Restos de un pasado que vuelve│ Rosario 12

Mucho más citada que leída, con el paso de los años la publicación se transformó en auténtico lugar de referencia a la hora de pensar y hacer literatura en Argentina. Pero además libró batallas contra el ideal del “compromiso”.

por Nicolás G. Recoaro y Gustavo Toba para Rosario 12 │ Febrero de 2011

A la revista Literal le bastaron tres volúmenes para convertirse en una referencia obligada a la hora de pensar la literatura. El libro de Ariel Idez sobre este proyecto de los años setenta contribuye a pensar su génesis.

En los 70, era una obligación implícita posicionarse respecto de la Revolución Cubana.

¿Qué comparten Jacques Lacan, la primavera camporista, Germán García y el antirrealismo? ¿En qué confluyen Oscar Masotta, la muerte de Perón, Osvaldo Lamborghini y la instauración de un nuevo canon literario argentino? ¿Qué une a la no obra de Macedonio Fernández, la Revolución Cubana, el psicoanálisis y Lorenzo Quinteros? ¿Y qué a la bohemia errante de los cafés de la Avenida Corrientes, Luis Gusmán, el post humanismo y el filósofo Eugenio Trías? La respuesta más fácil (o no tanto): todos ellos participaron o colaboraron para forjar Literal, la revista que ejerció un curioso magnetismo durante buena parte de los 70 en el campo cultural argentino. Mucho más citada que leída, con el paso de los años la publicación se transformó en auténtico lugar de referencia, es cierto que un tanto subterráneo, a la hora de pensar y hacer literatura en la Argentina.

La reciente aparición del libro Literal. La vanguardia intrigante (Prometeo), del escritor e investigador Ariel Idez, contribuye a repensar la génesis de ese proyecto que duró apenas cuatro años y tres volúmenes. Durante ese corto pero intenso período, Literal libró batallas contra el ideal del “compromiso”, las formas tradicionales de la representación y la potestad del hombre de acción revolucionario, desde el plano de la gramática y la sintaxis, armas con las que también el orden dominante construye su discurso hegemónico.

Y dio además el puntapié inicial a aquello que Héctor Libertella (otro colaborador de la revista) llamó “el lento destilado del psicoanálisis en la literatura”, ese delgado tránsito entre el inconsciente y la letra.

Hacia principios de la década de 1970, el campo literario latinoamericano se había vuelto un lugar de ida y vuelta constante entre el discurso estético y el político. La necesidad de algún posicionamiento efectivo respecto de la Revolución Cubana era, cada vez más, una obligación implícita para todo escritor afín a la izquierda. Los debates respecto de la noción de “compromiso”, primero, y la problematización de la propia figura del intelectual y productor cultural más tarde, comenzaban a exhibir la emergencia de un antiintelectualismo que reprobaba en distintos grados el discurso literario concebido como mero “juego de palabras”.

En el escenario literario argentino, a su vez, la aparición del peronismo se insinuaba hacía rato como una posible salida (o entrada) del ideal ilustrado sarmientino, de la literatura de ideas y de la escritura como “reflejo” de otra cosa.

El primer número de Literal salió a la calle durante los primeros días de noviembre de 1973, precedido por afiches callejeros: “Herederos setentistas del espíritu muralista de las vanguardistas Prisma, Inicial y Martín Fierro”. Inmunes a la seducción de la imagen, los pequeños carteles intentaban llamar la atención de los caminantes con ocho puntos encabezados por el título “Literal N 1: Una Intriga”, que conformaban una declaración de principios (reforzados por dos manifiestos que aparecen en el primer volumen).

Idez explica que el mismo concepto de “intriga” con el que se presenta Literal en el afiche sería uno de los leitmotivs del grupo. Intriga entendida menos como misterio que como conspiración (“la literatura es un objeto intrigante, su producción es una intriga aunque no resulte un misterio para nadie”) y muy acorde al clima de época.

Frente al ideal humanista revolucionario, la revista impulsaba una intervención corrosiva y fragmentaria sobre “la empresa occidental de la significación”, poniendo en juego (literalmente) la ambigüedad y la sobreabundancia inherentes a todo lenguaje. “Asumir el compromiso = Pactar un trato con la escritura burguesa de los medios de información”, escribía Osvaldo Lamborghini en el segundo número de la revista, fechado en mayo de 1975. En todo caso, subordinación de la escritura al goce en lugar de a la política. Literal apuntaba que ahí donde la funcionalidad del discurso como pura comunicación, como contenido informativo, como sentido directo se hace soberana, la literatura se esfuma. De allí su manifiesto rechazo también al discurso periodístico.

El proyecto Literal formó parte de un relativo boom editorial y una constelación de libros fundacionales publicados en esos años por sus fundadores: Nanina (1968), Cancha Rayada (1970) y La vía regia (1975), de Germán García; El Fiord (1969) y Sebregondi retrocede (1973) de Osvaldo Lamborghini; El frasquito (1973) y Brillos (1975) de Luis Gusmán. Sin embargo, sería un error calibrar las apuestas de la revista sólo en el plano de su influencia contemporánea, sin ponerlas a jugar con la tradición literaria argentina y la conformación de una nueva genealogía que se reapropiaba de nombres como Macedonio Fernández, Oliverio Girondo y el fundamental Witold Gombrowicz.

Quizás, como dice Idez, en aquellos años donde todo el mundo hablaba de revolución, un grupo de cuatro o cinco escritores se propuso tomar por asalto el Palacio de Invierno de la Literatura Argentina, para dejar esparcidos “los restos de un futuro que vuelve”.

* Fragmentos de una reseña de “Literal. La vanguardia intrigante” de Ariel Idez.

Nota original: https://www.pagina12.com.ar/diario/suplementos/rosario/21-27560-2011-02-24.html