“El otro yo del Dr. Colautti” (con Sergio Nuñez) Nota de tapa del Suplemento Radar Libros, Domingo 6 de enero de 2008.

Ricardo Colautti tuvo una vida literaria tan secreta y excéntrica que muchos llegaron a dudar de su existencia. Pero sí existió y publicó en vida tres novelas cortas que hoy se reeditan en un solo volumen. Sebastián Dun, La conspiración de los porteros e Imagineta componen la breve obra completa de un abogado y escribano que escribía en su despacho literatura delirante, mientras sus clientes creían que estaba enfrascado en un acta notarial.

¿Existió Ricardo Colautti? Tarde o temprano, todos los que se acercan a su obra acaban haciéndose la misma pregunta. Y si no fuera por las fotos, el testimonio de sus hijos, el nítido recuerdo de su editor y, prueba irrefutable, las ediciones originales que conservan el olor a librería de viejo, cabría suponer que este escritor fue producto de la broma perversa de un Borges profano. Pero Colautti sí existió y la reedición de su obra completa bajo el título de su segundo libro, La conspiración de los porteros, viene a remendar un hueco en el imaginario árbol genealógico de la literatura nacional.

El mérito le corresponde a la editorial Mansalva, cuyo responsable, Francisco Garamona, define al autor como “el eslabón perdido entre Arlt y Copi”. Parte del crédito también le cabe a Elvio Gandolfo, uno de los pocos escritores contemporáneos a Colautti que repararon en él. Escribió sobre su obra en la revista El lagrimal trifurca. Gandolfo mantuvo viva, a través del boca a boca, la leyenda de un novelista excéntrico perteneciente al grupo de los “marginales auténticos”, según relata en el prólogo que acompaña a esta nueva edición, “a la altura de Santiago Dabove o Nicolás Peyceré”. De todas formas, el misterio no cesa: ¿quién fue y qué escribió este enigmático autor?

La biografía de Ricardo Colautti podría resumirse en unas breves líneas. Nació en Buenos Aires, el 14 de diciembre 1937 y falleció víctima de un enfisema pulmonar en la misma ciudad, en octubre de 1992. Abogado y escribano, ejerció ambas profesiones durante más de 25 años, las que alternó con la dirección de una empresa familiar. Se casó y tuvo dos hijos. Hasta aquí, lo que se diría una existencia convencional, pero con una salvedad: durante esos años también fue una suerte de escritor secreto que publicó tres novelas, las cuales en su momento pasaron prácticamente desapercibidas y que de algún modo se anticiparon casi 20 años a ciertas líneas secretas de la literatura argentina por venir.

Arlt, a alta velocidad

“Aquí me pongo a grabar.” Con este comienzo de ineludible resonancia martinfierrista empieza el primer libro de Colautti: Sebastián Dun, publicado en 1971 por Sudamericana. Se trata de un relato de iniciación que repone el catálogo de temas arltianos (el lumpenaje, el realismo urbano, la estafa, la desesperación de la vida burguesa, la redención a través de un crimen) aunque tratados bajo una extrema economía narrativa y desplegados en un vértigo de alta velocidad. El argumento es simple: un hombre preso en una cárcel o un manicomio graba en una cinta el racconto de los hechos que desembocan en su reclusión. La distorsión entre delirio y realidad (no se sabe si el monólogo del personaje narra los acontecimientos que lo han llevado al encierro o si los inventa a medida que los registra en la grabación) le permiten a Colautti burlar los convencionalismos del realismo ramplón y costumbrista, y el recurso de la grabación refuerza la velocidad del texto que se despliega como si fuera la reproducción de una cinta ininterrumpida.

El debut del autor fue auspicioso y los medios saludaron su irrupción como una buena alternativa a la literatura de esa época, que se sumaba a la estela del boom latinoamericano o emprendía osadas aventuras del lenguaje. Así, por ejemplo, Primera Plana comentaba: “Sin pretensiones estruendosas, el narrador ha buscado ordenar su historia, contarla sin apelar a vastas teorías sobre la destrucción del lenguaje, el collage y otras astucias de quienes, no sabiendo contar, aprovechan la moda”. Las reseñas de esos años también destacaban la filiación arltiana, su destreza narrativa y un estilo “directo, simple, sin pretensiones literarias”, según La Nación; o en palabras de Confirmado, “sencillo pero medido”.

La austeridad de la prosa, el ritmo trepidante con el que se suceden los acontecimientos y la brevedad del texto hizo suponer a muchos que Colautti había redactado Sebastián Dun en un rapto de inspiración. Como a un crítico de La Prensa, que subrayaba “el modo aparentemente apresurado en que ha sido realizado el libro”. Todo lo contrario, el autor componía sus textos con paciencia de orfebre.

“Escribía cuatro horas por día, todos los días en el despacho de su escribanía”, recuerda su hijo Juan, y agrega que su padre trabajaba obsesivamente sus textos, reescribiéndolos una y otra vez hasta sentirse satisfecho: “Debe haber tirado toneladas de originales”. Esa forma de corregir sus textos por sustracción les otorgó la potencia inusitada de un extracto literario concentrado y su estilo deja entrever aquello que Héctor Libertella, otro apasionado de la reescritura, llamaba “la naturalidad de lo muy trabajado”.

