La calle Darwin al mil tiene su propia evolución de las especies: un día hay un elefante de tres metros en la vereda. Otro día es un león, un inmenso gorila, un ciervo con astas de doce puntas o una bandada de flamencos rosados. Los vecinos ya se han habituado a ver barcos fondeados en el asfalto, a veces incluso con sus marineros a bordo, y su capitán tocando el piano. Esta distorsión de la realidad es ocasionada por el vórtice que produce el estudio y taller de Fernando Pugliese, tal vez el artista más popular y menos conocido de la ciudad. Una jirafa, un par de cebras y una tropilla de briosos corceles saludan desde el balcón de una edificación de tres plantas que hace esquina en Darwin y Castillo, pero la auténtica sorpresa está reservada para aquel que atraviese la puerta (el portal) de rejas blancas y se interne en el estudio de este maestro de la escultura hiperrealista. Allí dentro, la Mona Jiménez y Rodrigo bailan cuarteto junto a la reina Isabel. En los anaqueles no hay libros sino cabezas, una junto a la otra, petrificadas en un gesto vital (un tic, una mueca, una sonrisa). Una escalera circular de gastados peldaños de madera cruje mientras sale al paso una galería de pinturas de maestros flamencos y, una vez, en el primer piso, un saloon del lejano oeste en el que Frank Sinatra se toma un trago con el Che Guevara y Donald Trump, servidos, detrás de la barra, por el gaucho Martín Fierro. Al otro lado, un escenario (como si algo no lo fuera en este lugar) con piano de cola, maracas y tambores. Y baúles y barriles y farolas y navíos y caras y más caras y máscaras con mil ojos interrogantes y, en el centro puntual de esta alucinación, un explorador del África subsahariana, vestido con su impecable camisa blanca, su sempiterno impermeable color caqui y sombrero de safari, listo para iniciar la excursión por la jungla de sus fantasías: Fernando Pugliese.
—No sé lo que soy, sé lo que hago —se presenta Pugliese con la voz algo cascada, con un poco de calle y otro de clase, de sus jóvenes ocho décadas. Sobre lo que es, no resulta fácil ponerse de acuerdo, ¿artista? ¿artesano? ¿arquitecto? ¿ingeniero? ¿inventor? Su título de abogado preside una pared como el artículo más estrafalario de su colección. Sobre lo que ha hecho, no cabe duda: es mucho, muchísimo. Difícil no haberse topado con alguna de las esculturas hiperrealistas de Pugliese, empezando por Alberto Olmedo y Javier Portales, caracterizados como “Borges y Álvarez” que siguen riendo a ambos extremos del sillón de una antesala en la Calle Corrientes y a los que después se sumaron Tato Bores con sus teléfonos y Sandro entonando en la puerta del Gran Rex, sobre la misma avenida. O Mercedes Sosa y Atahualpa Yupanqui en la plaza Próspero Molina de Cosquín o Borges y Bioy conversando en su mesa de La Biela, en Recoleta. En la decoración de los shoppings navideños, en el stand de un evento, en el diorama de un museo austral, en colecciones públicas y privadas, en los jardines del Vaticano, en los pasillos de la Casa Rosada, hay obra de Pugliese. Sus esculturas recrean el santoral de beatos e ídolos populares, sin pedestales ni rejas, para que sean tocados, abrazados y –por supuesto– fotografiados. Sin saberlo, sin quererlo quizás, Pugliese es un artista instagrameable por excelencia.
La solemnidad del arte clásico es obra del tiempo. Hace poco se descubrió que los griegos pintaban profusamente a sus estatuas, uno podía cruzarse con unas ninfas, Diana cazadora o el dios Pan en medio de un bosque. Algo de esta experiencia es lo que nos deparan las obras de Pugliese. El maestro es obsesivo con sus criaturas, se encierra días a modelar la arcilla y puede pasarse una noche trazando el surco de una arruga, la comisura de una sonrisa, el pliegue de un saco, a sus estatuas, en lugar de golpearlas con el cincel para que hablen, dan ganas de servirles un whisky para que conversen, para que sigan conversando
Fernando Pugliese nació el 22 de mayo de 1939 en la ciudad de Buenos Aires, el mayor de los cinco hijos (tres varones, dos mujeres) de Fernando Pugliese (padre), que importaba papel y le vendía bobinas a Roberto Noble, fundador de Clarín y a Constancio Vigil, de Editorial Atlántida. “Se juntaban en la casa de mi papá, que tocaba “La Comparsita”, después me llamaban para que los entretuviera. –rememora– Allá por el año 50, me decía: ‘Vení, imitá los aviones que caían en Corea’, ‘Imitá a Luis Sandrini’. Aún hoy esas onomatopeyas e imitaciones le salen a la perfección; tal vez ahí haya surgido la fiebre del simulacro.
En su mito de origen hay un un maestro polaco, una caja y un tren. El tren fue su primera réplica (en miniatura) de la realidad y trajo aparejado su primer invento: una maquinita que emulaba el ruido atronador de la locomotora y que hacía funcionar día y noche de la cama al living del piso de sus padres en Libertador y Coronel Díaz, hasta que los vecinos de abajo amenazaron con el desalojo y Fernando fue a parar de pupilo al colegio St. George de Quilmes.
