines de los noventa.

Los grandes narradores de los noventa fueron los poetas. Mientras la narrativa se encandilaba con “las luces del centro” ante el desembarco de las multinacionales del libro, los poetas se aplicaron a una deriva narrativa que les permitió contar una época sin épica. La poesía de los noventa provocó al menos dos consecuencias en la narrativa en dos órdenes distintos: en el plano del texto los poetas de los noventa les enseñaron a escribir a los narradores, es decir, les enseñaron cómo escribir. El estilo objetivista de esos poetas, su capacidad de síntesis, su poder de observación, su trabajo con los argots (el arte ventrílocuo de hacer hablar al otro, a los otros), su capacidad de asimilación de los discursos de los medios masivos hasta las consignas políticas y una educación sentimental que pasaba más por los Sábados de Súper Acción que por las novelas de Flaubert fueron algunos de los rasgos que los narradores del nuevo siglo tomaron rápida nota. Las compatibilidad genética entre el objetivismo poético y el minimalismo narrativo norteamericano (Hemingway, Cheever, Carver) hicieron el resto.

Pero así como la poesía tuvo una deriva narrativa en los 90, la narrativa experimentó una deriva poética en los albores del S. XXI. Claro está, no en ampulosas “prosas poéticas” o inflamables arrebatos líricos, sino en un modo de construcción del relato que opera con los motivos de la historia como el poema lo hace con las palabras, a través de resonancias internas. Ya no es la “historia oculta” la que dicta la trama, sino las derivas de la superficie del relato, las “asonancias” y “disonancias” de las acciones de los personajes y el salto hipertextual de un tema a otro a través de vínculos precarios y azarosos.

En el otro plano, el del formato y el soporte, los 90 también marcaron un camino que los narradores transitarían una década después: el de la creación de sus propios medios de publicación: editoriales independientes, fotocopias plegadas, fanzines, libros de cartón, plaquetas, todo un arsenal de guerrilla literaria para difundir la obra. Una obra que debía adaptarse si quería ser difundida por estos medios: una novela de trescientas páginas se atasca al tratar de circular por estos canales en los que los cuentos breves se desplazan como peces en un estanque.

El factor blog

El otro día escuché en una charla de bar, en la que se debatía por qué ya no surgían “10” clásicos en el fútbol argentino, que alguien argumentaba: “Es que en las inferiores ya no se juega con enganche”. Si la formación explica el modo de jugar habría que señalar que la mayoría de los autores surgidos en los últimos años hicieron “las inferiores” en la blogósfera. ¿Qué consecuencias podemos extraer de esto? El blog pareció cumplir aquel célebre dictum lamborghineano: “Primero publicar, después escribir”. La plataforma de publicación precedía a su contenido y lo solicitaba puntualmente para la creación de un público (en general, otros bloggeros, con lo que, de paso, se iban conformando una red de escritores con intereses afines). La publicación en blogs permitió superar obstáculos difíciles de salvar para los escritores noveles de la generación analógica, brindando un acceso en tiempo real a la publicación, la difusión y la circulación (virtualmente ilimitada, aunque casi siempre se trataba de microaudiencias) e incluso noticias sobre la recepción (a través de los comments ). Sin embargo, esta nueva interfaz también imponía sus condiciones: el tiempo de lectura en pantalla es mucho más acotado que en papel, por lo que los posts (artículos) debían ser breves. Se competía con muchos otros blogs que surgieron al mismo tiempo por un público acotado, por lo que el texto debía llamar la atención desde sus primeras líneas, lo que obligaba a una combinación de estilo con escándalo confesional y economía de lenguaje y recursos. El relato corto y la crónica se revelaron rápidamente como géneros privilegiados para este formato.

En La masa y la lengua, Juan Terranova dice: “Que los blogs hayan caído en una semi-desgracia no implica un retroceso. Twitter continúa acentuando las diferencias, extremándolas, con la cultura textual del siglo XX”. Los blogs todavía implicaban un soporte digital para usos propios de la cultura letrada (el cuento, el ensayo, la crónica, el diario). Twitter parece estar ya enteramente del otro lado de la frontera digital. En su timeline pueden pulular personajes independizados de una trama, mientras Facebook permite que la “figura de autor” se construya antes que la publicación de la obra. Los nombres de los factores permanecen pero las ecuaciones de la literatura moderna se dislocan. ¿Qué sucederá con los escritores que se entrenan haciendo piques cortos de 140 caracteres en Twitter y habitan una plataforma (Facebook) que parece prestarle más atención al tercer tiempo que al partido? Todavía está por verse.