A pesar del relativo suceso de Sebastián Dun, Colautti no se dejó ver. Sus libros no aportaban ningún dato biográfico y jamás concedió una entrevista. En su vida cotidiana se desempeñaba en su estudio de Corrientes y Florida como el más probo de los escribanos públicos. Muchos de los que irrumpían en su despacho y lo creían concentrado en la redacción de un acta notarial ignoraban que en verdad estaba tramando su obra literaria, allí donde su experiencia rutinaria se dislocaba en las flexiones que el delirio le imponía.

De este modo, sus porteros conspiradores, por ejemplo, deciden poner una bomba en el Registro de la Propiedad Inmueble para abolir la propiedad privada y el escribano que le hace la vida imposible al encargado no termina nada bien. El autor no solía repartir sus libros entre sus amigos y familiares porque decía que si los regalaba, ellos no los apreciarían en su justa medida. Tampoco tenía interlocutores literarios. “Nunca hablaba de literatura”, cuenta Daniel Divinsky, director de Ediciones de la Flor y con quien Colautti publicó sus otros dos libros. “Sus visitas eran brevísimas, apenas lo necesario para resolver los aspectos técnicos de la edición, y no se interesaba por publicitar y promocionar sus libros. Tenía una modestia inusual en el rubro autores”, recuerda Divinsky, quien había conocido al escritor en los pasillos de Tribunales, antes de cambiar la abogacía por la edición de libros.

El ignorado adelantado

Precisamente a través de De la Flor y tras cinco años de silencio, Colautti publicó en 1976 lo que tal vez sea su mejor libro: La conspiración de los porteros. En él, el autor alcanza el equilibro entre el pulso narrativo de Sebastián Dun y el delirio desatado de Imagineta, su tercera y última nouvelle. Aquí Sebastián (personaje que Colautti utiliza en sus tres obras aunque las historias sean completamente independientes una de otra) se ve envuelto en una “novela familiar” y las visitas que realiza a cada uno de sus tíos construyen un crescendo de situaciones disparatadas donde se combinan el canibalismo, una secta de porteros anarquistas que pugna por “barrer la propiedad privada”, un gerente de compañía que convierte en gomitas de borrar a su cuñado y gurúes new age. Con pericia narrativa, el autor logra que la historia se muerda la cola y termine en el mismo punto donde había comenzado. Esa misma circularidad, algo atenuada, también está presente en sus otros textos. A lo largo del relato abundan además, tal como lo explica Gandolfo, las “matufias y chantadas del llamado Ser Nacional”. Así, por ejemplo, en un pasaje del libro, la Tía Julita organiza una fraudulenta sociedad de ayuda al necesitado y celebra reuniones de té canasta en su casa para “recaudar fondos”. Escribe Colautti: “Como venía mucha gente y cada vez más, a Julita se le ocurrió imprimir invitaciones, las invitaciones servían para una, cinco o diez reuniones. Las hizo imprimir en una imprenta de la vuelta y se las hicieron muy bien. En las invitaciones aparecía un chico de unos doce o trece años, flaco, anguloso, con la mano extendida. También hizo imprimir medallones de oro. Los rifaba todos los meses, equivalían a diez entradas”. Con este episodio, el autor parodia al “pobrismo” de Boedo y parece sintonizar en forma inconsciente con los planteos de la revista Literal, que por esos años daba pelea contra el realismo crítico y la literatura comprometida. La conspiración de los porteros aterrizó como un objeto literario no identificado y los pocos críticos que le prestaron atención se volvieron locos para tratar de explicar qué era eso: “La materia narrada es extraña, por momentos siniestra, por momentos alocada”, decía el parte cultural de la agencia Ansa. En tanto que El Día de La Plata lo describía como “un itinerario alucinante que bordea el más desenfadado surrealismo”, mientras que La Nación optaba por describir la obra como “una parábola, un símbolo”.

Al leer hoy a Colautti es imposible no preguntarse por qué pasó casi inadvertido para sus contemporáneos y cayó en el olvido. Se puede alegar que publicó poco (su obra reunida no supera las 150 páginas), y que lo hizo de manera muy salteada, como consecuencia de la forma obsesiva con la que trabajaba cada texto antes de darlo a la imprenta. También pudo haberlo perjudicado su falta de vínculos con el mundo literario, ya que cobraba escasa “visibilidad” cada vez que publicaba un libro y enseguida regresaba al anonimato de su escribanía. Pero a decir verdad, el caso Colautti no se puede comprender si no se atiende al cisma que la presencia de César Aira representó en la literatura argentina de los últimos años. La obra de Aira no sólo implicó una fuente de inspiración para una nueva generación de escritores, sino que también resignificó el valor y el lugar de autores como Copi o J. R. Wilcock en la tradición literaria. Así actualmente, a la retahíla de adjetivos con la que los desconcertados críticos trataban de capturar aquello inusitado que latía en la obra de Colautti (insólito, desopilante, surrealista) se puede sintetizarla en una sola palabra: aireano.