—Ahí empecé con una tiza y con la punta del compás, esculpía la tiza y se la regalaba a una maestra de francés de la que estaba enamorado. Hasta que el director se dio cuenta y me agarró de la oreja “Stop this nonsense”, basta de estupideces.
Las reiteradas estupideces lo llevaban de penitencia a la carpintería, donde descubrió el oficio de la mano de su maestro polaco, el señor Gabucz, que con sus manos curtidas de trabajar la madera de los bosques helados de Varsovia le reveló los secretos de las máquinas mecánicas y semimecánicas, las sierras los cinceles y las reglas de la escuadra. Así Fernando forjó una caja, su primer objeto, y de ahí en más ya nunca se detuvo. Egresado de bachellor pareció desoír el llamado de las musas y se desvió por el camino de las leyes.
—La carrera de derecho fue para estar con el sistema en relación de mediana igualdad Una cosa es el sistema, “el señor es doctor en leyes” y otra cosa es lo que me gusta a mí, como la música. (suena el celular y se escucha la banda sonora de El golpe).
—Le gusta el western
—Toda la vida. Yo quería ser cowboy, no abogado.
Otra de las costumbres peculiares de este taller, que lleva cuarenta años en el barrio, es la de sacar las obras a la calle. No se trata simplemente de piezas alquiladas o vendidas que van a ser trasladadas, sino de esculturas que se exponen en la vereda para sacudir el gris asfalto y el ocre vereda cotidianos, un león, una cebra, un alce, un barco, cualquier cosa puede emerger del garage de este Madame Tussauds de Villa Crespo. Pugliese dice que quiere hacer salir a la gente de su realidad, “Yo lo que siempre hago son cosas que generen explosión. Uso siempre esa palabra punch on the nose una piña en la nariz”.
—Hoy sacamos a Frank Sinatra.
Dice María José Delger, asistente personal del Maestro (como ella lo llama con inocultable admiración). María José es rubia, alta, expeditiva, estricta, y es la encargada de organizar el caos creativo de Pugliese; ella atiende los múltiples llamados con encargos, consultas y pedidos. Cuando le pregunto si hay encargos particulares de personas que quieren su estatua. María José suspira.
—Montones —dice —y de sus mascotas también.
María José también se encarga de filtrar toda llamada cuando el maestro hace lo que mejor le sale: crear. Pugliese se encierra en su taller con todas las fotos disponibles de frente, dorso y perfil y moldea la arcilla hasta que de ese barro se eleva un cuerpo, una persona, una personalidad. Después, mediante una serie de técnicas que mantiene en secreto pero que implican el uso de resina epoxi y fibra de vidrio, surge la estatua que tras un minucioso proceso de pintura manual queda lista para ser expuesta a la intemperie con garantía de por vida.
Así Pugliese hizo a la Virgen Puntana en San Luis, al obispo Angelelli en Neuquén,
hizo la asunción del papa Francisco en La Rioja, hizo a Manuel Belgrano sosteniendo la bandera, hizo a Cabral soldado heroico desatascando de su caballo a un San Martín de dientes apretados en la batalla de San Lorenzo, hizo un pesebre tamaño real en la Casa Rosada, con María, José, un toro, un burro, una oveja, el niño Jesús, hizo a Mahatma Ghandi, a Albert Einstein, hizo a Diego Maradona alzando la copa, hizo a Lionel Messi, hizo al Burrito Ortega, a Enzo Francescoli, a Carlos Tevez, a Gabriel Batistuta en grito de gol, hizo a Luis Alberto Spinetta y a Gustavo Cerati en sendos solos de viola, hizo a la vaca de Milka, hizo a la virgen desatanudos en el Vaticano, hizo a Minguito, hizo a Guillermo Francella, hizo a Gerardo Sofovich, hizo a Jorge Luis Borges, a Adolfo Bioy Casares, a Julio Cortázar, hizo Evitas y Perones.
¿Se hizo Pugliese a sí mismo?
Sí, claro, como todo el mundo _No, digo si se hizo una estatua. ¿Yo, a mí, no, nunca? Algún día me voy a hacer, por ahí, pero no tiene importancia.
Cuando se le pregunta a Pugliese si revisa cada tanto su obra, si tiene esa pasión retrospectiva, afila la mirada, sonríe de costado, “Si yo te cuento todo lo que hice parece el cuento de un loco”. En esa gesta por reproducir la realidad para mejor burlarla, figura la réplica a tamaño real de la carabela de Colón que realizó en 1992 con motivo de los quinientos años de la llegada de los europeos al continente y que exhibió en La Rural y en la que él mismo interpretó al almirante genovés encerrado en su camarote, o la del navío con el que Magallanes dio la vuelta al mundo y navegó su estrecho, que está fondeada en Puerto San Julián. Pero cuando se le pide que mencione un hito en su carrera, el maestro no duda y pronuncia dos palabras: Tierra Santa.