¿Literatura 2.0?

Somos objeto de un experimento estético sin precedentes. Imaginen un mundo en el que todos se comuniquen editando y enviándose videos unos a otros. ¿Cómo haría cine una generación formada bajo semejantes condiciones de producción? Chats, posts, tweets, sms, nunca la sociedad estuvo sometida a tales cantidades de escritura y lectura. ¿Es eso literatura? Por ahora no, pero desbarata la autonomía de la disciplina anteriormente conocida como literatura. El nombre de posautonomía con el que Josefina Ludmer ha bautizado el fenómeno indica la intuición de algo que aún no termina de independizarse de un estadio anterior. ¿Qué hace la literatura con esta masa crítica de escritura? La convierte, por un pase de magia, en obra. Títulos como Escribir en Canadá de Luciano Lutereau, Red Social de Ana Laura Caruso u Odio la literatura del yo de Esteban Dipaola y Nuria Yabkowski recopilan entradas de Facebook, búsquedas de Google y chats ajenos capturados en el vértigo de las redes sociales y los publican como propios, poniendo (otra vez) la noción de autoría en crisis. ¿A quién pertenecen esos libros que parecen celebrar menos el perfil heroico de una pluma solitaria que la porosa inteligencia colectiva de una red? Del autor como productor al escritor como editor, las operaciones de selección, captura, recorte, combinación, se vuelven mucho más cruciales que la mera y agotada invención. En la sociedad en la que todos escriben, más importante que saber escribir es saber leer en los intersticios de la red de escrituras.

El e-book como soporte propone una nueva revolución. Si con los blogs todos podían publicar, ahora todos pueden publicar un libro (no pasará mucho tiempo antes de que aparezca un programa amigable y prácticamente automático para diseñar libros destinados al Kindle). Esto podría hacer pensar en la inminente extinción de las editoriales. Sin embargo, ya ha quedado demostrado que pocos son los aventureros que se atreven a explorar la ambigua e ilimitada selva de la red para encontrar algún tesoro oculto. En un mundo en el que las publicaciones se multiplican, el criterio de selección y jerarquización editorial se torna crucial. Tal vez pasemos de lectores de autores a lectores de editoriales y lo que es más, tal vez sean las propias editoriales las que empiecen a dictarle a los autores un programa de escritura (algo de eso ya está anticipado “analógicamente” por la editorial experimental Spiral Jetty, que publica libros brevísimos reproducidos con una impresora láser. Tras una serie de títulos iniciales, varios escritores emprendieron la composición de “libros para Spiral Jetty” cuya existencia nunca habían imaginado antes del surgimiento de la editorial). De todas formas, mal que les pese a los bosques, el papel sigue jugando todavía un rol legitimador y consagratorio. No ha surgido aún un autor que se instale únicamente desde formatos digitales y son muy pocas las editoriales que le dan la espalda a la celulosa para abrazar el e-book (Determinado Rumor o Blatt y Ríos pueden ser algunas).

Como explica Juan Mendoza en Escrituras past , la irrupción electrónica se abre camino en la literatura o bien como referente o bien como matriz productiva, en el primer caso, se trata de un corpus amplio que abarca desde las pioneras La ansiedad de Daniel Link y Keres cojer? = Guan tu fak de Alejandro López hasta la reciente No alimenten al troll de Nicolás Mavrakis, novelas y cuentos que tematizan los nuevos usos de la tecnología a través de mails, chats y mensajes de texto. En el segundo caso se trata de incorporar para la literatura modos de procesamiento de archivos digitales: el loop ( Qué hacer de Katchadjian), el spam ( Poesía spam , de Gradín) y también, a través de la proliferación hipertextual de diferentes discursos tomados de los medios masivos, de la red e incluso de los papers académicos, como en Sol artificial , de J. P. Zooey. En estas obras suelen ponerse en cuestión los límites entre realidad y ficción. La nueva literatura puede ser informe, acta, discurso, paper , el cuento omnívoro, camaleónico, puede adoptar cualquier registro, como el catálogo de la muestra de un artista que nunca existió, o el testimonio del testigo inexistente de un hecho notorio.

