Adolfo Couve: la vuelta del arte de escribir

Por Ariel Idez

Narrativa extranjera. “Tres novelas breves”, con prólogo de César Aira, vuelve a poner en manos de los lectores la obra del maestro chileno.

Entre los múltiples significados de la palabra “cuadro” hay dos que definen el anhelo artístico de Adolfo Couve: “obra pictórica” y “descripción tan viva y animada, que el oyente o el lector puedan representarse en la imaginación la cosa descrita”. Tras veinte años de silencio, vuelve a estar a disposición de los lectores argentinos la obra de un artista que relegó una promisoria carrera como pintor para arriesgarlo todo en la literatura.

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“El fin del nomadismo”, Suplemento Radar Libros, Domingo 5 de julio de 2009

Fue su último libro, publicado originalmente en 1988. Con la reedición de La condición efímera casi toda la obra de Néstor Sánchez ha vuelto a la circulación.

Usted escuchará algo cercano a la pura espontaneidad en estas performances”, escribía el pianista Bill Evans en la introducción al disco Kind of blue. Algo similar podría decirse para presentar los relatos de La condición efímera, el libro que Néstor Sánchez publicó originalmente en 1988 y que ahora reedita Paradiso. No caben dudas de que Sánchez ocupa un lugar en el panteón de la narrativa experimental argentina, junto a nombres como Osvaldo Lamborghini o Héctor Libertella. Sin embargo, su obra parece haber corrido una suerte inversa a la de aquéllos: celebrada en su momento como una de las más originales y prometedoras de principios de los setenta, se trasladó del centro al margen mientras el nombre de su autor devino en la contraseña de un puñado de entendidos.

El mito de Sánchez parece haber perjudicado la lectura de sus textos: bailarín profesional de tango junto a Juan Carlos Copes en su juventud, novelista celebrado por Cortázar y el semanario Primera Plana, viajero trashumante por Latinoamérica y Europa una década después, Sánchez fue publicado por Seix Barral en España en pleno boom de la literatura latinoamericana y Gallimard le editó en francés su primera y cuarta novela, pero su hastío no hacía más que crecer, fogoneado por una obsesiva conciencia de la finitud de la vida. En busca de respuestas, se acercó a las propuestas del místico ruso George Gurdjieff y ahí encontró una justificación para prolongar la vida y continuar la obra. En ese plan, siguiendo el consejo de su instructor, se trasladó en 1980 a los Estados Unidos y allí se despojó de todo para vivir como vagabundo en las calles de Manhattan y Los Angeles.

Sánchez regresó al país en 1986, cuando sus lectores lo daban por muerto (incluso llegaron a hacerle homenajes en su ausencia), pero logró recuperarse y dos años después editó La condición efímera. Si bien el volumen incluye relatos anteriores, la mayor parte de los cuentos fueron escritos a su regreso, en base a borradores que el escritor le enviaba a su madre desde Norteamérica, cuando podía reunir el dinero necesario para la encomienda postal. De ahí que muchos de los textos reconozcan un sesgo biográfico. Diario de Manhattan resulta muy ilustrativo al respecto: no sólo narra las vicisitudes de Sánchez como clochard en una ciudad que su amarga visión identifica con la decadencia de la cultura occidental, sino que también describe sus esfuerzos por seguir los ejercicios de la doctrina Gurdjieff, entre los que se cuenta el de escribir con la mano izquierda. En Ley del tres se ficcionaliza un episodio real, en el que el autor intentó reunir en Nueva York a su antigua pareja con su mujer de entonces y alojarse todos juntos en el mismo departamento; Adagio narra, sin nombrarlo jamás, el encuentro que el escritor y su amigo Hugo Gola tuvieron con el poeta Juan L. Ortiz en su casa de Entre Ríos. De todas formas, a pesar del sustrato referencial, Sánchez no renuncia ni un ápice a su estilo único e inimitable, más atento a la sonoridad musical de las palabras que al sentido que encadenan.

Con este libro de relatos está casi completa la reedición de la obra de Sánchez; sólo restaría su tercera novela: El amhor, los orsinis y la muerte. En 2004 Alción dio el primer paso con Nosotros dos, a la que siguió Siberia Blues y Cómico de la lengua (Paradiso). Al echar una mirada a todos sus libros puede advertirse cómo el autor, en la misma medida que extremaba sus procedimientos, pasó de cierta nostalgia barrial en sus dos primeras novelas a una experimentación más radical, hasta que los motivos místicos a los que se había abocado acabaron por filtrarse en su narrativa.