Una conspiracion literaria

“A papá no le gustaba que lo apuraran. Si le preguntaban cuándo iba a sacar otro libro, respondía estoy escribiendo, estoy escribiendo, como si eso fuese lo único que en realidad importara”, cuenta su hijo José, quien recuerda que entre las aficiones de su padre también se encontraba leer y releer a Ezra Pound, uno de sus escritores predilectos, y emprender largas caminatas por la ciudad que podían prolongarse durante horas. Fiel a sus premisas, Colautti demoró doce años para dar a conocer su tercer libro, Imagineta (1988), en el que decidió llevar al extremo el régimen de invención delirante que ya asomaba en su obra anterior. Desprendido de las convenciones narrativas, Colautti parece seguir al pie de la letra la ley del continuo que Aira enunciara para dar cuenta de la obra de Copi: “La posibilidad se pega al acto”. El relato corre a la velocidad de sus transformaciones. De esta manera, avanzando a los saltos, Sebastián y Diana, personajes extraídos de su primer libro, afrontan las peripecias de la historia como si ella estuviera regida por los cambiantes decorados de un tramoyista enloquecido.

Al momento de su prematura muerte, Colautti trabajaba en una cuarta novela que sus hijos todavía buscan entre sus papeles póstumos. Lo cierto es que la reedición de su obra no sólo lo exhibe como un precursor que se adelantó a su época, sino sobre todo como un muy buen escritor.

En el caso Colautti se deja entrever una inquietante utopía literaria: un mundo donde escribanos, abogados, contadores y por qué no jardineros, porteros y bañeros componen sus ficciones como los conjurados de una cofradía de autores invisibles, mientras traman la auténtica conspiración de los escritores secretos.

“El arte de la fuga” (con Sergio Nuñez) Nota de tapa Suplemento Radar Libros. Domingo 9 de septiembre de 2007

Niño mimado en los ‘60, ejemplo del escritor experimental y rodeado de un halo de intelectualismo y bohemia, Néstor Sánchez se convirtió en enigma, secreto y seña de la literatura argentina. Su vida tuvo rasgos de aventura y misticismo, fue peregrino y volvió a su tierra, donde a pesar del tiempo y el olvido, en los últimos años se lo vuelve a recuperar a través de la reedición de sus libros.

”Se me acabó la épica”, respondía lacónicamente Néstor Sánchez desde un fondo de tangos radiales en su casa natal de Villa Pueyrredón a la pregunta de por qué había dejado de escribir, en lo que sería su última entrevista (fue publicada precisamente en este suplemento, el 10 de octubre de 2001). El caso de Sánchez, fallecido el 15 de abril de 2003 a los 68 años, es uno de los mayores misterios de la literatura argentina. Celebrado en la década del 60 junto a Manuel Puig como el renovador del género novela, señalado como una de las promesas más firmes de las letras locales y difundido por las editoriales más importantes de la época, Sánchez fue considerado uno de los escritores latinoamericanos con mayor proyección. Pero de pronto cayó en el olvido. Sus libros desaparecieron de las librerías y su nombre pasó a ser una contraseña entre un reducido núcleo de seguidores. Las decisiones que Sánchez tomó a lo largo de su vida tuvieron mucho que ver con eso. Y el mercado editorial no le tuvo mucha paciencia.

No obstante, hace pocos años su obra empezó a ser reeditada merced a sellos independientes. A la reaparición en 2004 de su primera novela Nosotros dos (Alción), en 2006 se sumó Siberia blues (Paradiso), el mismo que acaba de publicar Cómico de la lengua, la única de sus cuatro novelas que aún no se había publicado en el país. Precisamente, en la mencionada entrevista, Sánchez se quejaba de que su obra no había sido bien comprendida y citaba como ejemplo que esta obra —editada originalmente en 1973 por Seix Barral en España—, no tuviera una versión local.

La novela poemática

En 1955, un Sánchez de 20 años gastaba las suelas de sus zapatos en el salón del Club Atlanta, donde se destacaba como diestro bailarín de tango e incluso llegó a integrar una compañía con Juan Carlos Copes. Aunque poco después decidió abocarse de lleno a la literatura y su pasión por los poetas franceses lo llevó a frecuentar al grupo reunido en torno de la mítica revista de la generación del 50, Poesía Buenos Aires. Tanto que Edgar Bayley, Francisco Madariaga y Enrique Molina se convirtieron en sus amigos y lo alentaron a publicar sus primeros textos. Sin embargo, como según sus propias palabras, la poesía no se le daba, optó por una apuesta tan arriesgada como original: forjó lo que él mismo bautizó “novela poemática”, un género que nació y murió con él y que exige del lector una adhesión por resonancias musicales antes que por el progresivo develamiento de una trama.

