Mucho más citada que leída, la reedición de Literal vuelve a poner en circulación todos los textos de la mítica revista cultural de los setenta.
cenáculo de las letras locales. ¿Fue Literal un movimiento a c
ontramano
ha ejercido la influencia de una corriente subterránea de la que muchos escritores abrevaron para producir su obra. La revista sólo alumbró tres ejemplares: septiembre del 73’, mayo del 75’ y noviembre del 77’.
En noviembre de 1973 salía a la calle el número uno de una revista que marcaría una buena parte del camino que recorrería luego la literatura nacional. Literal era el nombre de esta publicación, que contaba en sus filas con Germán García, Osvaldo Lamborghini, Luis Gusmán, Josefina Ludmer, Ricardo Ortolás y Lorenzo Quinteros, entre otros. Casi cuatro décadas después, editorial Prometeo lanza Literal, la vanguardia intrigante, del investigador especialista en periodismo Ariel Darío Idez, un libro que repasa la historia de esta revista, que apenas llegó a publicar tres números: además del inaugural ya mencionado anteriormente, las ediciones doble 2/3, en mayo de 1975, y 4/5, en noviembre de 1977.
Pese a su corta vida, sus tres ediciones marcaron un rumbo que varios autores contemporáneos seguirían, convirtiéndose casi en un mito, a pesar de haber tenido que soportar el rechazo de muchos personajes de la cultura de entonces, hecho que los responsables de la publicación no sólo aceptaron, sino que tomaron como un indicador de lo que la revista significaba para la época y de las voces que esta podía levantar. “El rechazo que Literal sufrió muestra que fue entendida y que todo mensaje llega a destino, aunque sea bajo la forma del odio que instaura la negación”, cita Idez de la página 17 del número 4/5 de Literal.
EN CONTEXTO. La contextualización que Ariel Darío Idez realiza de Literal en su tiempo es una de las principales herramientas que provee al lector para comprender cómo, por qué y para quiénes surge esta publicación. El país convulsionado y sangriento de la década del 70 es el espacio y el tiempo en el que nacerá Literal, lo que llevó a sus responsables a enunciar, entre otros argumentos, que la publicación nacía “porque la literatura argentina debe romper con la Literatura para ser argentina” y “porque no hay propiedad privada del lenguaje”. Reseñando el escenario político, económico y social de la época, Idez nos ofrece una investigación exhaustiva sobre un mito.
A la revista Literal le bastaron tres volúmenes para convertirse en una referencia obligada a la hora de pensar la literatura. El libro de Ariel Idez sobre este proyecto de los años setenta contribuye a pensar su génesis.
¿Qué comparten Jacques Lacan, la primavera camporista, Germán García y el antirrealismo? ¿En qué confluyen Oscar Masotta, la muerte de Perón, Osvaldo Lamborghini y la instauración de un nuevo canon literario argentino? ¿Qué une a la no obra de Macedonio Fernández, la Revolución Cubana, el psicoanálisis y Lorenzo Quinteros? ¿Y qué a la bohemia errante de los cafés de la Avenida Corrientes, Luis Gusmán, el post humanismo y el filósofo Eugenio Trías? La respuesta más fácil (o no tanto): todos ellos participaron o colaboraron para forjar Literal, la revista que ejerció un curioso magnetismo durante buena parte de los 70 en el campo cultural argentino. Mucho más citada que leída, con el paso de los años la publicación se transformó en auténtico lugar de referencia, es cierto que un tanto subterráneo, a la hora de pensar y hacer literatura en la Argentina.
La reciente aparición del libro Literal. La vanguardia intrigante (Prometeo), del escritor e investigador Ariel Idez, contribuye a repensar la génesis de ese proyecto que duró apenas cuatro años y tres volúmenes. Durante ese corto pero intenso período, Literal libró batallas contra el ideal del “compromiso”, las formas tradicionales de la representación y la potestad del hombre de acción revolucionario, desde el plano de la gramática y la sintaxis, armas con las que también el orden dominante construye su discurso hegemónico.
Y dio además el puntapié inicial a aquello que Héctor Libertella (otro colaborador de la revista) llamó “el lento destilado del psicoanálisis en la literatura”, ese delgado tránsito entre el inconsciente y la letra.