Aciago destino el de Sánchez, a pesar de haber fallecido en 2003 no pudo volver a escribir. Decía que se le había acabado la épica, que en su caso equivalía a un compromiso total y absoluto con una escritura que se juega en cada párrafo al límite mismo del silencio. La reedición de La condición efímera hace justicia al estilo irrenunciable y sin concesiones con el que construyó una voz única en la literatura argentina.

“El capitán de las lluvias” (con Sergio Nuñez) Suplemento Radar, Domingo 22 de febrero de 2009

Los servicios meteorológicos son tristemente célebres por no acertar buena parte de sus pronósticos. Sin embargo, hace 70 años, en pleno auge del electromagnetismo, un ingeniero entrerriano osó ir mucho más allá de las predicciones. Y no conforme con anunciar lluvias, se propuso provocarlas. Su nombre era Juan Baigorri Velar y aseguraba haber inventado una máquina que hacía llover. Entre sus discutidos logros se cuenta haber detenido una sequía de tres años en Santiago del Estero, otra de ocho en San Juan y, por gusto, regalarle una tormenta a Buenos Aires en enero de 1939.

Corrían los últimos días de diciembre de 1938 cuando Juan Baigorri Velar, un entrerriano de Concepción del Uruguay criado en Buenos Aires, se presentó ante la opinión pública con su original invento. Para ese entonces, el hombre ya contaba con 47 años, el título de ingeniero en Geofísica de la Universidad de Milán y cuatro continentes recorridos al servicio de diversas compañías de combustible para las que realizaba estudios sobre composición de suelos y exploración petrolífera. A fin de ayudarse en su trabajo, Baigorri había desarrollado y construido en Italia sus propios instrumentos de precisión que le permitían detectar la presencia de minerales y las condiciones electromagnéticas de los suelos. La eficacia de estos dispositivos quedó demostrada en una breve visita al país durante la cual lideró la misión científica que descubrió el Mesón de hierro, un aerolito caído 200 años antes en el impenetrable monte chaqueño. El prestigio del ingeniero también motivó el llamado de Enrique Mosconi para repatriarlo definitivamente e invitarlo a formar parte de la naciente YPF en enero de 1929. Sin embargo, nada de esto hacía presagiar el fortuito descubrimiento que cambiaría su vida: un artefacto para hacer llover a voluntad.

UN HALLAZGO CASUAL

“En 1926, mientras trabajaba en Bolivia en la búsqueda de minerales utilizando un aparato de mi invención, noté algo curioso. Cuando conectaba el mecanismo y éste se ponía en funcionamiento, se producían lluvias ligeras que me impedían trabajar. Me llamó la atención el fenómeno y consideré que esas pequeñas lluvias podrían ser originadas por la congestión electromagnética que la irradiación de mi máquina producía en la atmósfera”, explicó Baigorri a los periodistas de Crítica cuando le preguntaron sobre la génesis de su creación.

Por aquellos años, el “telégrafo sin hilos” de Guillermo Marconi ya se había popularizado y en el electromagnetismo parecían estar cifradas las mayores esperanzas de la humanidad. Y también las más grandes amenazas si se tiene en cuenta el “Rayo de la Muerte” que el heterodoxo científico Nikola Tesla había presentado en 1924 como el arma más mortífera jamás inventada por el hombre. Según este serbio radicado en Estados Unidos, el rayo despedía ondas electromagnéticas invisibles capaces de derribar un aeroplano a 400 kilómetros de distancia. Y también decía poder utilizar los campos magnéticos para producir y distribuir sin cables ilimitadas cantidades de electricidad. Aunque sus extravagancias y algunos accidentes le valieron el descrédito de sus contemporáneos, hoy se admite que el control remoto, el radar y el horno a microondas, entre otros elementos de la vida moderna, se han desarrollado en base a sus investigaciones.

Contemporáneo de Tesla e ilusionado por su hallazgo casual, Baigorri se entregó a numerosos estudios con el objetivo de perfeccionar el dispositivo que a su entender provocaba las precipitaciones. “Modifiqué la constitución y potencia del mecanismo, combiné metales radioactivos y reforcé el poder de las sustancias químicas”, comentó el inventor que durante 12 años recorrió de incógnito la frontera uruguayo-brasileña y buena parte de Argentina, allí donde los lugareños atribuían a la naturaleza las lluvias que él adjudicaba a su artefacto. Su obsesión fue tal que lo llevó a mudarse para evitar que la humedad de su casa de Caballito dañara sus instrumentos. Para eso, un día recorrió de punta a punta en tranvía la Avenida Rivadavia, munido de un altímetro que le permitió detectar el punto más elevado de la ciudad, a la altura de la calle Araujo, en el barrio de Villa Luro. Al poco tiempo, se instaló con su esposa e hijo adolescente en una casona de la esquina de Araujo y Ramón L. Falcón, en cuyo altillo montó un laboratorio donde continuó sus investigaciones. Y según su propio testimonio, desde allí también aguó varios fines de semana de 1938: “Las lluvias de julio fueron mías”, le aseguró a Crítica.