Corrían los últimos meses del milenio pasado y la fecha alentaba pronósticos apocalípticos, pero el sindicato de comercio estaba preocupado porque perdería un predio frente al Río de la Plata si no le daba el uso cultural y educativo que tenía asignado. Entonces apareció en escena Pugliese, que venía pensando en hacer un parque temático que fuese tan famoso como para no requerir publicidad pero que tampoco tuviera que pagar derechos. La respuesta estaba en las sagradas escrituras, Jesús era a fin de cuentas más famoso que los Beatles (y no habría que pagarle royalties).
Pero a falta de los reyes egipcios, Pugliese tuvo que luchar contra otros antagonistas para cumplir con la tierra prometida. Primero contra el reloj: tenía tan solo diez meses para concretar la obra, después le enviaron a la plaga de los arquitectos, quienes decían que era imposible comenzar sin la aprobación de los planos, que llevaría su buen tiempo. Pugliese, que no olvidaba su formación de abogado, recordó la diferencia entre un bien inmueble (que está fijado a la tierra) y un bien mueble (que se puede desplazar).
— Entonces hice una casa, y lo llevé a Armando Cavalieri, “venga por acá, ¡Tito, traé el tractor, enganchá, dale ahora, tirá!
Pugliese había obrado el milagro: sus templos se movían, merced a una base de planchuelas inventadas ad hoc y al poco peso de su estructura, ya que en lugar de la sagrada piedra de Jerusalem, estaban construidas con bloques de pagano telgopor “los arquitectos me decían ¿telgopor, telgopor? Se va a caer. Pero el telgopor, una vez que está bañado en una espuma de cemento tiene un peso que no lo puede mover ni un huracán –pero sí lo puedo mover con un tractor”, guiña el ojo Pugliese, y los últimos veinte años le dan la razón.
Derrotados los arquitectos, tenía que convencer a los representantes de las tres religiones monoteístas para que aceptaran estar juntas en el mismo predio. Con diplomacia digna de Camp David, convenció al rabino bajo promesa de construir una réplica del muro de los lamentos, al Imán islámico con mezquitas y ninguna representación de Alá, y al arzobispo de Buenos Aires no hizo falta convencerlo, porque le encantó la idea e incluso fue a bendecir el predio y trabó amistad con Pugliese; se trataba de Jorge Bergoglio.
Una vez superados todos los obstáculos solo quedaba construir el primer parque temático religioso argentino. Pugliese se instaló en el predio y junto a un conjunto babélico de novecientos cincuenta obreros rusos, paraguayos, bolivianos y argentinos trabajó en tres turnos corridos día y noche para construir las réplicas de sinagogas, mezquitas, iglesias y templetes romanos, montes, grutas, caminos, carretas y las esculturas de hombres, mujeres, árboles, plantas y bestias, y diseñó los sonidos y las luces y el onceavo mes, descansó.
Hay registro en video de la construcción de Tierra Santa (hay registro de todo lo que ha hecho Pugliese, como si se temiera que la desmesura prodigiosa de su producción pueda caer en la zona hiperbólica del mito y la leyenda) y al mirarlo con atención es inevitable pensar que es una pena que Werner Herzog no haya estado ahí para documentarlo.
Ahora Pugliese se apresta a inaugurar su segundo parque temático religioso, el del Cura Brochero en Traslasierra, Córdoba.
—Son ciento ochenta esculturas distribuidas en trece estaciones —detalla María José Delger, A una cuadra del estudio está el taller. Tras un inmenso portón de garaje en la calle Darwin un grupo de quince discípulos se aprestan a dar forma a los múltiples encargos, trabajos y caprichos del Estudio Pugliese. Por ese portón metálico puede salir el Cura Brochero a lomo de burro directo a los jardines del Vaticano, o un conejo de ocho metros para la sede de Sony; por ahí también salió el busto en mármol de carrara de Néstor Kirchner que encargó Cristina Fernández y que ahora engalana la galería de los presidentes en la Casa Rosada.
El último punch de Pugliese es la estatua de Alberto Fernández tocando la guitarra junto a su perro Dylan. Está en el “Café las palabras”, del legislador Eduardo Valdés, amigo del maestro, que tiene, según calcula Pugliese, unas cincuenta obras suyas en ese espacio, mezcla de salón político con museo personal.
“Quiero hacer cosas que llamen la atención. Todo el mundo tiene que entender lo que hago –dice Pugliese, y agrega desafiante– Yo no hago esculturas modernas”; desde otro punto de vista se podría decir que lo que hace son intervenciones que alteran el espacio en el que se instalan, que desfamiliarizan lo cotidiano. Lo mejor, en definitiva, es que en su obsesión por imitar a la realidad no la replica: la distorsiona. Sus simulacros alucinatorios pueblan el mundo con fantasías de resina epoxi y espuma de polietileno. Abandonar su estudio es asumir un triste regreso al gris de lo concreto, mientras él permanece en el mundo de sueños reales que moldea con sus manos, tocando al piano unas notas de My way ante la sonrisa invencible de Sinatra. Es difícil hacer esa transición sin accidentes.
—Cuidado, la perra es de verdad.
Advierte María José ante el bulto peludo echado en el escalón, antes de despedirme.