Para explicar este progresivo adelgazamiento de la literatura habría que pensar la literatura dentro de una ecuación que incluye tres variables: tiempo, ocio y privacidad. Si los adelantos técnicos de los medios productivos incrementaron los segmentos de ocio en el siglo XIX, fomentando la novela como un consumo posible para atravesar esas horas sin ocupaciones, habría que pensar qué sucede ahora que el ocio se ha vuelto intersticial (breves períodos a lo largo de un día pleno de ocupaciones, urgencias, “conectividad” y distracciones). Los géneros breves, como el cuento o la nouvelle, parecen más aptos para estas pausas que la novela de trescientas páginas. Además, la lectura va camino a perder su carácter privado, casi secreto. Muchas lecturas se comentan en tiempo real a través de tuits o posts en redes sociales. Se lee por recomendación, o para discutir la lectura de otro, se lee “en red”. Es verdad que el e-book hace a toda la literatura portátil y esto podría promover el regreso de los grandes “ladrillos”, aunque esas grandes sagas narrativas parecen haber migrado a otros formatos más acordes con la época (como las series) mientras que la literatura se ha vuelto transgénica: incorpora adn de otras disciplinas, en fuga hacia las artes plásticas (el duchampiano Aleph engordado ), la música ( Los covers es el título de una antología de próxima aparición), el cine (las “Mental movies”, sinopsis de películas inexistentes publicadas como pósteres por la editorial Clase turista). En una literatura del procedimiento, el tamaño no importa, o mejor dicho sí importa que sea breve, y la obra deviene mero testigo del procedimiento que contiene agazapado en su seno.

¿Y la literatura?

No hay lugar para apocalípticos. Nada desaparece, los estratos anteriores conviven con estos nuevos usos y apropiaciones como la pintura de caballete convive en el mundo del arte con los tiburones en formol. Se seguirán escribiendo cuentos clásicos, finales sorpresivos, novelas de trescientas páginas (y de quinientas y de mil). No desaparecerá el artesanado de la frase pulida y la palabra justa ni la trama aceitada como un mecanismo analógico de relojería pero, mientras tanto, parte de la literatura se hace cargo de su tiempo y lanza expediciones a las tierras vírgenes de la era digital para ampliar el campo de batalla. “El nuevo libro reclama un nuevo escritor. El tintero y la pluma de oca han muerto”. La frase es del formalista ruso El Lissitsky y está fechada en 1923.