El resultado de sus estudios fue una caja del tamaño de un televisor de 14 pulgadas que contenía “una batería eléctrica, una combinación de metales radioactivos fortificados por el aditamento de sustancias químicas y dos antenas de polo negativo y positivo”. Esas antenas enviaban al cielo las emisiones electromagnéticas que generaban los metales de la caja con el propósito de provocar la congestión atmosférica y desencadenar la precipitación pluvial.

EL PRIMER GRAN DESAFIO

Convencido de la eficacia de su invento, el ingeniero decidió darlo a conocer. Así fue como se presentó en las oficinas del Ferrocarril Central Argentino y se entrevistó con su gerente, mister Mac Rae, para que le brindara apoyo logístico y diera fe de la efectividad de su aparato. “Así que usted puede hacer llover. Entonces, haga llover en Santiago del Estero”, cuentan que le dijo el directivo mientras esbozaba una sonrisa y se apoltronaba en el sillón de su oficina. La provincia sufría una de las peores sequías de su historia y llevaba tres años sin precipitaciones significativas pero, lejos de amilanarse, Baigorri aceptó el convite y hacia allí partió, acompañado por Hugo Miatello, jefe de Fomento Rural del ferrocarril, quien viajó como representante de la empresa y testigo de la experiencia.

Ambos arribaron en noviembre a la localidad de Pinto, azotada por el caluroso viento norte y un sol que caía a plomo sobre la tierra reseca. Según Miatello, minutos después de que Baigorri accionara su máquina, el viento cambió de dirección y comenzó a soplar del este, mientras el cielo se cubría paulatinamente de nubes. Doce horas más tarde, cayó un ligero chaparrón y apenas se apagó el artefacto, retornó el viento norte. No conforme con esto, el inventor se dispuso a construir un dispositivo de mayor potencia y, junto a Miatello, regresó a Santiago el 22 de diciembre. El gobernador Pío Montenegro les facilitó la escuela granja de la provincia y tras 55 horas de funcionamiento, el aparato borró tres años de sequía con una tormenta que se prolongó por once horas y descargó 60 milímetros de agua sobre la capital santiagueña.

REGRESO TRIUNFAL

De vuelta en Buenos Aires, Baigorri fue recibido como un héroe y varios diarios se hicieron eco del acontecimiento. Al punto de que The Times, de Londres, lo entrevistó telefónicamente y un ingeniero norteamericano le hizo una oferta para adquirir la patente, lo que Baigorri rechazó con encendido patriotismo: “Soy argentino y quiero que mi invento beneficie a mi país”, le contestó.

Aunque el “Júpiter moderno”, como lo apodó la prensa, también debió hacer frente al escepticismo de la comunidad científica y a las críticas de su principal detractor: el titular de la Dirección de Meteorología, Alfredo Galmarini, quien calificó al experimento de “parodia” y sostuvo que las lluvias de Santiago habían sido anunciadas. A lo que Baigorri respondió mostrando un recorte del pronóstico publicado por el diario El Liberal, donde se leía: “Santiago del Estero, Chaco y Formosa: bueno y caluroso, con poco cambio de la temperatura”. Galmarini no se dio por aludido y burlonamente afirmó: “Aumentando la potencia del aparato y multiplicando en gran cantidad su número podríamos llegar sin mayor esfuerzo mental al diluvio universal”, para concluir, categórico: “No sólo no creo en la seriedad del inventor, sino que también considero que se trata de un canard como no habíamos visto otro en el terreno de la meteorología”. La réplica no se hizo esperar. “Como respuesta a las censuras a mi procedimiento, regalo una lluvia a Buenos Aires para el 3 de enero de 1939”, vaticinó el “revolucionario del cielo”. La nota, firmada de su puño y letra, fue publicada por Crítica el 27 de diciembre. El desafío estaba planteado.

