El cuento y la novela tienen muchos elementos en común: se inscriben en la narrativa, están escritos en prosa, nos presentan una historia que se desarrolla a partir de una serie de personajes. Sin embargo, esas similitudes no deben hacernos perder de vista las radicales diferencias entre ambos formatos. Y no se trata solo de las más evidentes, como la extensión, sino de otras más sutiles pero tanto o más importantes, como su modo de funcionamiento. El cuento y la novela trabajan de modo distinto. Destinaremos este artículo a entender cómo opera el cuento.
En mi opinión, nadie ha explicado mejor el mecanismo del cuento que el escritor argentino Ricardo Piglia en un ensayo tan breve como crucial titulado “Tesis sobre el cuento”. Piglia parte de una idea anotada en un cuaderno de notas de Antón Chéjov: “Un hombre, en Montecarlo, va al casino, gana un millón, vuelve a casa, se suicida”. Piglia advierte que “Contra lo previsible y convencional (jugar-perder-suicidarse), la intriga se plantea como una paradoja”. Esto es así porque el cuento trabaja con una lógica causal, es decir que los acontecimientos narrados en un cuento se articulan entre sí en un eje temporal antes-después mediante una relación causa-consecuencia. Esa “precisa y frenética causalidad”, como decía Borges, define al cuento. Por eso la paradoja: el triunfo en el casino no puede ser causa del suicidio, debe haber otra causa, que permanece oculta. De ahí deduce Piglia que en ese cuento (que Chéjov nunca escribió) contiene dos historias: la historia del juego en el casino y la historia del suicidio. Y de ahí induce la primera de sus tesis: todo cuento narra siempre dos historias y en eso consiste la clave de su funcionamiento y su composición.
De esas dos historias, una es visible y la otra es secreta. La clave de la forma cuento está en cómo se trabaja la historia secreta al mismo tiempo que se cuenta la historia visible. Piglia observa que en el cuento clásico que practicaron Edgar Alan Poe, Horacio Quiroga o Julio Cortázar, se narra en primer plano la historia visible mientras se construye en secreto la otra historia, disimulándola en los intersticios del relato. Así “Un relato visible esconde un relato secreto, narrado de un modo elíptico y fragmentario”.
En este modelo narrativo la historia oculta emerge sobre el final y produce un efecto sorpresivo, que muchas veces nos lleva a releer el cuento en busca de esos detalles que se nos habían pasado desapercibidos y que conforman la historia secreta.
Este mecanismo tiene un riesgo evidente: si se lo repite una y otra vez empieza a perder eficacia, ya que el lector espera la sorpresa (una sorpresa anticipada deja de serlo) y, si lee suficientes cuentos de este estilo hasta es probable que asimile su mecanismo de composición y comience a intuir o descubrir los pliegues y recovecos en donde el autor procuró “disimular” la historia secreta.
El modo en el que el cuento moderno resolvió este problema fue ocultar la historia secreta sin dejar que salga a la luz. Por eso, en este caso, en lugar de “visible” y “secreta”, me parece más adecuado hablar en términos de “superficie” y “profundidad”.
Si hay dos historias, eso significa que habrá dos sistemas causales distintos y esta es una de las grandes dificultades que plantea el cuento: tenemos que lograr que los mismos elementos funcionen en simultáneo para dos lógicas narrativas diferentes. La cuentista norteamericana Flannery O’ Connor decía que los objetos en los relatos “trabajan doble turno” al referirse a esta función ambivalente. Para Piglia, los grandes maestros del cuento se caracterizaban por el modo en que resolvían los intercambios y relaciones entre la historia visible y la secreta. Veamos algunos de estos recursos.
La historia secreta
Dice Piglia que al trabajar con una historia visible y otra secreta: “Cada una de las dos historias se cuenta de un modo distinto. Trabajar con dos historias quiere decir trabajar con dos sistemas diferentes de causalidad. Los mismos acontecimientos entran simultáneamente en dos lógicas narrativas antagónicas. Los elementos esenciales del cuento tienen doble función y son usados de manera distinta en cada una de las dos historias. Los puntos de cruce son el fundamento de la construcción”.
Por lo tanto, cuando elaboramos un cuento que contiene una historia secreta y, por ende, un final sorpresivo, una de las claves principales consiste en poder integrar elementos de la historia secreta en la historia visible sin que sean advertidos por el lector. Para esto, el autor debe dirigir la atención del lector en otro sentido. El escritor Guillermo Martínez compara esto con el mago ilusionista, que concentra la atención de su público en un punto, mientras realiza el truco en otro lado. Así, los datos claves de la historia secreta pueden confundirse (o mezclarse) con detalles insignificantes. Otro recurso muy útil es el del “arenque rojo” (red hearing) que consiste en introducir un acontecimiento o personaje que captura el interés del lector y que parece anticipar un suceso que generalmente no se concreta y queda en la nada, y así disimular un hecho importante de la trama secreta, que pasa desapercibido.