Tras un comienzo dubitativo con el libro de relatos Escuchando a tu hijo, del que más tarde renegaría, Sánchez se abalanzó sobre la literatura con ímpetu. Su primera novela, Nosotros dos, fue publicada en 1966 por Sudamericana con el espaldarazo de Julio Cortázar, a quien Sánchez había enviado el manuscrito y citaba en un epígrafe con un fragmento de Rayuela. Esa supuesta cercanía hizo que muchos vieran en Sánchez a un mero epígono de Cortázar, aunque en verdad lo profundizó, casi lo llevó al extremo utilizando procedimientos al borde de la ilegibilidad.

Para comprender el aporte que implicó su obra en una década obsesionada por el realismo crítico y el compromiso de cuño sartreano, basta decir que Sánchez incorporó a la novela algunas de las experiencias claves en la cultura popular del siglo XX como el tango, el jazz y el cine. Pero no lo hizo desde la óptica del referente; lo importante no es que sus novelas hablen de tango, de jazz o de cine, sino que son tango, jazz y cine.

Sus influencias abarcan desde Cortázar hasta sus contemporáneos y admirados escritores beatniks, especialmente Allen Ginsberg y Jack Kerouac, pasando por James Joyce, el surrealismo y algunos poetas franceses como René Daumal y Guillaume Apollinaire. El mismo Sánchez se jactaba de que sus novelas “no se podían contar por teléfono”, ya que no hay que preguntar de qué tratan sino a qué suenan. La lectura de su obra muchas veces exige volver sobre un párrafo, precisamente en el momento en que el lector descubre que se dejó arrastrar por la música de la frase y perdió el sentido de lo que se estaba diciendo. Así, si Nosotros dos resuena bajo la cadencia del tango, Siberia blues (1967) lo hace bajo los estándares del free jazz, del que Sánchez había extraído su heterodoxa metodología de trabajo, tal como lo enunció en El lenguaje jazzístico suerte de manifiesto personal publicado el 25 de julio de 1967 en el semanario Primera Plana. Según escribió, “Concentrándose en este ejemplo (el del jazz), la novela —finalmente arte—, una vez que los invasores se dediquen a las ciencias ocultas y a las religiones monoteístas, podrá desmantelarse como género, abrir las formas hasta que no quede nada de ellas. O sea, lo mismo que acaban de cumplir ciertos músicos de jazz: primero tomaban un tema conocido y a su conjuro improvisaban, es decir, corrían la aventura para, después, retomar el tema; poco tiempo más tarde mantuvieron el tema pero ya sólo como punto de partida, riéndose de él y de la posibilidad de decidir no retomarlo”.

Sánchez operó de igual modo con la frase: un comienzo convencional y una progresiva expansión que fuga del sentido para instalar su propio ritmo hasta retomar finalmente “lo que se quería decir”, como si el idioma fuera su propio instrumento musical. A su vez, un párrafo puede contener los diversos planos temporales de una cronología fracturada y recobrada según los vaivenes evocativos de la memoria. Este dogma creativo le imponía ir siempre a la página en blanco “sin ningún plan de escritura” para liberar allí las fuerzas puras de la improvisación. De ese modo lo recuerda su hijo Claudio: tirado en el suelo y tipeando frenéticamente su Remington a fines de los ‘60, mientras sonaba a todo volumen un disco de John Coltrane o Sonny Rollins.

La aparición de Siberia blues y su mundo de lúmpenes aristócratas confirmó todo lo insinuado en su antecesora y el escritor ocupó la consagratoria doble página de la sección Textos de Primera Plana, por la que ya habían pasado Cortázar y Puig. Sus artículos se publicaban en el diario El Mundo y en revistas de vanguardia literaria, y hasta se midió con Borges en una entrevista que le realizara para la revista Artiempo y en donde le reprochó que su pasión por la metafísica no hubiera ido nunca más allá de una actitud filológica.

El miedo a la muerte

Pese a este despegue, Sánchez no se sentía cómodo. Lo aquejaba la mayor de sus obsesiones: el miedo a la muerte, que lo acompañaba desde el fallecimiento de su padre, cuando él sólo tenía 14 años. “Condenado a tener conciencia cotidiana del nunca pero nunca más, siempre me llamó la atención la forma en que mis semejantes desaluden el drama y viven, en realidad, como si fueran eternos. Mi único consuelo de la angustia permanente fue escribir. Al hacerlo, solo atiné a recordarle a mis semejantes que se iban a morir a plazo fijo”, recordaría a fines de los ‘80.

Angustiado por lo que llamaba “la estafa biológica”, Sánchez partió en busca de algunas certezas en los años ‘60. Visitó Chile y Perú, donde se inició en la doctrina del místico ruso George Ivanovitch Gurdjieff. A su regreso escribió El amhor, los orsinis y la muerte, publicada en 1969. En este caso, el tono nostálgico y evocativo de sus anteriores obras fue reemplazado por una experimentación radical. Los rumores indicaban que la había escrito bajo los efectos de la droga, lo que fue negado por el propio Sánchez, al tiempo que admitía haber experimentado con la marihuana por imitación de la beat generation, pero que no había podido escribir nada en ese estado.

