Fragmento de la Introducción al libro. Las fotos son de la presentación del libro realizada en la Fundación Descartes el martes 26 de abril.
en Etcétera periódico de la Fundación Descartes │ Mayo de 2011
A principios de los años setenta, cuando todos hablaban de revolución, un grupo de jóvenes escritores se propuso tomar el Palacio de Invierno de la Literatura Argentina. Sus nombres eran Germán García, Luis Gusmán y Osvaldo Lamborghini, y el arma secreta con el que pensaban llevar adelante su plan, una revista literaria llamada Literal.
La estrategia no resultaba por cierto novedosa: la historia de la literatura local está jalonada por el nombre de publicaciones que marcaron una época: La Biblioteca, de Paul Groussac; La revista de América, de Rubén Darío y Ricardo Jaimes Freyre; Nosotros de Alfredo Bianchi y Roberto Giusti; Martín Fierro, con los jóvenes Jorge Luis Borges, Oliverio Girondo y Leopoldo Marechal;
Sur, de Victoria Ocampo; Contorno, que agrupó a los hermanos David e Ismael Viñas, Oscar Masotta y Juan José Sebrelli; Poesía Buenos Aires, con Edgard Bayley y Francisco Maradiaga, por citar algunas de las más importantes. Estas revistas comprendieron no sólo los nombres de quienes las llevaron adelante, sino sobre todo una forma de pensar y hacer literatura. En este contexto puede decirse de Literal que, si bien no cierra este ciclo de constante renovación y reformulación, engloba el último de estos movimientos que se presenta en sociedad con las altisonantes trompetas de la vanguardia.
Mediante esta contraseña casi secreta (a excepción de un texto de Horacio
Romeu, la palabra “vanguardia” no se menciona en la publicación), los
manifiestos se multiplican en Literal para exponer otra forma de leer y escribir
que denuncia al mismo tiempo la coartada de un campo literario ahogado por
las demandas políticas y propone un lugar de una literatura revolucionaria,
una revolución de la literatura. Contra la fachada del compromiso y la mala fe
del referente revolucionario, los hombres de Literal librarán su batalla en el
plano de la gramática y la sintaxis, herramientas con las que, a fin de cuentas,
el orden dominante construye su discurso hegemónico.
De todas maneras, no resulta extraño que, en una época signada por la
agitación política y social, un grupo de jóvenes autores intentaran copar el
cenáculo de las letras locales. ¿Fue Literal un movimiento a c
ontramano
de su época o se hizo cargo de llevar esa misma lógica hasta sus últimas
consecuencias en su propio campo de acción? Este es uno de los interrogantes
del cual el presente libro intentará dar cuenta. Para ello, se tratará de
reconstruir el campo y el clima cultural en sus aspectos más significativos
vinculándolos a las propuestas de la revista.
Lo cierto es que hoy, a 37 años de su primer número, puede decirse que Literal
ha ejercido la influencia de una corriente subterránea de la que muchos escritores abrevaron para producir su obra. La revista sólo alumbró tres ejemplares: septiembre del 73’, mayo del 75’ y noviembre del 77’.
Pronto devino en mito, se la citó de oídas y se evocó casi como un pathos al
que la literatura argentina podía aspirar. Con los años, su nombre comenzó
a escucharse cada vez con mayor insistencia, a medida que los autores que
se formaron bajo su halo comenzaban a ganar protagonismo en el campo
literario. De este modo, Literal resultó una pieza clave en la educación
sentimental de escritores que emergieron y se consolidaron en las décadas
siguientes. Rodolfo Enrique Fogwill, por citar uno de los casos más conocidos, agitó el nombre de la revista como santo y seña de un nuevo canon que el autor de Los pichiciegos impulsó desde las páginas de publicaciones de los años ochenta, como El porteño, Vigencia o Tiempo Argentino, en las que escribía:
“No matar las palabras, no dejarse matar por ellas titulaba en su primera edición la revista Literal, nacida contemporáneamente y en respuesta a Crisis.
Literal nunca vendió cuarenta mil: habrá vendido cuatrocientos. Literal nunca encontró –como Crisis- un mecenas coleccionista de arte: oponerse a las supersticiones colectivas no es un buen negocio.” (1)