Si consideramos que Buenos Aires también tuvo sus swinging sixties , sus hitos se cifran en la vanguardia pop del Instituto Di Tella, el nuevo periodismo de Primera Plana o Confirmado, la recepción del psicoanálisis, el nacimiento del rock nacional, la creciente radicalización política y la emergencia de la juventud como protagonista clave de la década. Pero a todo esto hay que añadirle el nombre de un editor que modernizó la edición contratando por adelantado libros que aún no habían sido escritos, publicando los primeros títulos de autores como Manuel Puig, Ricardo Piglia o Juan José Saer, afrontando juicios, condenas y censuras ante los tribunales morales del onganiato. Publicó cerca de trescientos títulos en una época en la cual la primera tirada era de 4.000 ejemplares y la segunda ya se encargaba a la siguiente semana de salido el libro. Jorge Alvarez fundió su nombre con el de una editorial de avanzada y fue, junto a Boris Spivacow, uno de los principales artífices del “boom del libro argentino” de aquella década. Su librería de la calle Talcahuano 485 fue el “salón literario” de los años 60, verdadero punto de encuentro de toda una generación de artistas, teóricos, músicos y escritores. Rodolfo Walsh seducía a Pirí Lugones, Oscar Masotta contrabandeaba referencias lacanianas y un joven llamado Ricardo Piglia acercaba con modestia algunas traducciones por encargo sin confesar que también escribía.
Pero para Jorge Alvarez los sesentas no fueron solamente una época de psicodelia y vértigo: “La década del 60 fue infame políticamente. Lo que pasa es que había una efervescencia cultural tan poderosa y tan maravillosa que nos olvidábamos de la política: Onganía, Illia, Lanusse, Krieger Vasena, que me mandó a la quiebra. Joder, ¡qué pálida! Fue una década políticamente nefasta”. No conforme con el suceso de su editorial, a fines de esa década Alvarez fundó Mandioca. Pionero en Sudamérica, fue el sello discográfico de las míticas bandas del rock nacional y por el que sonaron los primeros fraseos del rock en español. Pero el clima de violencia política y el golpe del 76 lo obligaron a dejar el país y trasladarse a España, frustrando uno de los proyectos más prolíficos de la industria cultural argentina, verdadero eslabón perdido de la edición independiente.
“Me tomé mi tiempo para regresar”. Jorge Alvarez deja de lado su café y se acerca a la grabadora para remarcar algunas frases. Con sus joviales 79 años, ataviado con una camisa leñadora, un suéter azul y un saco de gamuza, conserva la elegancia de un dandy y la mirada aún alerta, desafiante. Cuenta que la Argentina lo recibió bien, pero que todavía no le ahorra desencuentros: “Cuando llegué me enteré que David Viñas acababa de morir, cosa que me dio reverendamente en las pelotas. Yo quería encontrarme con él y contarle que tenía ganas de sacar la editorial de nuevo. Porque él había sido el que de algún modo me había hecho poner la editorial”. Ese encuentro habría permitido cerrar un círculo de 48 años.
Antes de que su nombre fuera sinónimo de buenos libros, Jorge Alvarez había sido un “petitero” egresado del Nacional Buenos Aires. Por influencia de su hermano mayor, estudiante de Filosofía, había pasado su juventud leyendo todo lo que caía en sus manos. La salida de la adolescencia lo sorprendió como encargado de la librería De Palma y asesor de esa misma editorial, especializada en Derecho y Ciencias Sociales. Así fue hasta que un cliente de la librería, un tal Viñas, le comentó que estaba escribiendo una biografía de Eva Perón, y Alvarez se entusiasmó con publicarla: “Cuando voy a verlo a De Palma con el proyecto, me manda a freír papas. ¡No quería meterse en política! Como me dijo que no, le contesté ‘Bueno, entonces yo me voy a ir y voy a poner mi editorial’. Y eso hice. Con tanta mala suerte que el ‘rápido’ de Sebreli se puso a hacer la biografía de Evita y la sacó antes. Viñas se agarró un berrinche y me dijo que nunca más iba a escribir la biografía de Evita, y así fue”. No obstante, y en compensación, Viñas le ofreció otro título para su flamante editorial: Literatura argentina y realidad política , que con el tiempo se convertiría en un clásico.