De todas formas, el autor no participó de la polémica alrededor de su tercera novela, ya que había dejado otra vez el país y a su familia, al amparo de una beca del programa de escritura de la Universidad de Iowa, que dejó luego de cuatro meses por no poder soportar “ese desierto, esa soledad espantosa”. Así fue como aterrizó en Caracas y se vinculó a la editorial Monte Avila, para la que realizó traducciones y preparó la antología Veinte narradores argentinos, que incluía textos de escritores jóvenes como Ricardo Piglia, Miguel Briante, Héctor Libertella y Germán García. De Venezuela voló a Roma, donde vivía su hermano Carlos. Ya allí, ante la imposibilidad de ganarse la vida y a pesar de su “asco creciente por el boom de la literatura latinoamericana”, optó por probar suerte en Barcelona: “Solicité humildemente una traducción en Seix Barral y me contestaron con un montón de dinero como anticipo de la reedición de mis tres libros. Un pequeño milagro. Dije, mintiendo, que tenía una novela en marcha (ya no quería ni siquiera escribir) y me pagaron por mes, durante un año, lo que terminó siendo Cómico de la lengua.

En esta suerte de regreso, Sánchez hizo uso de un recurso remanido: el hallazgo de un manuscrito. Salvo que lo utilizó a la manera de Macedonio Fernández, para crear una ficción dentro de la ficción que le permita al narrador hacer presente la escena de la escritura y parodiar los recursos de la novela realista. En esta obra también es evidente la influencia de las doctrinas de Gurdjieff, a las que el autor ya estaba muy ligado, sobre todo, en la figura de Alejandro Kressel, un maestro que imparte enseñanzas y ejercicios de orden místico a los personajes. Pero la novela se sostiene gracias a la escritura de Sánchez, poblada de neologismos y juegos de palabras, y alimentada por esa respiración tan particular que le confiere a cada página un carácter único e inimitable.

De España, Sánchez se trasladó a París, donde la prestigiosa Gallimard lo recibió con los brazos abiertos. Le encargaron varias traducciones y le publicaron Nosotros dos y Cómico de la lengua. Durante su estadía parisina también escribió una adaptación cinematográfica de El amhor, los orsinis y la muerte que le presentó a François Truffaut, quien opinó que era un excelente guión para escribir una novela. Sin embargo, ni su pasión por el cine ni la cercanía de sus amigos Cortázar y Héctor Bianciotti pudieron apartarlo de su recurrente obsesión con la muerte. El fallecimiento de una hija de ocho meses, producto de una nueva relación, agudizó su crisis y perturbó su equilibrio psíquico. Así, la escritura como vía de conocimiento trascendente dejó de ser una opción y se aferró aún más al misticismo. “Creí que con los libros de Carlos Castaneda y la enseñanza de Gurdjieff se podía conquistar más vida y llegar a los 300 años. Fue un convencimiento delirante que me tomó por entero”, confesaría a su regreso a Buenos Aires. En esa apuesta a todo o nada, Sánchez decidió seguir las indicaciones de su instructor, quien lo envió a Estados Unidos para que se encontrara a sí mismo. Así fue que desapareció de los lugares que solía frecuentar, cortó todo contacto con sus conocidos y soltó amarras de su vida de escritor consagrado para enfrentarse a una experiencia que lo pondría al límite de sus fuerzas físicas y mentales. El manuscrito que incineró antes de partir tenía un título por demás elocuente: El arte de la fuga.

Experiencia extrema

Apenas llegado a Estados Unidos, Sánchez dictó talleres literarios en una universidad de Los Angeles hasta que, siguiendo a rajatabla la doctrina de Gurdjieff —que recomienda apartarse de los automatismos de la vida cotidiana para conseguir una mayor atención sobre el presente—, se convirtió en un vagabundo que recorría las calles de San Francisco y Nueva York, durmiendo en autos y casas abandonadas. Un registro de estas experiencias puede hallarse en los relatos de La condición efímera (que Sudamericana publicaría en 1988), especialmente en “Diario de Manhattan”. Allí, al comentar un viaje de costa a costa en un bus Greyhound, Sánchez alumbra un momento de extrema condensación poética: “En alguna medida este ómnibus célebre es el colectivo digamos ciento diez, de colores vivos, en tren de conducirme a la matinée del cine veinticinco de mayo”. Su aislamiento alcanzó tal punto que en Argentina un grupo de lectores le rindió homenaje, creyéndolo muerto. No obstante y para sorpresa de todos, Sánchez regresó en silencio al país en 1986.

Desgastado por sus años de homeless, había solicitado ayuda a su familia para que lo repatriara, y así fue que se reencontró con su hijo Claudio y se instaló en la casa que su madre todavía conservaba en Villa Pueyrredón. Tras una larga recuperación de los estragos que le había provocado aquella experiencia callejera, Néstor Sánchez logró reunir algunos apuntes tomados en esos años y con ellos compuso los relatos del ya citado La condición efímera, que terminaría siendo su despedida de la literatura. Después intentó seguir escribiendo e incluso preparó la solicitud para una beca Guggenheim, a la que finalmente no se presentó. Decía que lo trababa “la sensación global de haber dicho ya todo”, sentía que “la escritura había alcanzado la vida” y ya no podía crearse a sí misma como antes: la épica se había extinguido.

