Por Ariel Idez
Narrativa extranjera. “Tres novelas breves”, con prólogo de César Aira, vuelve a poner en manos de los lectores la obra del maestro chileno.
Entre los múltiples significados de la palabra “cuadro” hay dos que definen el anhelo artístico de Adolfo Couve: “obra pictórica” y “descripción tan viva y animada, que el oyente o el lector puedan representarse en la imaginación la cosa descrita”. Tras veinte años de silencio, vuelve a estar a disposición de los lectores argentinos la obra de un artista que relegó una promisoria carrera como pintor para arriesgarlo todo en la literatura.
Adolfo Couve nació en Valparaíso en 1940. Se formó como pintor, primero en la Escuela de Bellas Artes de la Universidad de Chile, y luego en la École des Beaux-Arts de París. Pero a pesar de sus condiciones declinó la carrera de artista plástico: decidió orientarse a la enseñanza en la Facultad de Artes de la Universidad de Chile y se consagró a la literatura. Couve era contradictorio cuando explicaba los motivos del cambio de disciplina: a veces afirmaba que su dibujo era deficiente, mientras que en el párrafo podía “dibujar” a la perfección; en otras ocasiones alegaba que la pintura le salía “fácil” y que la escritura, en cambio, lo fascinaba por la dificultad que le imponía.
En materia literaria su formación fue autodidacta y su evolución puede rastrearse libro a libro. Precedidas por un preciso prólogo de César Aira, las Tres novelas breves que componen este volumen presentan un panorama completo de su narrativa, desde su comienzo hasta su madurez y su último período creativo.
Publicado en 1965, Alamiro fue el primer libro de Couve. Ejercicio de concisión que bien podría estar situado al comienzo como al final de una carrera literaria. Aquí el escritor chileno apela a recuerdos de infancia en Valparaíso y Llay-Llay, pero en lugar de entregarse a la evocación nostálgica o costumbrista, diseca la anécdota hasta hacerla adoptar el espesor y la concentración de un haiku narrativo: “La hilera de coches de arriendo que dormita al sol. Mi madre los llama azotados. Manchas de moscas oscurecen sus ancas, pero el viento las toma y lanza contra un parlante que canta sin cesar”.
Tras ese período de aprendizaje, que se completa con su segundo libro, En los desórdenes de junio (1968), Couve afianza su dominio de las técnicas narrativas y despliega una creciente maestría en cuatro libros casi sucesivos: El picadero (1974), El tren de cuerda (1976), La lección de pintura (1979) y El pasaje (escrito entre el 77 y el 78, aunque publicado una década después). Los cuatro títulos reconocen ciertos rasgos comunes como el formato nouvelle , su estética realista y el punto de vista infantil. Sus modelos fueron los autores franceses “del período que va entre los dos Napoleones”: Balzac, Stendhal, Maupassant y Flaubert.
Se puede decir sin temor a exagerar que con La lección de pintura Couve se propuso escribir una obra perfecta, y también que lo consiguió. La historia está situada en Llay-Llay y Viña del Mar y es protagonizada por Augusto, un niño aislado y solitario que se revela como un pintor genial y precoz. Será apadrinado por el señor Aguiar, aficionado a la pintura y figura central de las tertulias culturales que se celebran en ese alejado pueblo de provincias, quien procura alentar a ese pequeño gran talento sin asfixiarlo bajo el peso de sus expectativas.
La novela discurre superficialmente sobre las relaciones entre maestro y alumno, mecenas y protegido. En un plano más complejo, Couve practica una delicada fusión de forma y contenido, del tema y su tratamiento. Las descripciones son algo más que minuciosas, son auténticos “cuadros” en los que el autor plasma formas y colores, y distribuye con mano maestra luces y sombras. El anhelo de perfección “neoclásica” en la pintura de Augusto es concomitante a la prosa perfecta de Couve: ambos emprenden una lucha seguramente destinada a la derrota y tal vez por ello mucho más bella.
Tras concluir su “cuarteto”, Couve se llamó a silencio y en 1983 recorrió los 111 kilómetros que van de Santiago a Cartagena, un pequeño balneario en el litoral central donde se instaló en una suerte de exilio interno. Allí se dedicó a pintar paisajes costeros (que junto con los retratos y las naturalezas muertas engloban todos sus motivos pictóricos) y retornó de a poco a la literatura, con algunos textos de transición.
En 1995 sorprendió a todos con la publicación de La comedia del arte . Ahora el autor de El pasaje se atrevía a romper la obra perfecta para ponerse a trabajar con los fragmentos recuperados. De hecho, contaba que había incinerado dos versiones previas que no lo satisfacían, hasta que encontró la solución: “hablar del tema en lugar de narrarlo”.
En La comedia… Couve se permite libertades hasta entonces inusitadas en sus obras: hace intervenir al narrador y a los mismos dioses del Olimpo, crea personajes de opereta (inspirado por Don Giovanni ) y va de la alegoría al grotesco, de la tragedia al paso de comedia. El tema es la pintura, recurrente en su obra. Es notorio que Couve sea un escritor formado y no informado en las artes plásticas: carnaciones, claroscuros y escorzos circulan con naturalidad y con espesor dramático por sus textos sin que el narrador se rebaje jamás a un didactismo pedagógico. Los cuadros que compuso, párrafo a párrafo, son auténticas lecciones de escritura.