AÑO NUEVO, NUEVAS LLUVIAS

Durante esos días, poco importó el mensaje de fin de año del cuestionado presidente Roberto Ortiz y tanto la amenaza que Adolf Hitler proyectaba sobre Europa como las bombas que los nacionalistas lanzaban sobre Barcelona para quebrar el frente catalán republicano, en plena Guerra Civil Española, pasaron a un segundo plano. El asunto era si Baigorri lograría o no hacer llover.

El 30 de diciembre, el ingeniero activó su máquina y encendió las expectativas. Ese mismo día, fue recibido por el ministro de Agricultura, José Padilla, y a la salida de la reunión, pese a su carácter reservado, se permitió una humorada: compró un paraguas y lo hizo enviar a la oficina del director de Meteorología. Mientras tanto, tres millones de personas miraban al cielo y cruzaban apuestas. Baigorri decía que hacer llover en Buenos Aires era cosa fácil por la cercanía del río. El problema era de otra índole. “Tengo que dosificar constantemente la energía del aparato para que la lluvia no se adelante y evitar que Buenos Aires se transforme en el epicentro de un ciclón tormentoso”, declaró. El 31, en efecto, el clima se hallaba enrarecido. Las crónicas de la época cuentan que el viento cambiaba a cada instante de dirección, la atmósfera se había tornado irrespirable y sobre el altillo de Villa Luro se divisaba un nubarrón que se extendía sobre la ciudad como una mancha de aceite. La sugestión llegó a tal punto que una multitud se congregó frente a Araujo 105 para pedirle al “llovedor” que interrumpiera la experiencia y no aguara las fiestas de fin de año. Por su parte, Meteorología “abrió el paraguas”, pronosticando para la fecha anunciada “nubosidad variable con probabilidad de chaparrones y tormentas eléctricas aisladas”.

El 1º transcurrió en una tensa espera. El inventor repetía que entre el 2 y el 3 haría llover, pero el cielo se había despejado y muchos ya presagiaban un fracaso. No obstante, esa misma noche resurgieron las nubes y a la madrugada empezó a caer una tenue llovizna que a las cinco se convirtió en un chaparrón sostenido con vientos huracanados y características de temporal. La quinta edición de Crítica tituló en tapa: “Como lo pronosticó Baigorri, hoy llovió”. Noticias Gráficas también puso el hecho en primera plana y, para el día siguiente, se permitió publicar los dos pronósticos: el del “mago de Villa Luro” y el oficial. Incluso La Nación, que no mencionó ni una palabra de lo sucedido, en la sección del clima comentó que había llovido de madrugada, “después de varios días en que el tiempo asumió características por demás irregulares”. El derrotado Galmarini no quiso hacer declaraciones, mientras una muchedumbre acudía a la esquina de Araujo y Falcón, donde nació un nuevo cantito popular: “Que llueva, que llueva/ Baigorri está en la cueva/ enchufa el aparato/ y llueve a cada rato”.

Tras su éxito en Buenos Aires, el ingeniero viajó a Carhué, invitado por las autoridades de esa localidad bonaerense, para poner término a la sequía que había vaciado el Lago Epecuén. Baigorri puso manos a la obra y del 7 al 8 de febrero desató dos tormentas eléctricas que desbordaron el lago y fundieron el flamante reloj de la plaza.

IMPASSE, RETORNO Y OSTRACISMO

Después de esta sobreexposición, el “Júpiter moderno” regresó al perfil bajo y a su antiguo oficio, haciendo relevamientos petrolíferos para particulares. Hasta que a fines de 1951 volvió al ruedo con el peronismo. Convocado por el ministro de Asuntos Técnicos, Raúl Mendé, su primera misión fue en enero del ‘52, en Caucete, San Juan, donde remedió ocho años de sequía con tres lluvias y detuvo al mismísimo viento Zonda. Ese mismo año viajó a Córdoba y el 21 de noviembre hizo caer 81 milímetros, aunque esta vez se le fue la mano: la tormenta trajo consigo un tornado devastador. Luego de ajustar el mecanismo, consiguió dos precipitaciones más que dejaron al Dique San Roque con un nivel superior a los 35 metros. En 1953, el inventor desembarcó en La Pampa y sus ondas electromagnéticas provocaron lluvias que sumaron 2160 milímetros en toda la provincia. Tiempo más tarde, sin embargo, Mendé suspendió el apoyo del gobierno. ¿La razón? La obstinada negativa de Baigorri a revelar las bases científico-técnicas de su invento.