¿Recuerda el primer libro de su editorial?
Mi primer libro fue Cabecita negra de Germán Rozenmacher, en 1963. Germán me acercó ese libro y a partir de ahí vinieron muchos otros, porque yo como editor ya tenía por entonces una mentalidad totalmente opuesta a lo que era la mentalidad del editor argentino. El editor argentino era o republicano, de la época de la Guerra Civil, como Losada por ejemplo, o argentino de las clases altas, como Emecé o Sudamericana. Pero todos parecían editores europeos. El editor europeo es un editor más clásico. Y yo era un editor más norteamericano. No “sacralizaba” al libro, como decía David. Yo vendía libros como podía vender también zapatillas o cualquier otra cosa. Porque no le daba el carácter sagrado que le daban los otros, que editaban un libro y parecía que editaban La Biblia. Para alguno de los viejos editores yo debía ser un loquito. Sí, yo era un loquito, pero la gente iba a las librerías y preguntaba cuál era el último libro que había sacado Jorge Alvarez. Y eso no pasaba con otras editoriales. La gente a las librerías iba y compraba un libro por el autor, por el tema, pero que fueran y preguntaran por el último libro de una editorial, eso sólo pasó con Jorge Alvarez.
Literatura pop
Parte de esa impronta desacralizadora puede rastrearse aún en las tapas de sus libros, que nunca se parecían entre sí, responsabilidad de los diseñadores Rubén Fontana y Ronald Shakespear. Así, la portada de la novela Nanina muestra a un joven Germán García multiplicado en colores invertidos, casi al mismo tiempo que Andy Warhol daba a conocer sus serigrafías de Marilyn en Nueva York. Así también la tipografía juguetona de Happenings , el libro en el que Oscar Masotta trataba de explicar qué significaba esa palabra que en aquellos años estaba en boca de todos, hasta el punto que las propias presentaciones de los libros de Jorge Alvarez parecían un evento de vanguardia: “Cuando yo hacía una presentación, hacía una fiesta y sentaba a Norma y Mimí Pons con Leopoldo Marechal –rememora Alvarez, y agrega– y no convidaba empanadas y vino. Gastaba mi buena cantidad de dinero. Si iba a editar un libro, hacía los preparativos seis meses antes.
¿Cómo era su relación con el periodismo cultural de la época?
Muy buena. Jacobo Timerman y Tomás Eloy Martínez (director y jefe de redacción de Primera Plana) son de alguna manera responsables de mi éxito. Y eran responsables porque les gustaba lo que yo hacía. No teníamos una relación de dinero o algo por el estilo. Era la primera vez que se encontraban con alguien como ellos. Tomás Eloy venía a la editorial, miraba los libros que había, hablaba conmigo, eran periodistas que sabían lo que uno hacía. Es más, yo hice un éxito de un libro que me recomendó él.
Paradiso de José Lezama Lima. Tomás Eloy sabía que yo iba a La Habana al Festival de Casa de las Américas y entonces me dijo: “Che, buscalo a Lezama Lima, que es un escritor del carajo, medio olvidado” (porque no era fidelista). Y entonces lo busqué y le ofrecí publicarlo y fue todo un suceso.