En esa época también coordinó talleres literarios y recibió el apoyo de varios lectores consecuentes como Pablo Ingberg, Hugo Savino, Mariano Fiszman y Roberto Raschella, que no lo habían olvidado y con quienes solía encontrarse en algunos bares de Chacarita. Sus últimos años transcurrieron entre penurias económicas, promesas incumplidas de algunas editoriales de reeditar su obra y la triste certeza del final tan temido. Al igual que sus personajes, Sánchez vivió animado por un perpetuo instinto de fuga. Alguna vez habló de haberse querido ir, sin saber con precisión adónde, pero “sin duda para siempre” y de dejarse atrás a sí mismo para terminar con las frases hechas. Y en ese afán de desprenderse de su existencia como de una antigua piel, quizás haya logrado vivir sus anhelados 300 años.

“Haciendo Cola” (con Sergio Nuñez) Nota de tapa Suplemento Radar. Domingo 7 de enero de 2007

A fines de los años ‘40, un bioquímico de apenas 22 años que trabajaba para una fábrica de Fernet catando bebidas y creando recetas, descubrió el que se consideraba uno de los secretos mejor guardados del mundo: la fórmula de la Coca-Cola. Ni lento ni perezoso, mudó el laboratorio al patio de su casa de Devoto, le ganó el primer juicio del mundo a la multinacional por el uso de la palabra “Cola” y empezó una empresa que en los siguientes veinte años se convertiría en un éxito nacional tan grande que hasta se le atribuía al mismísimo Perón. Y que murió con el desmantelamiento de la industria industrial, los almacenes y el sifón de mesa.

Si esta historia fuera una película, seguramente comenzaría en un laboratorio. Apenas iluminado por la luz mortecina de una bombita de 25 watts, la primera toma mostraría a un científico enfundado en su guardapolvo blanco en el preciso instante en que descubre, por accidente, una valiosísima fórmula secreta. Casi como si hubiera dado con la piedra filosofal del siglo XX, aunque en este caso, en vez de transmutar el plomo en oro, lograra convertir el agua en (algo similar a la) Coca-Cola. Sin embargo, la historia es real y su protagonista se llama Saúl Patrich, el creador de la bebida argentina más popular de los años ‘60: la Refres-Cola.

Eureka: un hallazgo accidental

En 1948, Patrich era un técnico químico especializado en bromatología que, pese a sus escasos 22 años, ya había trabajado para diversas firmas elaboradoras de bebidas como asesor y degustador profesional. Esta experiencia le había permitido desarrollar un “paladar absoluto” y con sólo probar un sorbo era capaz de detectar sus componentes. Tal vez por eso los dueños de Fernet Leocatta, para quienes trabajaba, acudieron a él como su última salvación: su Fernet era un fracaso, pero un distribuidor se había comprometido a comprarles toda la producción si cambiaban de rubro y lograban una imitación de un conocido amargo serrano. “¿Usted puede hacerlo?”, le preguntaron a Patrich, y de inmediato le extendieron un vaso con el producto a emular. El joven técnico hizo un buche y dejó que el líquido recorriera su boca para estimular las papilas gustativas, sopesó sus componentes, realizó unos cálculos mentales, tragó y respondió: “Dénme una semana”.

Luego visitó una herboristería y compró todo tipo de hierbas, las llevó a su laboratorio, las trituró, las maceró en alcohol y elaboró ocho muestras distintas. De una de ellas derivaría el amargo serrano que le habían solicitado y las siete restantes serían descartadas. Pero sucedió algo inesperado: “En la prueba número 6 encontré una pista —recuerda como si narrara una investigación detectivesca—. Al principio no sabía adónde me iba a llevar, aunque intuí que podía ser algo grande; así que me dediqué día y noche a experimentar con esa muestra para ver si podía dar con la clave de ese gusto tan extraño”. Y si bien a él mismo le costaría creerlo, esa pesquisa resultó clave para acercarse al sabor de aquella gaseosa de color negro y nombre raro originaria de los Estados Unidos.

Seis años antes, el lunes 3 de agosto de 1942, Coca-Cola había llegado al país y su primer aviso publicitario se difundía en los principales diarios a página completa. “Usted no olvidará jamás la inefable sensación de frescura y exquisito sabor de Coca-Cola”, decía el spot, pero a la vez advertía: “Eso sí, pídala siempre ¡bien helada!”. Hasta ese momento, el mercado de las gaseosas estaba dominado por Bilz, Pomona y Crush, los chicos tomaban chocolatada Vascolet y deportistas como Juan Manuel Fangio y el futbolista Vicente de la Mata recomendaban Kero, una bebida nutritiva “rica en dextrosa (sic)”.

