por Aníbal Jarkowski para Escritores del mundo │ Marzo de 2013
Uno de los sueños más persistentes e insensatos de algunos escritores es la desaparición absoluta de los críticos para que, a partir de ese momento ideal, se haga realidad el lema mendaz que cada año, con poca imaginación, repite la Feria del Libro – El libro del Autor al Lector-.
La insensatez de ese sueño radica en la inesperada ignorancia que supone desconocer que la desaparición de la crítica se correspondería, sin más, con la desaparición de aquello que, hace más o menos doscientos cincuenta años, entendemos por Literatura.
Es verdad que la obra de muchos escritores y escritoras no recibe ni recibió la atención de aquellos lectores expertos a los que se les reconoce, en virtud de sus acreditaciones, su capacitación, experiencia e idoneidad, cierta autoridad crítica – desatención que dio pie a esa extraña pero tan mentada categoría que, sin la culpa de ellos, integran los autores “injustamente olvidados” -; sin embargo, por el revés, es una ley del sistema literario que la sobrevida de los textos en el tiempo depende en buena medida – si no en su totalidad – de la atención que las críticas y los críticos les dediquen. Dando todavía un paso más, puede proponerse que la significación de un texto literario – no hablemos necesariamente de su valor – es directamente proporcional a la atención que reciba del discurso crítico.
Este pormenor introductorio acaso quede justificado para comentar ahora Literal. La vanguardia intrigante (Prometeo Libros, 2010), el valioso libro que Ariel Darío Idez dedicó a esa revista que, muy probablemente, haya motivado ya una cantidad de páginas críticas muy superior a las que la misma revista contuvo en sus escasas tres apariciones, entre noviembre de 1973 y noviembre de 1977.
Se ha escrito muchas veces que Literal es una revista mítica, en el sentido de la cantidad de relatos, probables, improbables o sólo conjeturales, que produjo a lo largo del tiempo, mucho más allá de su desaparición y, sobre todo, en la última década – particularmente gracias a la compilación antológica que realizó Héctor Libertella y Santiago Arcos Editor publicó en 2002 -, cuando ocurre que, a diferencias de otras revistas, la lectura directa de Literal sólo es posible si se da con algunas de las contadas hemerotecas que cuentan con ejemplares de los tres números editados. Toda la razón parece asistir a Ricardo Strafacce – autor de la reciente y minuciosa biografía de Osvaldo Lamborghini – cuando observa que “mil veces más citada que leída, esa sola condición le habría bastado a Literal para convertirse en mito.”
En esta dirección, uno de los mayores aciertos del trabajo de Idez es contribuir, con solidez, al desmoronamiento de ese mito y a su reemplazo, en cambio, por una consideración de Literal como un emergente histórico; es decir, la observación atenta de las muy peculiares coordenadas políticas, sociales, culturales – y hasta económicas, es claro – en que la revista hizo su efímera y discontinua aparición; coordenadas, por cierto, muy distintas de las actuales. Es sencillo, entonces, entender por qué Idez se demora hasta el tercer capítulo para concentrarse en el “Surgimiento de Literal”, y prefiere dedicar los dos primeros a un rápido registro de acontecimientos políticos y económicos del año 1973 – “Literal: clase 73” – y a la descripción de tensiones estético-ideológicas de ese particular momento de nuestra historia – “Clima cultural”.
El trabajo de Idez, desarrollado con comodidad en poco más de 120 páginas, es, acaso por su misma economía espacial, una feliz sucesión de observaciones y razonamientos convincentes, nada presuntuosos ni arbitrarios, y expuestos con una cuidada claridad. Respecto de esto último, es francamente un hallazgo que la escritura del autor, en ninguna de las páginas del libro, se haya mimetizado con el estilo hegemónico en su objeto de estudio. Esto, por una parte, indica reflexión y mesura intelectual y, por otra, habla también del envejecimiento – la fuerte historicidad – del discurso mismo de la revista. Las muy precisas determinaciones con que emergió hacen de la “flexión Literal” una experiencia de escritura e interpretación que hoy sólo podría remedarse – como en el caso de Contorno, por ejemplo – en términos paródicos.
Más allá de su relativa brevedad y de la estrategia general de una argumentación calma y apoyada en citas siempre pertinentes, el libro de Idez también incluye algunas iluminaciones conceptuales, nada pretenciosas ni arbitrarias, como la mimetización del discurso de algunos escritores – Cortázar, Eloy Martínez, Walsh – con el léxico belicista que impregnó los discursos de la época; la contradicción entre los textos de la revista y los de los avisos publicitarios que los acompañaban; el provincianismo de exhibir la firma en artículos cuando pertenecían a autores extranjeros; la observación de que Literal nunca explicitó el nombre de sus adversarios ni rechazó de manera frontal los mecanismos de consagración que, necesariamente, debía impugnar en razón de sus propios postulados teóricos; el “conflicto entre la consagración a futuro del proyecto grupal de vanguardia” de la revista “y la repercusión individual en el aquí y ahora”, que se manifestó, por ejemplo, cuando Osvaldo Lamborghini publicó un relato en el suplemento literario del diario Clarín; la indicación de que el psicoanálisis “fue clave en la lectura que Literal hace de sus propios textos”, aunque ese aparato hermenéutico no tuviese el mismo peso en las obras de ficción de los escritores centrales de la revista – Germán García, Osvaldo Lamborghini y Luis Gusmán -; la idea de que las novedades teóricas – el postestructuralismo y el psicoanálisis lacaniano fundamentalmente – fueron posteriores a la escritura de textos como Nanina, El fiord y El frasquito y funcionaron como una “máquina de lectura” para acompañar, defender o esclarecer esa “literatura prologada” ante los lectores; la distinción entre el Macedonio Fernández de la revista Martín Fierro – un “Macedonio oral” – y el de Literal – “Un Macedonio leído” -; o la propuesta de que Literal operó, no un “parricidio” respecto de la generación anterior, sino un “fratricidio” respecto de sus contemporáneos.