Paradójicamente, el celo con el que el “llovedor” guardó su secreto lo condenó al ostracismo. Y cuando alguien volvió a preguntarle acerca del tema, contestó que había destruido los planos y que no patentaría el artefacto porque para eso era menester describir su funcionamiento. También afirmó que sólo él podía manipular el “pluviógeno”, como lo bautizara Crítica en 1939, e incluso advirtió que, como Pandora, si se abría la caja, ella podría desencadenar tempestades por la mezcla de las sustancias radioactivas.

Al final, decepcionado por lo que él sintió como una incomprensión oficial, Juan Baigorri Velar archivó definitivamente su máquina y no volvió a hacer demostraciones públicas.

Olvidado, falleció en 1972, y quiso el destino que su entierro se llevara a cabo bajo un copioso aguacero. Hoy ni siquiera se conserva la casa de Araujo 105, de cuya azotea emergiera la antena que parecía dominar el cielo porteño a voluntad: en su lugar construyeron un coqueto edificio. Se ignora, asimismo, el paradero del misterioso aparato. Una versión indica que habría terminado arrumbado en los fondos de un taller mecánico de Villa Luro. Tal vez de allí lo recogieron para venderlo como chatarra y en ese acto se haya perdido para siempre la imposible reliquia de una Argentina potencia que nunca fue.

“Historia de O” en Suplemento Radar Libros, Domingo 4 de enero de 2009

Adscribir a Osvaldo Lamborghini al mito es a esta altura un lugar común que no deja de ser rigurosamente cierto. Escritor mítico y con el aura de maldito aún iluminándolo, se extrañaba una biografía dedicada a su persona. Ricardo Strafacce cumplió con creces, elevando el nivel de un género poco frecuente en la literatura argentina.

Osvaldo Lamborghini, una biografía
Ricardo Strafacce

847 páginas
Mansalva

Osvaldo Lamborghini es un escritor que convoca al mito: durante años se habló en los corrillos literarios de una portentosa biografía “de más de mil páginas” sin que nadie pudiera aclarar si el libro en cuestión existía o si también formaba parte del ya extenso acervo mítico que rodea su obra. Pues bien, Osvaldo Lamborghini, una biografía no sólo existe sino que acaba de ser publicado por la editorial Mansalva y gracias a los buenos oficios de su autor, Ricardo Strafacce, viene a poner blanco sobre negro en la leyenda, al tiempo que aporta claves para una lectura renovada de un escritor sin el cual no sería posible entender la literatura argentina actual.

Autor siempre atento a las inflexiones de los géneros, lector devoto del Martín Fierro (¿poema o novela?), Osvaldo Lamborghini practicó él mismo esta política transgenérica, como lo revela una de sus frases más célebres: “En tanto poeta, ¡zas! novelista”. Sólo que su oscilación no se limitó al locus del libro sino que se desplegó en el escueto y vertiginoso espacio de la frase. Tal vez por eso no extrañe que su biografía pueda ser leída como una de las mejores novelas de los últimos años. A estos efectos concurren los buenos oficios de Strafacce, que aúna un trabajo de investigación rigurosísimo y un lúcido análisis crítico de los textos con una escritura fluida, plena de recursos narrativos y el aporte de la singular vida de su biografiado, quien asumió a conciencia el estigma del artista genial y maldito y lo encarnó hasta sus últimas consecuencias.

En el principio fue El fiord, una novela (¿o relato?) de escasas páginas que recreaba los aires de orgía política que campeaban en El matadero de Echeverría y, como aquél, estaba llamado a (re)fundar la literatura argentina. A partir de entonces muchos comenzaron a preguntarse, al igual que César Aira en la edición póstuma de sus textos, “¿cómo se puede escribir tan bien?”. Se trataba de un fraseo inédito en el que las consignas políticas del momento fraguaban en frío en los octosílabos de la gauchesca. Con ese librito se perfilaba al mismo tiempo un misterio, el del alumbramiento de ese estilo, que parecía haber sido parido (como en el mismo relato) de la nada. La biografía intenta dar cuenta de estos interrogantes; por un lado rastrea los escritos anteriores (muy escasos y desparejos, lo cual resulta aún más asombroso) y por el otro reconstruye con precisión el “clima de época” y la experiencia sindical de Lamborghini, su formación teórico-política y sus apasionadas lecturas de los poetas gauchescos, herencia directa de su hermano Leónidas, con quien mantendría una relación de amor-odio durante toda su vida, plasmada en obras maestras como la “Novena escena del paciente” de Leónidas y “Die Verneinung”, de Osvaldo. En lo que respecta a la reconstrucción histórica, la detallada documentación que aporta este trabajo permite asomarse a las tensiones y evoluciones del campo literario de la época y aborda episodios poco conocidos, como el caso de la revista Literal, fundada por Germán García, Luis Gusman y el propio Lamborghini, que introdujo el inédito cruce de psicoanálisis lacaniano y literatura, junto a los inicios literarios de Aira, Fogwill, Héctor Libertella, Arturo Carrera y Néstor Perlongher, entre otros y en virtud de cuya presencia también puede postularse a este libro como una historia naciente del canon actual de la literatura argentina.