Hacia principios de la década de 1970, el campo literario latinoamericano se había vuelto un lugar de ida y vuelta constante entre el discurso estético y el político. La necesidad de algún posicionamiento efectivo respecto de la Revolución Cubana era, cada vez más, una obligación implícita para todo escritor afín a la izquierda. Los debates respecto de la noción de “compromiso”, primero, y la problematización de la propia figura del intelectual y productor cultural más tarde, comenzaban a exhibir la emergencia de un antiintelectualismo que reprobaba en distintos grados el discurso literario concebido como mero “juego de palabras”.
En el escenario literario argentino, a su vez, la aparición del peronismo se insinuaba hacía rato como una posible salida (o entrada) del ideal ilustrado sarmientino, de la literatura de ideas y de la escritura como “reflejo” de otra cosa.
El primer número de Literal salió a la calle durante los primeros días de noviembre de 1973, precedido por afiches callejeros: “Herederos setentistas del espíritu muralista de las vanguardistas Prisma, Inicial y Martín Fierro”. Inmunes a la seducción de la imagen, los pequeños carteles intentaban llamar la atención de los caminantes con ocho puntos encabezados por el título “Literal N 1: Una Intriga”, que conformaban una declaración de principios (reforzados por dos manifiestos que aparecen en el primer volumen).
Idez explica que el mismo concepto de “intriga” con el que se presenta Literal en el afiche sería uno de los leitmotivs del grupo. Intriga entendida menos como misterio que como conspiración (“la literatura es un objeto intrigante, su producción es una intriga aunque no resulte un misterio para nadie”) y muy acorde al clima de época.
Frente al ideal humanista revolucionario, la revista impulsaba una intervención corrosiva y fragmentaria sobre “la empresa occidental de la significación”, poniendo en juego (literalmente) la ambigüedad y la sobreabundancia inherentes a todo lenguaje. “Asumir el compromiso = Pactar un trato con la escritura burguesa de los medios de información”, escribía Osvaldo Lamborghini en el segundo número de la revista, fechado en mayo de 1975. En todo caso, subordinación de la escritura al goce en lugar de a la política. Literal apuntaba que ahí donde la funcionalidad del discurso como pura comunicación, como contenido informativo, como sentido directo se hace soberana, la literatura se esfuma. De allí su manifiesto rechazo también al discurso periodístico.
El proyecto Literal formó parte de un relativo boom editorial y una constelación de libros fundacionales publicados en esos años por sus fundadores: Nanina (1968), Cancha Rayada (1970) y La vía regia (1975), de Germán García; El Fiord (1969) y Sebregondi retrocede (1973) de Osvaldo Lamborghini; El frasquito (1973) y Brillos (1975) de Luis Gusmán. Sin embargo, sería un error calibrar las apuestas de la revista sólo en el plano de su influencia contemporánea, sin ponerlas a jugar con la tradición literaria argentina y la conformación de una nueva genealogía que se reapropiaba de nombres como Macedonio Fernández, Oliverio Girondo y el fundamental Witold Gombrowicz.
Quizás, como dice Idez, en aquellos años donde todo el mundo hablaba de revolución, un grupo de cuatro o cinco escritores se propuso tomar por asalto el Palacio de Invierno de la Literatura Argentina, para dejar esparcidos “los restos de un futuro que vuelve”.
* Fragmentos de una reseña de “Literal. La vanguardia intrigante” de Ariel Idez.
La revista de avantgarde Literal representó una instancia decisiva en la historia de la literatura nacional. Fue un punto de inflexión dentro de un contexto
signado por la agitación política y social. Sus cinco únicos números en tres volúmenes (Literal/1 apareció en 1973, Literal 2/3 en 1975 y Literal 4/5 en 1977), bastaron para que sus principales fundadores e impulsores, Germán García, Luis Gusmán y Osvaldo Lamborghini, desestabilizaran los valores tradicionales del lector, ofreciendo nuevas formas de lectura y escritura (“en lugar de una literatura política, una política de la literatura”). Ariel Idez demuestra con este libro los modos en que Literal buscó esa auténtica ética de la práctica literaria para subvertir los valores de escrituras canónicas.
Esta revalorización de la literatura (en especial de su función intrínseca y su potencial) fue analizada someramente desde su estructura lingüística postsaussuriana (el lenguaje comprendido como única realidad) y orientada hacia el psicoanálisis lacaniano (cuyo mentor fue el intelectual Oscar Masotta) con el fin de diseñar una estrategia estética alternativa. Junto con esas dos novedades, al programa de Literal debe sumarse la reivindicación de la poesía como género clave para la renovación literaria, pues ella construye sus significados in praesentia, “en el acto mismo de enunciarse”.
