Lynch

Por Ariel Idez

Alguna vez fantaseé con la idea de escribir una novela que se llamara Villa Lynch. No tenía ni idea acerca del tema o los personajes de la novela, sólo sabía que sucederían cosas extrañas, inexplicables a simple vista, aunque con alguna lógica secreta oculta (oculta, tal vez, incluso para mí mismo). La referencia, obvia, era la del director de cine David Lynch. Se trataba de recrear en un texto literario la atmósfera, el clima que me trasmiten algunas de sus películas (como Terciopelo Azul, Mullholand Drive o Carretera perdida, sobre todo Carretera perdida). Pero había algo más, porque el nombre de “Villa Lynch”, un pequeño departamento del Partido de San Martin, en el Conurbano Bonaerense, no me era del todo ajeno: formaba parte de charlas y anécdotas familiares que yo venía escuchando desde la infancia, al punto que supe mucho antes de la localidad que del director; uno me hablaba de lo familiar, el otro, de lo siniestro (que como alguna vez explicó Freud, no deja de ser otra forma de lo familiar). Pero también había misterio en lo familiar, empezando por el nombre, ¿por qué “Villa Lynch”? y siguiendo por su ubicación geográfica, que desconocía por completo: al ser un lugar localizado dentro de otro más grande, todo se me tornaba más confuso. Podía afirmar a ciencia cierta que había estado en San Martín (mis abuelos vivían en Caseros y mis tíos abuelos, en San Martín, adonde íbamos a pasar las fiestas religiosas y otros eventos familiares), pero ¿Dónde estaba Villa Lynch? ¿Había pisado alguna vez ese mítico locus amoenus? Lo ignoraba. Sobre el nombre, una ligera investigación para escribir estas líneas me reveló que se debe a la estación Coronel Francisco Lynch, ubicada en el kilómetro 6.748 de la línea ferroviaria General Urquiza. Y del coronel, que fue un militar que participó en la Guerra de la Independencia y que colaboró en la frustrada revolución de Salvador Maza contra Rosas de 1839, lo que lo obligó a tratar de buscar asilo en Montevideo, pero el baquiano que lo tenía que conducir hasta la barcaza que lo cruzaría al otro lado del Plata lo traicionó y lo emboscó la Mazorca. ¿Fin de la historia? No, falta algo más: José Mármol se sirvió de la anécdota para reivindicar a este mártir unitario en Amalia, primera novela argentina. Por lo que Villa Lynch, vía ferrocarril, podía reivindicar un vínculo con los inicios de la literatura argentina como pequeño poblado dentro del Partido de General San Martín (que por otra parte se autodenomina “Cuna de la tradición” por ser el lugar en el que nació José Hernández). Y si vamos aún más lejos en busca de próceres, mártires, héroes y personajes, Lynch es también Guevara, es decir el Che. Es más, Lynch es la parte negada de Guevara, la represión de la alta alcurnia en el origen del héroe revolucionario, basta imaginarse sólo por un momento si el héroe que empapela los cuartos las remeras los afiches las banderas fuese el “Che Guevara Lynch” por no hablar de la insoportable aliteración que compondría el “Che Lynch”. Lynch como el lado oscuro de Guevara, el ying aristocrático en el yang revolucionario. Pero para mí Villa Lynch no era tierra de héroes ni de aristócratas y menos de escritores aunque sí era cuna de una figura asaz paradojal: los judíos comunistas, e incluso más: los judíos comunistas burgueses. Leyendo un revelador artículo de la historiadora Nerina Visacovsky, comprendo que Villa Lynch se convirtió, con el impulso que el primer peronismo dio a la sustitución de importaciones, en un enclave de la producción textil. Los inmigrantes judíos que habían adquirido el oficio en sus pueblos natales de Europa Oriental, como Byaliztok, de donde provenía Cecilia, mi abuela paterna, se concentraron en esa localidad y pasaron de obreros a empresarios con el firme propósito de convertir a Villa Lynch en la “Manchester argentina” (otro proyecto lyncheano) pero sin dejar de ser comunistas, lo que generaba situaciones dignas de relatos talmúdicos, como el de Rozemberg, dueño de un taller textil en el que era muy estricto con sus obreros… hasta que un día uno fue y le dijo: “Escúcheme, ¿por que usted nos trata así, si dice que es comunista?” A lo que Rozemberg repuso: “Bueno, para que vean que mal se vive en el capitalismo”. Estos burgueses comunistas eran, encima, judíos, lo que significa que no sólo vivían su profesión sino que a demás profesaban su religión, como conflicto. De todos modos esto no impidió que, en el marco de las políticas de Perón (del que también renegaban aunque le debían su prosperidad) sus negocios florecieran. Un epifenómeno del crecimiento de esta comunidad tan heterogénea fue la creación de una institución que agrupara a sus miembros y que promoviera actividades sociales, deportivas y culturales: el club Isaac León Peretz. Más conocido como “El Peretz”, fue otro nombre enigmático de mi infancia: sin haber puesto un pie ahí, escuchaba todo tipo de historias, amistades, discusiones que orbitaban alrededor de ese nombre tan raro, como si se tratara de un “Perez judío” (eso pensaba yo, tal vez lo adjudicara a alguna estrategia de la colectividad para congraciarse con el resto de la comunidad). Tampoco terminaba de entender bien qué era “El Peretz”, ya que oía historias sobre teatro idish que después se mezclaban con torneos de vóley, partidos de básquet combinados con relatos sobre una mítica biblioteca.