La historia profunda
El relato que pone en juego una historia de superficie y otra en profundidad tiene mucha más plasticidad y admite una gran cantidad de variantes. En primer lugar, tenemos que tener en cuenta que, a diferencia del modelo de historia secreta, la historia profunda llega a ser menos conocida que interpretada o intuida (ya que el relato nunca entregará certezas absolutas), por ende, el rol del lector se torna crucial para dotar de sentido a ese nivel subterráneo del relato. Para eso, solo podrá contar con lo que pueda tomar de la superficie. Esa es tanto la ventaja como la desventaja de este tipo de relatos, que pueden resultar tan desafiantes para algunos lectores como frustrantes para otros (sobre todo aquellos que quieren saber con certeza qué ha sucedido).
Pero también para el escritor la historia secreta puede ir del conocimiento detallado hasta la mera intuición. Tomemos el caso de Ernest Hemingway, autor de la “Teoría del iceberg” según la cual lo más importante nunca se cuenta y queda, literalmente, bajo la superficie. Según Piglia, si escribiese el cuento de Chejov, Hemingway omitiría la escena del suicidio, pero narraría en cambio con lujo de detalles la partida, como si el lector ya supiera que el personaje va a suicidarse. En su cuento “Colinas como elefantes blancos”, Hemingway nos presenta a una pareja que conversa mientras espera un tren a Madrid. El diálogo deja pocas dudas de que el hombre intenta convencer a la mujer de que se practique un aborto, aunque las palabras embarazo y aborto nunca sean pronunciadas. En “El gran río de los dos corazones”, en cambio, la historia secreta está tan disimulada en la superficie que Hemingway logra que “se nota su ausencia”, como dice Piglia. Sabemos que hay algo más detrás (debajo) de esa excursión de pesca, pero dependemos de nosotros mismos (en tanto lectores) para develarlo y sea cual sea nuestra hipótesis, el relato nunca nos dará un elemento para confirmarla.
Otra vía de acceso al nivel profundo desde la superficie es a través del valor simbólico. Flannery O’Connor advierte que “En la buena ficción, ciertos detalles de la historia tienden a concentrar significados; cuando esto sucede se vuelven simbólicos”. Un objeto puede operar como símbolo cuando alude a otra cosa. Pero, como ya mencionamos, ese objeto deberá “trabajar doble turno”, es decir que también deberá cumplir su función en tanto objeto común y corriente. Si lo incluimos solo para que simbolice el nivel subterráneo, no servirá para ninguno de los dos niveles, su presencia hará patente con torpeza la mano del autor y pondrá en evidencia la naturaleza artificiosa del relato, rompiendo el “efecto de realidad” y distanciando al lector de la historia. O’Connor ponía como ejemplo de este mecanismo la pierna de madera de Joy, la protagonista de su relato “La buena gente del campo”. Esa pierna de madera va aumentando su carga simbólica a lo largo del relato y a medida que conocemos a su propietaria (a través de lo que dice y lo que hace) y establece así una conexión entre ambos niveles, pero, al mismo tiempo, funciona como lo que es: una prótesis ortopédica. A esto se refiere O’Connor cuando afirma que en la ficción los objetos concretos “trabajan doble turno”.
El própósito del cuento
Pero al fin y al cabo ¿para qué tomarnos tanto trabajo? ¿Por qué no contarlo todo y ya? ¿Por qué el cuento sólo funciona cuando oculta un secreto o cuando gira alrededor de un vacío? En primer lugar, porque como suele decirse, “no hay nada más aburrido que contarlo todo”. Pero además observemos a nuestro alrededor: en nuestro trabajo, en los diálogos que mantenemos con las personas con las que interactuamos, en nuestras relaciones de pareja, en nuestro entorno familiar, en las noticias, en la calle, en lo que identificamos como “la realidad”; ¿no tenemos siempre acaso la sensación de que hay “algo más”, algo “no dicho”, algo oculto que irremediablemente se nos escapa? Es esa inquietud la que alimenta la ficción y por eso tal vez Mario Vargas Llosa advierte que la ficción es un arte que prospera en las sociedades que experimentan una crisis de fe, en las que “la visión unitaria, confiada y absoluta ha sido sustituida por una visión resquebrajada y una incertidumbre creciente sobre el mundo en que se vive y el trasmundo”. “Una historia es una forma de decir algo que no puede decirse de ninguna otra manera”, nos recuerda O’Connor, mientras que para Piglia “El cuento se construye para hacer aparecer artificialmente algo que estaba oculto”. El cuento es el mecanismo que ideamos para poder acceder a esa dimensión misteriosa, oculta y secreta que impregna y rodea nuestra propia existencia.