Así Literal se manifestó contra el realismo y el populismo, dos facetas que conformaban el entonces discurso hegemónico. Los puso en jaque cristalizando sus deficiencias al indagar sobre la función que cumple el lenguaje (¿debe elaborar un mensaje “comprometido” o, al contrario, la escritura necesita ser el objeto mismo de la práctica literaria?). Desde su primer número apostó a premisas que vindicaban la autonomía del campo literario, una literatura donde “no hay propiedad privada del lenguaje”, ampliando sus fronteras, a su vez, a través de una genealogía propia (una revisión del canon que incluyó a Macedonio Fernández como eje, pero también a Witold Gombrowicz y ciertos aspectos polémicos de Borges).
Como consecuencia: en la literatura no importa tanto el tema (los géneros y sus tediosas argumentaciones) sino la irrupción de la palabra, el tono con que el lenguaje se devela. Un programa que intentó legitimar un discurso hasta entonces ignorado en los circuitos oficiales.
Ariel Idez reconstruye el campo y clima cultural de los setenta a través de una investigación precisa, bien documentada gracias a una prosa clara y objetiva. Libro que revela alguna de las claves esenciales para comprender un episodio tan relevante como polémico, pues durante décadas algunos sectores heterodoxos de la crítica rotularon a Literal como falsamente elitista (por cruzar ensayo y ficción). No obstante, y gracias a ella, la publicación posibilitó la lectura de autores posteriores como Aira, Piglia y Fogwill, entre otros.
La reedición facsimilar de Literal encarada por la Biblioteca Nacional, bajo curaduría del especialista Juan Mendoza, viene a cubrir una demanda concreta. Por un lado, porque los cinco números (publicados originalmente en tres volúmenes) de la mítica revista fundada entrados los 70 por Osvaldo Lamborghini, Germán García y Luis Gusmán, sólo se conseguían hasta ahora en borrosas fotocopias en los alrededores de la Facultad de Filosofía y Letras. La revista, cuya intensidad de afecto ha sido atentamente subrayada por Alberto Giordano, y en cuya constelación nominal se suelen incluir los nombres de Josefina Ludmer, Jorge Quiroga, Julio Ludueña, Lorenzo Quinteros, Ricardo Ortolás y Horacio Romeu, pero también los de Oscar Steimberg, Luis Thonis, María Moreno, Edgardo Russo, Tamara Kamenszain y Héctor Libertella, había sido rescatada parcialmente hace unos años por Santiago Arcos. Pero de aquella compilación de 150 páginas realizada por el propio Libertella a las 520 de la edición facsímil (que reúne la totalidad de la revista) hay, además de una distancia específica en términos cuantitativos, una diferencia cualitativa. No sólo porque aquella edición era ya, por supuesto, una versión libertelliana del acontecimiento Literal (compilar es cortar; leer es disponer un corte); sino porque en esta ocasión, para alegría de fetichistas e investigadores vehementes, se recuperan el diseño, la composición y el paginado originales de la revista que recobra así su concepto objetual, incluyendo desde su particular paratexto y sus “errores técnicos” a sus avisos publicitarios.
En segundo lugar, la reedición constituye también un acontecimiento político y una apuesta fuerte por parte de la Biblioteca Nacional. Literal no es Contorno, ni mucho menos Envido (las otras dos revistas reeditadas bajo la administración González). Es sin duda un objeto más difícil de identificar con el perfil que caracteriza su política editorial de rescate. Literal es una revista irreverente, arisca e impiadosa. No da tregua a sus “enemigos”. Se planta de frente al estereotipo políticamente correcto de “escritor comprometido” y cuestiona desde su ficción-teórica los modos lineales y estandarizados de la relación entre literatura y política, donde todas las series discursivas declaraban su indefensión (su impotencia) ante las imposiciones de la Historia. Subvierte la razonabilidad de una hegemonía discursiva consensuada con arreglo a fines. Y lo hace en una actitud violenta, en los registros más provocativos: vulnerando con pasión vejatoria la solemnidad del documento, negándose a discutir la censura (porque oponerse a ella es ya aceptar los términos que la censura impone), apropiándose del formato libro para rechazar a Los Libros, destituyendo la paternidad textual para celebrar la bastardía en el “orden” de la literatura, disolviendo la organización genérica para reconocerse en la deriva del texto, conspirando en su retórica compulsiva para suspender el final esperado de la conspiración misma, fundando un principio de familiaridad a partir de la promiscuidad incestuosa, confundiendo los trabajos de la escritura en el goce soberano del juego, disolviendo al Hombre en sus intercambios, haciendo de flujos y fluidos el lugar de toda experiencia. Alguna vez incluso María Moreno leyó en esa suerte de trasvaloración nietzscheana que pulsa la escritura literaliana ciertos efectos sarmientinos: con “instantaneidad de ráfaga”, los textos de Literal se aferran al deseo de escritura, a la vez que rechazan las demandas del Saber; no se escribe lo que se sabe sino para saberlo perdido en la letra, se escribe contra el mito del escritor “natural” confiando la potencia inventiva lo desencadenado por el lapsus, el error, el desconcierto y la tontería.