Mi abuelo Isaac cumplió con dos de los términos de la identidad paradójica: fue judío comunista, aunque nunca se pasó al bando de la burguesía. Muchos hijos de estos empeñosos proletarios (y/o pequeños burgueses) se convirtieron en profesionales, así mi Zeide (abuelo en Idish) le bancó la carrera de Derecho a mi viejo mientras se quedaba medio sordo entre el estruendo de los telares. ¿Cuántas generaciones se necesitan para crear un artista? Lynch David diría que ninguna, que alcanza con un chispazo, con seguir una intuición adecuada, con capturar un gran deseo que nada en aguas frías y profundas como el “Pez dorado” de su libro Atrapa el pez dorado. Ahí Lynch rememora sus orígenes “Me gustaba pintar y dibujar. Y a menudo pensaba, equivocado, que cuando te hacés adulto dejás de pintar y dibujar y te dedicás a a cosas más serias. Una noche conocí a un tipo llamado Toby Keeler. Mientras charlábamos, me contó que su padre era pintor. Pensé que tal vez se refiriese a pintor de brocha gorda, pero la conversación acabó revelándome que de hecho su padre era un excelente artista. Aquella conversación cambió mi vida (…) de pronto supe que quería ser pintor. Y quería llevar una vida de artista”. Lynch también explica que, para ser artista, hay que dedicar tiempo (él propone al menos cuatro horas diarias). Parece difícil que un inmigrante que escapa del hambre de la Europa Oriental (o del nazismo) pueda destinarse horas a la creación estética; y pienso que tal vez en su hijo, incluso con la vida más holgada de un profesional, aun esté fresca la memoria de la intemperie. El arte como resultado se justifica, pero como proceso es lo antiproductivo por excelencia. Pensaba en escribir esto (que todavía no acierto a saber bien qué es) y la idea me daba vueltas mientras “trabajaba” en la relectura, para un seminario, de El género gauchesco, el clásico de Josefina Ludmer cuando el texto me trajo, a través de una nota al pie, la voz de Lynch, John, el historiador británico autor de la biografía de Rosas[1] (el que mandó a matar a Lynch, Francisco) que decía: “La clase dirigente había impuesto tradicionalmente un sistema de coerción sobre la gente a quienes ellos veían como mozos vagos y mal entretenidos, vagabundos sin empleador ni ocupación, perezosos que se sentaban en grupos, tocando la guitarra y cantando, tomando mate y jugando, pero, al parecer, nunca trabajando”. De modo que arribé a la fórmula: se requieren al menos tres generaciones para engendrar un artista: una que sobrevive, otra que consolida y la tercera, que despilfarra. Leyendo el artículo de Visacovsky sobre Villa Lynch y el Peretz entendí hasta qué punto esas contradicciones me atraviesan; parafraseando a Borges, y al igual que al Peretz, dios me ha dado los libros y el deporte: practico natación desde hace más de veinte años. Un día, mientras celebrábamos el cumpleaños de mi padre, Jorge, hijo de Isaac, junto a mi tío y mi tía abuela (Aida, hermana de Cecilia, esposa de Isaac) a cuenta de nada mi hermano contó que iba a viajar a Baradero para una competencia de aguas abiertas en el auto con un compañero del club que se llama Alejando Lipszyc. Mi tía Aida, que parecía no estar prestando atención estalló en un grito ¡El hijo de Pedro! Después nos contó que Pedro, hijo de Isaac Lipszyc (obrero textil que montó un taller en el fondo de su casa) había sido el médico de cabecera de su familia durante décadas; por supuesto, cuando vivían en Villa Lynch. La anécdota dio pie a recuerdos e historias del lugar y a mi lamento por no haber conocido el Peretz , “¡Pero sí lo conociste!”, dijo Elsa, mi madre, y me recordó que en los años ’90, cuando estaba federado había ido a competir a la pileta del Peretz; visita de la cual no guardo ni un recuerdo. ¿Por qué borré esa visita de mi memoria? Creo que recién ahora, que escribo esto, entiendo qué es “El Peretz” y pienso que no se puede recordar algo que no se entiende, no hay memoria sin sentido, salvo el trauma, lo reprimido que vuelve. Me gustaría volver al Peretz y recorrerlo con alguien que lo haya conocido bien para que me muestre la biblioteca llena de volúmenes en idish, la cancha de básquet, la sala de teatro, pero está cerrado y clausurado, producto de las políticas neoliberales que condenaron a todo Villa Lynch a un irremediable ocaso y, a sus judíos, a una nueva diáspora (mi tía Aida dejó su casa de San Martin y ahora habita un departamento en Villa del Parque). Alejandro, hijo de Pedro, nieto de Isaac Lipszyc, es (tercera generación) un fotógrafo extraordinario y dedicó uno de sus ensayos a los clubes de barrio. En una decisión que juzgo muy acertada, los retrató sin gente, llenos de un vacío que es el de la soledad y el del recuerdo. En esa serie hay una foto del Peretz de Villa Lynch, del único lugar en el que tengo la certeza de haber estado (aunque no lo recuerde): la pileta del Peretz. Alejandro, a quien conocí nadando en otra pileta (de otra Villa: Crespo) produjo una imagen del Peretz que es como mi recuerdo del Peretz: el reflejo, en una pileta llena de agua inmóvil, de un espacio vacío, vaciado; un escenario familiar e inquietante a la vez: una imagen lyncheana.

Cuando pensaba en escribir este texto, que aún ya escrito no acierto a decir qué es, tenía algunas ideas pero me preguntaba cómo lo iba a concluir y no se me ocurría nada. Hasta que abrí Atrapa el pez dorado y leí lo primero que vino a mis ojos:

LA CAJA Y LA LLAVE

No tengo ni idea de lo que son.

Publicado en Revista Desconocida del martes 22 de mayo de 2018.