Atentos a aquella “muerte del autor” decretada años atrás por el posestructuralismo, algunos se preguntarán si vale la pena internarse en la incierta selva de la vida de un escritor y si esta excursión a los pormenores existenciales modificará en algo la lectura de su obra. La respuesta es que sí, y por varios motivos. En primer lugar Strafacce no se limita a narrar las peripecias de su biografiado (ya de por sí extraordinarias) sino que también intercala un pertinente análisis de sus escritos. En segundo lugar, y más importante aún, la biografía permite constatar algo que ya se intuía en la lectura de la obra de Lamborghini: la fuerte impronta autorreferencial que recorre casi todos sus textos (exceptuando los de sus últimos años en Barcelona, en los que prescindió de este recurso para abocarse a la pura invención). Esta mención constante de acontecimientos personales está presente en la prosa, pero también, y tal vez más aun, en su poesía, que a la luz de las revelaciones de Strafacce cobra un cariz semántico completamente nuevo (sin alterar un ápice la genialidad del estilo que ya desde antes la volvían imprescindible) y puede ser leída de una forma completamente distinta bajo esta clave. También en esto Lamborghini parece haber anticipado (y superado al mismo tiempo) una tendencia de estos días, el “giro autobiográfico”, como él mismo escribía: “(…) a mí me salvará ese acceso a una escritura/ confesional megalómana, burdamente/ mitómana”. A esto cabe sumar que la biografía consigna absolutamente todo lo que escribió y publicó a lo largo de su vida, incluyendo sus artículos periodísticos, reseñas literarias, guiones de comics y cine. En este punto resulta clave la perspicacia del biógrafo, que no trata a estos materiales con deferencia sino que los lee atentamente y rastrea en ellos muchas veces el germen de desarrollos posteriores en la obra de Lamborghini.

Un lugar aparte merece su correspondencia, tal vez el último tesoro entre los inéditos lamborghinianos, de la que Strafacce hace un uso generoso para deleite del lector. En esas cartas Lamborghini despliega el teatro de la palabra y monta el drama del autor que comprende, entre resignado y lúcido, su inevitable destino: escribir para ser publicado y celebrado sólo después de su muerte, como él mismo confiesa: “El aire póstumo, el manuscrito encontrado entre los papeles del ‘maestro’ imaginario, en la tecnología de una botella de whisky”.

Libro imprescindible para los admiradores de Lamborghini y puerta de entrada ideal para quienes deseen abordar su obra, esta biografía le pone un piso muy alto a un género que en nuestras letras nadie había tratado con tanto rigor, seriedad y talento y es, al mismo tiempo, la apasionante crónica de un escritor genial que releyó la literatura argentina y la transformó –pervirtió– para siempre.

“La pandilla salvaje” (con Osvaldo Baigorria) Nota de tapa del Suplemento Radar, domingo 10 de agosto de 2008

A principios de los años ’70, en México DF, un grupo de jóvenes poetas expulsados de la universidad, herederos del aliento vital de los beatniks, de la libertad subversiva de las vanguardias europeas, de la renovación latinoamericana y de la derrota revolucionaria, irrumpió en la escena de las letras con un lema que iba por todo: “Volarle la tapa de los sesos a la cultura oficial”. Años después, Roberto Bolaño, uno de los fundadores de aquel Movimiento Infrarrealista, lo mitificaría con justicia, crudeza y lirismo en su novela Los detectives salvajes. Ahora, la edición de Jeta de santo (Fondo de Cultura Económica), una antología de poemas de Mario Santiago Papasquiaro, en quien está inspirado el personaje del gran Ulises Lima, es la excusa para contactarse con los otros miembros del grupo y reconstruir la historia de aquel aullido que proponía unir a Rimbaud con Marx para cambiar el mundo y la vida al mismo tiempo.

A diez años de su publicación, Los detectives salvajes puede adjudicarse el mérito de haber fundado un doble mito: el de su autor, el chileno Roberto Bolaño, y el del grupo de jóvenes poetas que la novela inventa como real-visceralistas y que la literatura mexicana recuerda a regañadientes por su auténtico nombre: infrarrealistas.