En todo caso, Literal, esa revista-libro que levanta su nombre como un “grito de guerra” contra toda heroicidad investida, supone un pliegue “maldito” sobre una época cargada de voluntarismo, violencia y pedagogía pueril. A la presión ejercida por la “realidad política” sobre la “literatura argentina”, la respuesta literal es categórica en su irreverencia, tanto respecto de su origen (lacaniano: “Lo real es imposible”) como de su destino: “La literatura es posible porque la realidad es imposible”. Pero eso no es todo. A la extorsión calculada de la Historia opuso con insolencia el resto del texto; a la hegemonía naturalizada de la representación, la flexión literal; a la poética voluntarista del “compromiso político”, la descomposición provocada por la intriga irresuelta; a la lógica repetitiva y policial de la explicación, la deriva lúdica y paradójica de la exploración significante.
En virtud de esa serie de operaciones calculadas, Literal parece hoy la uña encarnada de un imaginario populista inconsciente de sus propios límites. Fue –parafraseando al Nicolás Rosa lector de Borges– otro hecho maldito del país populista. Lo fue en tanto tuvo el valor de denunciar la loca escalada de una “épica de la coyuntura” que mal travestía “una metafísica del oportunismo”, pero también en tanto se negó a taparse los ojos y se obligó a pre-decir –con precisión asombrosa– el funesto desenlace de las nupcias entre la Utopía y el Poder. Y es por eso que esta revista de vanguardia, que habría que pensar desde la “Teoría del residuo, la mezcla y el fragmento” de Daniel Link, retorna hoy con la talla de una interrogación política, en tanto deja expuestos ciertos modos de la arrogancia discursiva que, en el presente, se asumen desde un punto impreciso entre la buena conciencia y la mala fe.
Las dos Literales
Leída en perspectiva, la revista hace visible una interesante transformación. En el grueso volumen que atesora esa extraña excursión vanguardista por el campo sin fronteras de la letra, se dejan leer dos literales o, por lo menos, dos momentos cruciales en la deriva Literal. Podría decirse incluso que, desde el primer volumen al último (que contiene los números 4/5), la publicación se transforma sensiblemente de una revista-artefacto, eminentemente vanguardista, a una revista articulada ya sobre la generalidad de una convención cultural. Si hubiera que emplear con nombres propios a condición de adjetivar ese perceptible “paso”, podría proponerse como el devenir de la revista caótica y anárquica, de pulsión lamborghiniana, hacia la revista literaria coordinada por Germán García (en el rol de “Director”), definida por secciones precisas y encaminada en géneros y formatos más consensuados en el horizonte de lectura.
En ese paso (no) más allá de Literal hay dos rasgos salientes que vale la pena subrayar para pensar sus grados de proyección sobre emprendimientos posteriores como, por ejemplo, la revista Sitio: una persistencia y una recuperación. La persistencia: en su particular modo de asumir la relación con el texto literario, sin reducirlo a otros patrones discursivos y atendiendo especialmente a su capacidad de interferencia sobre los demás discursos de la trama social. La recuperación: de una función transitiva de la escritura que se niega a resignar la posibilidad de intervención en la gresca de los debates literarios e intelectuales de su época.
La reedición adquiere un importante valor cultural al arrancar de la oscuridad y volver accesible un material prácticamente “de culto”. Bien vista, y pensada como eco demorado de una demanda crítica, la recuperación viene a discutir incluso la idea esbozada por Mendoza: “el carácter resbaloso de su materia, su cualidad de animal intratable y movedizo” y su “capacidad para estar siempre cambiando su lugar de posición” como “rasgos que todavía agigantan su misterio”.