Lynch

Por Ariel Idez

Alguna vez fantaseé con la idea de escribir una novela que se llamara Villa Lynch. No tenía ni idea acerca del tema o los personajes de la novela, sólo sabía que sucederían cosas extrañas, inexplicables a simple vista, aunque con alguna lógica secreta oculta (oculta, tal vez, incluso para mí mismo). La referencia, obvia, era la del director de cine David Lynch. Se trataba de recrear en un texto literario la atmósfera, el clima que me trasmiten algunas de sus películas (como Terciopelo Azul, Mullholand Drive o Carretera perdida, sobre todo Carretera perdida). Pero había algo más, porque el nombre de “Villa Lynch”, un pequeño departamento del Partido de San Martin, en el Conurbano Bonaerense, no me era del todo ajeno: formaba parte de charlas y anécdotas familiares que yo venía escuchando desde la infancia, al punto que supe mucho antes de la localidad que del director; uno me hablaba de lo familiar, el otro, de lo siniestro (que como alguna vez explicó Freud, no deja de ser otra forma de lo familiar). Pero también había misterio en lo familiar, empezando por el nombre, ¿por qué “Villa Lynch”? y siguiendo por su ubicación geográfica, que desconocía por completo: al ser un lugar localizado dentro de otro más grande, todo se me tornaba más confuso. Podía afirmar a ciencia cierta que había estado en San Martín (mis abuelos vivían en Caseros y mis tíos abuelos, en San Martín, adonde íbamos a pasar las fiestas religiosas y otros eventos familiares), pero ¿Dónde estaba Villa Lynch? ¿Había pisado alguna vez ese mítico locus amoenus? Lo ignoraba. Sobre el nombre, una ligera investigación para escribir estas líneas me reveló que se debe a la estación Coronel Francisco Lynch, ubicada en el kilómetro 6.748 de la línea ferroviaria General Urquiza. Y del coronel, que fue un militar que participó en la Guerra de la Independencia y que colaboró en la frustrada revolución de Salvador Maza contra Rosas de 1839, lo que lo obligó a tratar de buscar asilo en Montevideo, pero el baquiano que lo tenía que conducir hasta la barcaza que lo cruzaría al otro lado del Plata lo traicionó y lo emboscó la Mazorca. ¿Fin de la historia? No, falta algo más: José Mármol se sirvió de la anécdota para reivindicar a este mártir unitario en Amalia, primera novela argentina. Por lo que Villa Lynch, vía ferrocarril, podía reivindicar un vínculo con los inicios de la literatura argentina como pequeño poblado dentro del Partido de General San Martín (que por otra parte se autodenomina “Cuna de la tradición” por ser el lugar en el que nació José Hernández). Y si vamos aún más lejos en busca de próceres, mártires, héroes y personajes, Lynch es también Guevara, es decir el Che. Es más, Lynch es la parte negada de Guevara, la represión de la alta alcurnia en el origen del héroe revolucionario, basta imaginarse sólo por un momento si el héroe que empapela los cuartos las remeras los afiches las banderas fuese el “Che Guevara Lynch” por no hablar de la insoportable aliteración que compondría el “Che Lynch”. Lynch como el lado oscuro de Guevara, el ying aristocrático en el yang revolucionario. Pero para mí Villa Lynch no era tierra de héroes ni de aristócratas y menos de escritores aunque sí era cuna de una figura asaz paradojal: los judíos comunistas, e incluso más: los judíos comunistas burgueses. Leyendo un revelador artículo de la historiadora Nerina Visacovsky, comprendo que Villa Lynch se convirtió, con el impulso que el primer peronismo dio a la sustitución de importaciones, en un enclave de la producción textil. Los inmigrantes judíos que habían adquirido el oficio en sus pueblos natales de Europa Oriental, como Byaliztok, de donde provenía Cecilia, mi abuela paterna, se concentraron en esa localidad y pasaron de obreros a empresarios con el firme propósito de convertir a Villa Lynch en la “Manchester argentina” (otro proyecto lyncheano) pero sin dejar de ser comunistas, lo que generaba situaciones dignas de relatos talmúdicos, como el de Rozemberg, dueño de un taller textil en el que era muy estricto con sus obreros… hasta que un día uno fue y le dijo: “Escúcheme, ¿por que usted nos trata así, si dice que es comunista?” A lo que Rozemberg repuso: “Bueno, para que vean que mal se vive en el capitalismo”. Estos burgueses comunistas eran, encima, judíos, lo que significa que no sólo vivían su profesión sino que a demás profesaban su religión, como conflicto. De todos modos esto no impidió que, en el marco de las políticas de Perón (del que también renegaban aunque le debían su prosperidad) sus negocios florecieran. Un epifenómeno del crecimiento de esta comunidad tan heterogénea fue la creación de una institución que agrupara a sus miembros y que promoviera actividades sociales, deportivas y culturales: el club Isaac León Peretz. Más conocido como “El Peretz”, fue otro nombre enigmático de mi infancia: sin haber puesto un pie ahí, escuchaba todo tipo de historias, amistades, discusiones que orbitaban alrededor de ese nombre tan raro, como si se tratara de un “Perez judío” (eso pensaba yo, tal vez lo adjudicara a alguna estrategia de la colectividad para congraciarse con el resto de la comunidad). Tampoco terminaba de entender bien qué era “El Peretz”, ya que oía historias sobre teatro idish que después se mezclaban con torneos de vóley, partidos de básquet combinados con relatos sobre una mítica biblioteca.