Más allá del acuerdo en general con el trabajo de Idez, el mismo interés que despertó en mí su lectura me compromete también a plantear algunas discrepancias.
En primer lugar, si bien el análisis de las diferentes apropiaciones que Martín Fierro y Literal – separadas por medio siglo – hicieron de la figura de autor, las ideas y la obra de Macedonio Fernández es convincente – y entiendo que, además, es original –, no lo es tanto la idea de que Literal tuviera “una firme voluntad de vinculación con la vanguardia martinfierrista de los años veinte”, como también parece excesiva la afirmación de que Literal fue “un ataque a las propuestas que había esgrimido y consolidado Contorno veinte años atrás…”
Por un lado, la relectura de Macedonio o la recurrencia a los manifiestos como forma de intervención polémica, con todo, no parecen suficientes para proponer a Literal como una suerte de “restauración martinfierrista”.
El tono humorístico, la búsqueda del impacto visual a través del diseño gráfico, la construcción de la propia identidad a partir del enfrentamiento con la generación anterior, las tensiones internas entre nacionalismo y cosmopolitismo, el culto a la novedad, la amplia atención dispensada a la poesía – e incluso a otras artes no literarias como el cine, la pintura o la escultura – o la ausencia de radicalidad ideológica son, entre otros, rasgos distintivos de Martín Fierro que no reaparecen en Literal.
Hay, sí, en ambas revistas, una común reivindicación de la autonomía literaria y un rechazo a la fe realista, pero las circunstancias, de todo orden, son muy diferentes en lo que fue de 1924 a 1973, de manera que aquella reivindicación y aquel rechazo alcanzan una distinta significación en cada caso.
Por otro lado, el programa estético y las posiciones ideológicas de Literal están, en efecto, en las antípodas de las de Contorno, pero acaso eso mismo no deba entenderse como el ataque a una revista que había desaparecido dos décadas antes sino, mejor, como el enfrentamiento a publicaciones exactamente contemporáneas como Crisis o Los libros, por ejemplo – aunque por diferentes razones con cada una -. Idez no ignora esto y hasta lo señala fugazmente, pero posterga desarrollarlo para construir, en cambio, algo forzadamente, la tradición en la cual Literal se inscribiría.
En segundo lugar, durante la lectura del libro extraña que Idez no se detenga en ningún momento a considerar los textos de ficción que también aparecieron en la revista, más allá de que los enumere en alguna página.
En principio es una omisión significativa, pero además resulta interesante considerar si esa omisión no es, en verdad, un tácito juicio de valor sobre esas ficciones. Es muy probable que los manifiestos de Literal y otros textos de naturaleza equivalente conserven hoy un interés mucho mayor que el de las ficciones que los acompañaron en las páginas de la revista.
Por último, Idez entiende que la radicalidad experimental de obras como Nanina, El fiord, Sebregondi retrocede y El frasquito y “el renovado arsenal teórico” que aportó Literal “anticipan el tono de la literatura argentina de los años ochenta”, al extremo de que hoy sería difícil pensar los últimos treinta años de nuestra literatura “por fuera de la influencia de Literal”, y propone, entre sus descendientes, escrituras experimentales como las de Aira, Libertella o Fogwill.
Esta hipótesis, antes que errada, parece excesiva e incompleta; producto, acaso, de un entusiasmo que impidió ampliar el campo de mira y aparear otras razones y circunstancias.
El paradigma de análisis lacaniano, su aparato conceptual y aun los amaneramientos de su escritura, por ejemplo, casi no dejaron descendencia visible en la literatura argentina y hoy – otra vez – su remedo sólo podría perseguir fines paródicos. La violenta irrupción normalizada de fuerzas parapoliciales primero, y la posterior exacerbación inconcebible de esa violencia – convertida en programa político de exterminio a partir de la dictadura militar de 1976 -, desvaneció la fe ciega en paradigmas omniexplicativos como el marxismo, la Teoría de la Liberación o la ideología tercermundista, pero ese desvanecimiento también incluyó a las impertérritas verdades del psicoanálisis.
Desde los años ochenta, y acaso hasta el menemismo, la literatura argentina desconfió, drásticamente, de las diáfanas representaciones del realismo, de la transparencia referencial del lenguaje y de cualquier función social o política reservada a la literatura; sin embargo, eso parece efecto, menos de una deuda contraída con los ideales de Literal, que del transtorno de toda certeza que significó soportar durante siete años una dictadura criminal y demente.
Al salir de esa atroz pesadilla – y entrar en otras menos repugnantes – la literatura argentina pareció entender – para ser también excesivos – que su salvación quedaba cifrada en releer la obra de Borges y considerar qué se podía hacer con ella.
El libro de Idez – autor a quien desconozco personalmente pero a quien desde ya respeto en términos intelectuales – por distintas razones que intenté señalar es una valiosa contribución al creciente interés por el ideario y las estrategias discursivas de Literal y por la obra anterior, coetánea y posterior de los escritores que centralmente participaron en la revista – esto es, Germán García, Luis Gusmán y Osvaldo Lamborghini -.
Es, también, una nueva evidencia de la insensatez que supone soñar con la desaparición de la crítica.
Aníbal Jarkowski (Buenos Aires)