Para imponerse en el gusto popular, Coca-Cola desplegó una enorme campaña publicitaria que aún continuaba seis años después de su arribo a estas tierras, y de ese modo llegó a manos de quien desentrañaría su preciado secreto: “Una tarde encontré un camión gigante de Coca-Cola en la esquina de casa, en Beiró y Bermúdez”, rememora Patrich, y agrega con una sonrisa: “Había dos chicas lindísimas: una rubia y una morocha repartiendo botellitas. Como no me podía decidir, le pedí una a cada una”. Apenas entró a su hogar, el químico destapó uno de los envases y probó su contenido. “No está mal”, pensó. Era un gusto nuevo, absolutamente original. Guardó la segunda botella y sólo la retiró días más tarde, para llevarla a su precario laboratorio en la fábrica Leocatta y cotejar su contenido con los resultados de su experimento número 6. Allí trabajó día y noche, haciendo innumerables pruebas hasta dar con la fórmula. “Era medianoche —señala don Saúl—, pesé cada hierba por separado en la balanza de precisión y anoté cuidadosamente las cantidades. Luego hice un jarabe con 50 gramos de azúcar, y le agregué acidez tartárica. Mezclé todo, lo diluí con agua y lo probé, lo comparé con la Coca-Cola y grité: ‘¡Lo tengo!’”.

La batalla por el nombre

Al poco tiempo, Patrich dejó su puesto en la firma Leocatta y abrió su propia fábrica… en los dos metros cuadrados que abarcaba el patio trasero de su casa. Allí ajustó su fórmula y preparó varias jarras que dio a probar entre familiares y vecinos.

—Es muy bueno. ¿Cómo se llama? —le preguntaban.

—Refres-Cola —respondía, con el pecho henchido de orgullo.

No obstante, pronto se toparía con un problema. “Yo quería registrar el nombre ‘Refres’ porque consideraba que ‘Cola’ era de uso genérico, pero Coca-Cola se oponía”, afirma. Claro que eso no lo amedrentó, todo lo contrario; y se puso a investigar a su contrincante. “Las bebidas cola son ácidas, y la acidez puede ser cítrica o tartárica, aunque en el caso de la Coca-Cola no detectaba ninguna de las dos”, explica el técnico, a quien le llevó tres años resolver el misterio: “Un día se me ocurrió consultar el código bromatológico de Estados Unidos y vi que ahí estaba permitido el ácido fosfórico. Entonces hice nuevas pruebas y descubrí que ésa era la sustancia responsable de la acidez de la Coca-Cola”.

Con ese dato, descubierto en los fondos de una modesta casa de Devoto, le inició juicio a una de las compañías más grandes del mundo: “Mi argumento era que la marca estaba mal concedida, porque ellos utilizaban ácido fosfórico, que en ese entonces no estaba habilitado por el código bromatológico de nuestro país”. Y debió ser un argumento de peso porque los abogados de Coca-Cola le propusieron llegar a un acuerdo para evitar el juicio. Así, la palabra “Cola” pasó a ser de uso genérico y pudo ser utilizada por otras bebidas.

Los duros inicios

Patrich había ganado la batalla por el nombre, pero ahora tenía que convertirlo en una marca reconocida. Para empezar, la Refres-Cola no era una gaseosa sino un jarabe concentrado listo para ser diluido con soda. De hecho, su etiqueta mostraba una familia tipo con el padre en el acto de accionar un sifón. Sus ventajas consistían en que podía ser utilizada mucho después de abierto el envase, sin perder sus cualidades, y que cada persona podía regular la intensidad del sabor a su gusto, como una gaseosa bajo el concepto “hágalo usted mismo”. Aunque su principal atributo era económico, como proclamaba uno de sus slogans: “Con una botella sola / 40 vasos de Refres-Cola”. Es decir que rendía casi 10 litros por botella. “Y aparte era más saludable —añade don Saúl— porque no contenía ácido fosfórico ni cafeína, que son las sustancias más cuestionadas de la Coca-Cola.” Pese a todo esto, no le fue sencillo imponer una bebida elaborada en el patio de su casa, con una cuba de madera de 200 litros sin bombeador ni filtro, y cuyas botellas eran llenadas, etiquetadas y encorchadas a mano, una por una, por el propio Patrich y sus hermanos.

El primer almacén que exhibió la Refres-Cola estaba en Canning y Warnes. El químico hacía el reparto a bordo del colectivo 124. “Cuando llegaba al comercio dejaba los cajones afuera, me asomaba y gritaba: ‘¡Un cajón de Refres-Cola!’. El dueño me pedía que lo bajara como si tuviera el transporte estacionado en la puerta. Entonces yo salía, esperaba un poco, y volvía a entrar con el cajón”, recuerda risueño. Luego alquiló una camioneta con chofer una vez por semana. La Refres-Cola empezó a ganar clientes y su dueño, dolores de espalda, por cargar los 12 kilos que pesaba cada cajón. Ese moderado éxito lo obligó a trasladar la “fábrica”: tras compartir una planta con otra firma en Haedo, tuvo su primera sede propia en un modesto galpón de Navarro al 4547, equipado con una llenadora de seis picos, una encorchadora manual, una bomba y un filtrador. Las ventas crecieron bastante, pero después se estancaron. Sin embargo, a Patrich le aguardaba un inesperado golpe de suerte.

El enigmático señor Pollak

Una tarde de 1955, el técnico recibió la visita de un desconocido que se presentó como León Pollak, quien le ofreció comprar toda su producción para ser su representante exclusivo.