Ese hombre
“Mi deuda con Jorge Alvarez alcanza en este momento a 2.250 dólares. Con eso he vivido desde octubre de 1967 hasta hoy, a razón de 150 dólares mensuales. El arreglo con él preveía una novela que podía estar lista de octubre a diciembre de 1968, y de la que apenas tengo escritas unas treinta páginas”. Eso escribe en su diario Rodolfo Walsh, en la entrada del 28 de enero de 1969. Unas líneas después confesaba no sentirse un estafador, porque le había entregado dos libros a su editor: Operación Masacre y ¿Quién mató a Rosendo? , que se sumaban a Los oficios terrestres , volumen de cuentos que ya Alvarez había publicado cuatro años antes. De aquella deuda, al editor no le duelen los dólares sino la novela inconclusa. Cuando se le pregunta qué autor hubiese querido publicar en los 60, dice sin dudar: Para mí el escritor más grande que hubo a partir de la década del 60 es Rodolfo Walsh. Lejos. Pero descubrió la política tarde. Y se equivocó. Walsh hubiera sido Borges. Hubiera sido la continuidad de Borges. Y la otra que hubiera sido una escritora superior era Pirí Lugones. Y a los dos los mataron. ¿Y qué te puedo decir? ¿A quién me hubiera gustado editar? A Rodolfo Walsh. Lo que pasa es que él era tan perfeccionista, que para hacer las ciento y pico de páginas que tenía Los oficios terrestres tardó 10 años. Ahora leé el libro y encontrale algo que no esté bien. Era una máquina de criticarse. Pero bueno, había descubierto la política y le gustaba más ser guerrillero que escritor. Eso le costó la vida. Y Pirí Lugones lo mismo.
Pero Pirí Lugones no había escrito…
En este país las mujeres siempre han tenido su momento y su oportunidad. Pirí no había escrito nunca. Pero el día que escribiera las iba a pasar a todas. A Marta Lynch, a Silvina Bullrich, a Beatriz Guido. Beatriz era la mejor de todas, pero Pirí tenía una extracción de clase similar a la de todas. Todas eran clase media alta. Los padres, los abuelos. Y eso en este país marca. Terminás siendo culto. Y ellas eran cultas. Pero Pirí era un tanque.
De todas formas a partir de los años 70, si no antes, en la Argentina se da un proceso en el que aparecen escritores de clases medias bajas. Incluso “Nanina” de Germán García podría indicarse como un texto que está en los orígenes de una “literatura plebeya”.
Claro, es normal. Porque si vos te ponés en analista serio, y empezás por el PBI y ves lo que se llevaba la clase alta de PBI y lo que se terminó llevando a partir de Perón, descubrís que lo que le faltó fue PBI. Y la que se vio beneficiada de ese proceso fue la clase obrera.
¿O sea que fue Perón el que cambió la literatura entonces?
Es verdad. Yo cuando fui a verlo a Perón lo primero que le dije fue, para que no hubiese ningún tipo de confusión: “Mire General, yo el 23 de septiembre estaba en la Plaza de Mayo gritando ‘Viva Cristo Rey’”. Mire si yo era pelotudo. Claro, se lo digo ahora en el 67, porque me he dado cuenta de que yo era un pelotudo. “Bueno, no se preocupe –me dice–, a todo el mundo le pasa lo mismo”.
Usted en algún momento dijo que le dio la mano y tenía la mano caliente. Y que todos los que han cambiado el curso de la historia han tenido las manos calientes.
Lo de la mano caliente es verdad. Fidel Castro tenía las manos calientes, Perón tenía las manos calientes, Sartre, Roland Barthes, García Márquez, Vargas Llosa, Torre Nilsson. Yo soy un venerable anciano, pero he vivido la cantidad de años suficientes como para establecer que los que cambian el curso de la historia no son iguales a mí. Yo he cambiado el curso de la “historietita”. Pero el curso de la historia grande si la cambiás es porque sos grande. Y Perón era grande, Fidel Castro era grande. Más allá de que te guste o no te guste, no tiene nada que ver. Que sea peronista, que sea fidelista eso no importa, la realidad es la realidad. Hoy estamos acá hablando de política y resulta que Perón parece que está tan vivo como siempre.
¿Todas esas que ha nombrado son personas a las que usted les ha dado la mano?
Sí, porque yo lo único que podía hacer era eso; dar un detalle de algo que me había llamado la atención, como las manos calientes. Sucede que yo vivo de mi intuición. Mi talento siempre ha consistido en manejar bien el talento de los demás. Cuando X tiene un poco de talento, yo lo puedo proyectar un poco más de lo que lo proyectaría él. Me dedico a eso. Y por eso tengo mecanismos distintos. Los únicos datos que tengo son la piel y los ojos. Hay que saber tocar y saber ver. Nada más. Cuestión de poro.