Literal empieza a ser examinada desde diversos flancos en un intento por deshacer críticamente ese halo de misterio, malditismo y hermetismo con que durante años se fabricó su mitología. Esa es una política del presente y sobre el presente. De ahí que los resultados de esa lectura echen acaso menos luz sobre tiempo tumultuoso en que Literal funda su acontecimiento que sobre ciertas zonas oscuras del tiempo presente en que se produce su retorno. Si algo hace patente la lectura integral del volumen es que, en cada una de sus apariciones (1973, 1975 y 1977), Literal se esfuerza por quitarse a un imaginario político de coyuntura. Rechaza la imagen de un mundo repartido en blancos y negros. Se niega a entrar tanto en el círculo de baba de unas fuerzas reaccionarias (empeñadas en cristalizar a cualquier costo el tiempo pasado) como en el maridaje arreglado entre populismo e izquierda (que apelaba a la máscara extorsiva del “mal menor” en que muchas veces se maquilla de progresismo el pensamiento único).
Para leer Literal
Agil, ameno y en muchos puntos luminoso, Literal. La vanguardia intrigante busca apuntarse en esa briosa serie de trabajos –a los que cabe sumar las intervenciones de Diego Peller– empeñados en revisar la producción literaliana para pensar el propio presente. Pero el libro de Ariel Idez plantea además una paradoja específica al inscribirse él mismo como uno de los más completos y elaborados intentos de explicación de una resistencia política e institucional que poco a poco empieza a ser asimilada.
Creada a partir de una comunión de espanto respecto de las pedagogías del realismo (sociológico) y el populismo (político), Literal se dispuso siempre –y deliberadamente– como conspiración frente a las formas discursivas hegemónicas que confiaban la literatura a la lógica representacional de la servidumbre comunicativa, a cuyos agentes solía marcar irónicamente bajo el rótulo de “técnicos de la felicidad”. La lectura de Idez, próvidamente concentrada en la descripción del contexto histórico en que Literal halló sus condiciones (negativas) de posibilidad, opta por una tesis clara: el retorno de la letra-literal se resuelve hacia una “restauración martinfierrista” que hace pie en la redención de un canon marginal o un contracanon, que incluye la disposición vanguardista de la revista dirigida por Evar Méndez a comienzos del siglo XX, pero que también se resemantiza a partir de las relecturas en desvío (en razón del error, el desliz o la mera incomprensión) de la tradición literaria a través de textos de Güiraldes, Macedonio Fernández, Borges, Girondo, Gombrowicz, Martínez Estrada, Kordon o el Flaubert de Bouvard y Pécuchet. A dicha hipótesis, difícilmente discutible pero en cierto sentido corta de sisa, cabría agregar el carácter –no menor– de “atentado epistemológico” que la revista prefigura como correlato de una experiencia de escritura cuyo goce está atado a la promiscuidad discursiva y a la pérdida del nombre. Se trata, claro, de transformar el yerro, la estupidez y la aberración en principio constructivo de una poética de la provocación que busca hender los límites de lo escribible: es decir, “mezclar los códigos, dar por sabido lo que se ignora, adoptar la posición del entontecido-cínico incluso frente a lo que realmente se sabe”.
El libro de Idez cifra su origen en su tesis de licenciatura para Ciencias de la Comunicación, lo que resulta significativo a la hora de comprender su punto de vista. La vanguardia intrigante, que asume su deuda con la monumental biografía de Ricardo Strafacce sobre Osvaldo Lamborghini, se forjó a partir de una ardua investigación centrada en entrevistas a integrantes del grupo, colaboradores y lectores críticos de esa revista que sin duda también tuvo algo de happening. Ese hecho matiza notablemente su naturaleza y sus resultados. El carácter determinante que adquieren los capítulos de corte historiográfico (en los que se examina más su repercusión que su recepción), la presencia casi lateral de algunas interferencias importantes que singularizan la conformación del artefacto-literal (como el psicoanálisis lacaniano introducido en su seno por Oscar Masotta o algunos conceptos teóricos forjados por el posestructuralismo francés) y el lugar marginal que asume el texto literario literaliano en su lectura son sintomáticos y en cierta medida reveladores de la posición que el autor toma ante su objeto. Más aún: la apariencia integral que toma el recorrido dispuesto por Idez se hace posible sólo en la adopción de esta perspectiva que, muchas veces, participa de esa forma de ilusión que es la totalización por la historia. Sin embargo, en un gesto que hace presente la potencia de lo inútil, lo inactual y lo singular, Literal resiste soberanamente esa captura. Resiste donde aún es posible la resistencia: en el último rescoldo de lo literario, en el resto del texto, en el “desperdicio”, en el exceso, en el suplemento barroco, en lo intratable. Mientras tanto, como diría Lacan, es la imposibilidad lo que no cesa de escribirse.