Mi abuelo Isaac cumplió con dos de los términos de la identidad paradójica: fue judío comunista, aunque nunca se pasó al bando de la burguesía. Muchos hijos de estos empeñosos proletarios (y/o pequeños burgueses) se convirtieron en profesionales, así mi Zeide (abuelo en Idish) le bancó la carrera de Derecho a mi viejo mientras se quedaba medio sordo entre el estruendo de los telares. ¿Cuántas generaciones se necesitan para crear un artista? Lynch David diría que ninguna, que alcanza con un chispazo, con seguir una intuición adecuada, con capturar un gran deseo que nada en aguas frías y profundas como el “Pez dorado” de su libro Atrapa el pez dorado. Ahí Lynch rememora sus orígenes “Me gustaba pintar y dibujar. Y a menudo pensaba, equivocado, que cuando te hacés adulto dejás de pintar y dibujar y te dedicás a a cosas más serias. Una noche conocí a un tipo llamado Toby Keeler. Mientras charlábamos, me contó que su padre era pintor. Pensé que tal vez se refiriese a pintor de brocha gorda, pero la conversación acabó revelándome que de hecho su padre era un excelente artista. Aquella conversación cambió mi vida (…) de pronto supe que quería ser pintor. Y quería llevar una vida de artista”. Lynch también explica que, para ser artista, hay que dedicar tiempo (él propone al menos cuatro horas diarias). Parece difícil que un inmigrante que escapa del hambre de la Europa Oriental (o del nazismo) pueda destinarse horas a la creación estética; y pienso que tal vez en su hijo, incluso con la vida más holgada de un profesional, aun esté fresca la memoria de la intemperie. El arte como resultado se justifica, pero como proceso es lo antiproductivo por excelencia. Pensaba en escribir esto (que todavía no acierto a saber bien qué es) y la idea me daba vueltas mientras “trabajaba” en la relectura, para un seminario, de El género gauchesco, el clásico de Josefina Ludmer cuando el texto me trajo, a través de una nota al pie, la voz de Lynch, John, el historiador británico autor de la biografía de Rosas[1] (el que mandó a matar a Lynch, Francisco) que decía: “La clase dirigente había impuesto tradicionalmente un sistema de coerción sobre la gente a quienes ellos veían como mozos vagos y mal entretenidos, vagabundos sin empleador ni ocupación, perezosos que se sentaban en grupos, tocando la guitarra y cantando, tomando mate y jugando, pero, al parecer, nunca trabajando”. De modo que arribé a la fórmula: se requieren al menos tres generaciones para engendrar un artista: una que sobrevive, otra que consolida y la tercera, que despilfarra. Leyendo el artículo de Visacovsky sobre Villa Lynch y el Peretz entendí hasta qué punto esas contradicciones me atraviesan; parafraseando a Borges, y al igual que al Peretz, dios me ha dado los libros y el deporte: practico natación desde hace más de veinte años. Un día, mientras celebrábamos el cumpleaños de mi padre, Jorge, hijo de Isaac, junto a mi tío y mi tía abuela (Aida, hermana de Cecilia, esposa de Isaac) a cuenta de nada mi hermano contó que iba a viajar a Baradero para una competencia de aguas abiertas en el auto con un compañero del club que se llama Alejando Lipszyc. Mi tía Aida, que parecía no estar prestando atención estalló en un grito ¡El hijo de Pedro! Después nos contó que Pedro, hijo de Isaac Lipszyc (obrero textil que montó un taller en el fondo de su casa) había sido el médico de cabecera de su familia durante décadas; por supuesto, cuando vivían en Villa Lynch. La anécdota dio pie a recuerdos e historias del lugar y a mi lamento por no haber conocido el Peretz , “¡Pero sí lo conociste!”, dijo Elsa, mi madre, y me recordó que en los años ’90, cuando estaba federado había ido a competir a la pileta del Peretz; visita de la cual no guardo ni un recuerdo. ¿Por qué borré esa visita de mi memoria? Creo que recién ahora, que escribo esto, entiendo qué es “El Peretz” y pienso que no se puede recordar algo que no se entiende, no hay memoria sin sentido, salvo el trauma, lo reprimido que vuelve. Me gustaría volver al Peretz y recorrerlo con alguien que lo haya conocido bien para que me muestre la biblioteca llena de volúmenes en idish, la cancha de básquet, la sala de teatro, pero está cerrado y clausurado, producto de las políticas neoliberales que condenaron a todo Villa Lynch a un irremediable ocaso y, a sus judíos, a una nueva diáspora (mi tía Aida dejó su casa de San Martin y ahora habita un departamento en Villa del Parque). Alejandro, hijo de Pedro, nieto de Isaac Lipszyc, es (tercera generación) un fotógrafo extraordinario y dedicó uno de sus ensayos a los clubes de barrio. En una decisión que juzgo muy acertada, los retrató sin gente, llenos de un vacío que es el de la soledad y el del recuerdo. En esa serie hay una foto del Peretz de Villa Lynch, del único lugar en el que tengo la certeza de haber estado (aunque no lo recuerde): la pileta del Peretz. Alejandro, a quien conocí nadando en otra pileta (de otra Villa: Crespo) produjo una imagen del Peretz que es como mi recuerdo del Peretz: el reflejo, en una pileta llena de agua inmóvil, de un espacio vacío, vaciado; un escenario familiar e inquietante a la vez: una imagen lyncheana.

Cuando pensaba en escribir este texto, que aún ya escrito no acierto a decir qué es, tenía algunas ideas pero me preguntaba cómo lo iba a concluir y no se me ocurría nada. Hasta que abrí Atrapa el pez dorado y leí lo primero que vino a mis ojos:

LA CAJA Y LA LLAVE

No tengo ni idea de lo que son.

Publicado en Revista Desconocida del martes 22 de mayo de 2018.