Crónicas de la traducción
¿Cuál fue el secreto de Jorge Alvarez Editor para diferenciarse de las otras editoriales de su época?
Arriesgarme, simplemente. La gente me decía: “Negro, lo que pasa es que el momento es muy malo”. Y entonces yo respondía: “Si yo tengo que apretar el acelerador cuando el momento es bueno, llego sexto con suerte. Si yo aprieto el acelerador cuando el momento es malo, yendo a 120 parece que voy a 300”. Y así pasé a ser puntero en una carrera donde todos me ganaban por escándalo, porque todos editaban a García Márquez, a Vargas Llosa. Seix Barral, que tenía buen olfato, sacaba a los buenos. No es que los míos fueran malos, pero él sacaba a los latinoamericanos y bueno, yo sacaba a los argentinos.
Ese valor para doblar la apuesta le permitió a Alvarez publicar otro clásico de la literatura argentina, cuando el entonces gerente de Sudamericana, Fernando Vidal Buzzi, se contactó con él para contarle que un obrero linotipista había encontrado “palabras obscenas” en una novela que ya estaban a punto de sacar. “Los editores estaban atemorizados porque a mí y a Leopoldo Torre Nilsson nos habían aplicado una condena de dos meses en suspenso por las Crónicas del sexo ” recuerda Alvarez. “Vidal Buzzi me llama y me dice ‘Mirá, me pasa esto ¿Vos conocés el libro?’ Yo conocía pedacitos, porque Manuel era amiguete. ‘¿Y te animás a editarlo?’ ‘¿Cómo no me voy a animar a editarlo?’ Lo leí entero y me gustó. Manuel era medio ‘cipayo’, como diría Jorge Abelardo Ramos, le gustaba todo lo que fuera del exterior. Entonces lo llamé y le dije: ‘Manuel, ponemos la cara por Argentina, se acabó Europa, se acabó todo’. Y Manuel que pensaba que se iba a perder el libro, me dijo que sí a todo”.
Manuel era Puig, y el libro, La traición de Rita Hayworth . Y aunque en su momento lo lamentara, en la mirada retrospectiva hoy no parece haber existido una editorial más propicia para su debut literario que Jorge Alvarez.
Memorias del futuro
¿Extrañó a la editorial cuando se fue?
Nunca. Estuve muy ocupado. Los que tenemos que trabajar no extrañamos.
¿Es verdad que ya no conserva los libros ni los discos de aquel catálogo?
Bueno, hay un archivo en mi cabeza. Lo que hice lo hice y se acabó. ¿Ahora estamos en el 1900 o en el 2011?
¿Pero se mantuvo informado al menos de lo que se editaba acá?
No, no leí nada de Argentina, nada. La clausuré por razones de fuerza mayor. Porque no podés vivir en otro país y tener la pretensión de estar informado de lo que pasa en tu país. Es falso eso. Es una nostalgia mal entendida.
Jorge Alvarez dice que su regreso a Buenos Aires no tiene que ver con la nostalgia de lo perdido sino con los proyectos a futuro: editar sus memorias, volver a lanzar su editorial. “No sé si voy a volver a Madrid. Todo depende de si Buenos Aires me provoca diversión o no –confiesa–. Si no me puedo divertir, no me quedo. Tengo que encontrar que puedo hacer cosas. Editar libros, descubrir autores, músicos, ese tipo de cosas. Si lo puedo hacer, me quedo. Yo creo que hace falta un tipo como yo en esta década”.
¿Tiene el proyecto de sacar de nuevo la editorial?
No, no está en proyecto. Es una aspiración, un deseo. Pero no sé quién en Argentina estará dispuesto a hacer una editorial en serio, porque yo si pongo una editorial no voy a hacerla como la hice la primera vez.
¿Mejor todavía?
Sí, si la armara de nuevo sería para hacerla mejor.