La edición de Jeta de santo, antología de poemas de Mario Santiago Papasquiaro, el Ulises Lima de Los detectives…, así como la anunciada filmación de la novela en México, sumada a la reciente recopilación de ensayos reunidos en Bolaño salvaje, no ha hecho más que reforzar el interés por esa banda de iconoclastas surgida cuando las expectativas políticas y estéticas de los ’60 eran enterradas junto a las víctimas de la masacre de Tlatelolco y de las dictaduras militares latinoamericanas.

Heracliteanos, hedonistas, beatniks, surrealistas, futuristas, marxistas, patafísicos, los infras se postularon herederos de todas las vanguardias pero a destiempo. Como aquellos que saben que es demasiado tarde e igual apuestan a retomar el sueño. Bolaño escribió en su manifiesto fundacional: “Soñábamos con utopía y nos despertamos gritando”. Se trató menos de un gesto paródico que de un vanguardismo trágico, sostenido sobre los pilares de la arrogancia y la valentía de la juventud. Mario Santiago dirá en su propio manifiesto: “En un tiempo en que a los asesinatos los han estado disfrazando de suicidios… Convertir las salas de conferencias en stands de tiro”. Esa era la apuesta en carne viva que los infras jugaron en el México de los ’70: desoír el fracaso y reinventar la vanguardia.

Cuando Santiago
conoció a Bolaño

Los comienzos del movimiento pueden situarse en el taller de poesía de Difusión Cultural de la Universidad Nacional Autónoma de México (UNAM) que dictaba el poeta Juan Bañuelos en 1973 y que en la novela de Bolaño es retratado como el “poeta campesino” Julio César Alamo. Allí acudían los hermanos Ramón y Cuahtémoc Méndez, Héctor Apolinar y Mario Santiago, quienes no aprobaban la dinámica del taller de lectura y crítica mutua entre los estudiantes. “Vamos a estudiar a los clásicos, Juan, le decíamos. Estudiemos el Siglo de Oro, danos algunas clases del soneto. Pero el maestro no tenía interés o no podía satisfacer nuestras demandas”, escribe el poeta Ramón Méndez al repasar la historia del infrarrealismo.

Ante la desidia del coordinador, los alumnos optaron por una solución drástica, tal como rememora Méndez: “Una tarde de principios de 1974, Mario Santiago se presentó al taller con una hoja en que traía redactada la renuncia de Bañuelos, con su muy singular estilo, irreverente y desparpajado, donde el maestro se autoacusaba de menopausia galopante y otras lindezas para dejar su puesto”. El coordinador acabó firmando su propia renuncia pero las autoridades de la UNAM alegaron que no podían echarlo. A cambio, ofrecieron a los díscolos financiar la edición de una revista. La publicación, que en Los detectives se menciona como Lee Harvey Oswald, salió en 1974 bajo el nombre de Zarazo e incluyó textos de los beatniks, del grupo de poetas peruanos Hora Zero y, por supuesto, de los miembros del taller, quienes tuvieron que pagar la edición de su bolsillo puesto que, en lugar del dinero prometido, las autoridades de la UNAM los obsequiaron con la expulsión y el firme consejo de que no volvieran a pisar los claustros universitarios.

Lejos de dispersarlos, el rechazo unió aún más a los insumisos, que fijaron algunas de sus costumbres más arraigadas, como emprender caminatas interminables por México DF, leer toda la poesía que caía en sus manos y trasnochar recitando y discutiendo sus textos unos con otros. En ese clima nómade de perenne bohemia y al margen ya de toda institución, fijaron su punto de encuentro en el Café La Habana, en la encrucijada de las calles Morelos y Bucarelli. El Habana, que Bolaño reinventó como Café Quito en la novela, era un reducto de periodistas y escritores en el que podía llegar a verse a Juan Rulfo tomándose el penúltimo tequila con Augusto Monterroso. No sólo era un lugar idóneo para conspiraciones poéticas: veinte años antes Fidel Castro le explicaba en una de esas mesas al Che Guevara cómo liberarían juntos una isla del Caribe haciendo pasar un pocillo de café por el yate Gramma.

En ese mismo lugar, una noche de 1975, Santiago y Bolaño se encontraron por primera vez. Al recordar el episodio, el autor de Nocturno de Chile cuenta que aquella era una noche cargada de niebla y que lo primero que le llamó la atención de Santiago fue su voz profunda: “(Mario) dijo: es una noche a la medida de Jack. Se refería a Jack el Destripador, pero su voz sonó evocadora de tierras sin ley, donde cualquier cosa era posible. Todos éramos adolescentes, adolescentes bragados, eso sí, y poetas y nos reímos”. Antes de despedirse, Santiago le entregó a Bolaño un fajo con sus poemas, puesto que tenía la costumbre de escribir en hojas sueltas que solía ir perdiendo en el camino. El chileno los leyó de un tirón hasta la madrugada: acababa de nacer una indestructible amistad literaria.