—¿Pero usted sabe cuál es nuestra producción? —le preguntó Patrich.

—No, pero eso es un detalle menor —contestó Pollak en tono despectivo.

El dueño rechazó la oferta. No obstante, días más tarde, recibió un llamado de Raúl Pereyra, director de la agencia de publicidad Naype: Pollak le había encargado una gigantesca campaña publicitaria para difundir la Refres-Cola y él había preparado afiches para vía pública y tenía reservados espacios en diarios, revistas y radios. Pero Pollak había desaparecido y la agencia quería saber cómo recuperar el dinero invertido. “Lo lamento —se excusó Patrich—. Yo tengo una pequeña fábrica y no puedo afrontar semejante gasto.” Entonces Pereyra le propuso un pacto de caballeros: él asumiría la inversión y si la campaña daba resultado, se cobraría los costos de las ganancias. En cambio, si fracasaba, el químico no tendría que pagar nada.

El slogan ideado por la agencia destacaba la principal virtud de la bebida, era efectivo y hasta admitía cierta belleza poética: “Haga cola con Refres-Cola… y verá que resulta más”. A las semanas, esa frase empapelaba las paredes de Buenos Aires, se leía en los laterales de los tranvías, en las páginas de los diarios y se escuchaba en forma de jingle por las principales radios. La repercusión fue descomunal y la capacidad productiva de la modesta sede de la calle Navarro se vio rápidamente desbordada. “Recibimos tantos pedidos que los camioneros se llevaban las botellas sin etiquetar y pegaban las etiquetas en el camino”, rememora don Saúl.

Auge y caída

Dos años después de esa campaña, el 12 de octubre de 1957, quedó inaugurada la nueva fábrica de Refres-Cola: una planta modelo totalmente automatizada que ocupaba una manzana completa de Ciudadela; y con ella comenzó la edad dorada de la bebida, que se extendió desde fines de los ‘50 hasta principios de los ‘70. De Rivadavia 12120 partían 20 camiones por día a las órdenes de las 28 distribuidoras que hacían llegar la Refres-Cola a todo el país. Los salones de fiestas encargaban damajuanas para preparar sus propias jarras de gaseosa y hasta hubo un pedido de Aerolíneas Argentinas, que en uno de sus vuelos convidó a sus pasajeros con la cola nacional. “Pero se ve que no prosperó porque no volvieron a pedirla”, dice Patrich.

Durante los ‘60, Refres-Cola fue un habitual auspiciante de programas de radio y televisión. Su repercusión fue tal que los memoriosos aún recuerdan el rumor que afirmaba que la bebida había sido un invento de Juan Domingo Perón para amargarle la vida a los capitales foráneos, versión que el técnico desmiente a carcajadas.

Publicidad directa
Para posicionar su producto y competir con Coca-Cola, Saúl Patrich tuvo que recurrir al ingenio; y a tal fin le pidió ayuda al actor Max Berliner, con quien el técnico químico y su mujer tomaban clases de teatro en ídish en la escuela Scholem Aleijem.
De esa relación, una amistad que se mantiene hasta la actualidad, surgió la idea de montar una suerte de escena de teatro callejero en la que Berliner entraba a bares, restaurantes, cafés y almacenes a solicitar la primera cola nacional y detrás de él, separados por pocos minutos, ingresaba Patrich en su rol de vendedor.
—Por favor, una botella de Refres-Cola —pedía el actor.
—No, no tengo. Sólo me queda Coca-Cola —recibía siempre como respuesta.
—¿Cómo que no le queda? Yo quiero Refres-Cola —insistía el supuesto interesado.
Berliner recuerda: “Empezamos en la esquina de Corrientes y Canning (hoy Scalabrini Ortiz), primero por una vereda, hasta Juan B. Justo, y regresamos por la otra, hasta el mismo punto de partida”. Y agrega entre risas: “Como actor, Saúl era un poco duro, aunque evidentemente su parte no la hizo tan mal porque obtuvo un montón de pedidos”.
“El resultado final de esa gira fue 18 cajas vendidas, todo un record. Era el efecto de la publicidad directa”, rememora Patrich.
Los vaivenes de la industria a mediados de los ‘70 y la lenta aunque inexorable decadencia del almacén y el sifón, sus dos principales aliados, signaron el declive de la Refres-Cola, cuya producción continuó hasta fines de los ‘80, cuando los costos de distribución hicieron el negocio inviable. A principios de los ‘90, como un amargo signo de aquellos tiempos, don Saúl vendió la marca de la primera bebida cola argentina a una multinacional, que sólo la utilizó para una efímera campaña publicitaria. Hoy, a casi 60 años de su descubrimiento, Patrich se enorgullece: “Creé un producto nuevo y logré que entrara a todos los hogares. Esa es mi mayor satisfacción”, sostiene. Sin embargo, si bien no lo proclama, también es el responsable de un capítulo significativo en la memoria emotiva del país.
Quizás en algún bar desmemoriado todavía sea posible pedir una Refres-Cola, echar una medida en el vaso, agregar soda y brindar por eso.