Poco tiempo después, Bolaño conoció por intermedio de Santiago al resto del grupo y sus dificultades. El desaire a Bañuelos, una de las figuras de la poesía mexicana, les había ganado mala fama y las instituciones culturales se negaban a difundirlos. Entonces Bolaño les propuso redoblar la apuesta y fundar un movimiento de vanguardia poética. Todos estuvieron de acuerdo y coincidieron rápidamente en la consigna que aunaría a la pandilla: “Volarle la tapa de los sesos a la cultura oficial”. En una ceremonia sin protocolos que se celebró a fines del ’75 en la casa de otro chileno, Bruno Montané, se dio por inaugurado el Movimiento Infrarrealista.

El nombre fue propuesto por Bolaño y sobre su origen hay distintas versiones. Una de ellas sostiene que el término proviene del cuento “La infra del Dragón” del escritor de ciencia ficción ruso Georgij Gurevich, que hace referencia a “soles negros” o “infrasoles”, cuerpos oscuros que en su interior generan luz propia aunque ésta no pueda o no quiera ser vista por el exterior. Otra versión señala que su creador fue el artista plástico chileno Roberto Matta. Acaso la imagen de un sol negro habría inspirado a Matta para acuñar el prefijo “infra” luego de que Breton lo expulsara del movimiento surrealista. Según Bolaño, a fines de los años ’40 el infrarrealismo fue un “movimientito” de un solo miembro, el propio Matta, hasta la recuperación del término en los ’70 en México.

Contra los poetas estatales

En esos tiempos, el DF se había transformado en crisol de refugiados de distintos países sudamericanos en fuga de las dictaduras militares de la época, algunos de los cuales llegaban a la capital mexicana para seguir viaje a Europa y otros para quedarse. La ciudad ofrecía un refugio frente al terror, pero también un campo cultural acartonado por más de 40 años de gobierno del Partido Revolucionario Institucional (PRI). Muchos exiliados, que traían un bagaje de ideas contestatarias sobre la relación entre arte, política y sociedad junto a una trágica experiencia de derrota y huida de sus países de origen, encontrarían amparo y seguridad en México aunque también los límites de una estructura de poder que tendía a aplanar, anquilosar y burocratizar la vida cultural. Dentro de ese clima emergió el impulso de escritores extranjeros y de mexicanos jóvenes de atacar a las mafias que se beneficiaban con el sistema de consagración y difusión institucional: los “poetas estatales” que “cobraban del PRI todos los meses”, los “exquisitos” y los “neoestalinistas”, al decir de los infras. Según la poeta argentina Diana Bellessi, quien vivió en México a principios de los ’70, esa actitud antiinstitucional no era exclusiva de un solo grupo sino el “pan de cada día” de muchos de los latinoamericanos que se reunían en el Habana, como aquel a quien ella llamaba cariñosamente “Bolañito”.

La leyenda que los infras se forjaron de provocadores y “reventadores” de conferencias y recitales está basada en intervenciones revindicadas por el propio grupo, como acciones de sabotaje a lecturas públicas de Octavio Paz, centro del canon poético y enemigo público número uno del movimiento, y de otros poetas “pacistas”. Montané recuerda a Mario Santiago como “el primero que saltaba dando gritos en los recitales de los delfines de Octavio Paz para interrumpirles blasfemando irónica y cariñosamente como si hubiera querido remedar el equívoco que aquellos poetas habían cometido con la poesía. Acto seguido, con una voz pausada, grave y admirable, se ponía a recitar sus propios poemas”.

Otro poeta infrarrealista, Juan Esteban Harrington, testimonia por correo electrónico que “nuestra confrontación con el poder fue permanente. Al ser excluidos de casi cualquier foro, era lógico que nos apersonáramos en cuanto evento el poder inventaba para su autoadulación. Ahí estábamos para hacerles saber que no era cosa de leer mierda y cobrar: por primera vez tenían que confrontar sus pensamientos”.

José Peguero, la persona detrás del personaje de Jacinto Requena en Los detectives…, da cuenta de la existencia lumpen que llevaban Bolaño y sus amigos en el DF. “En México, Roberto Bolaño no consiguió jamás un trabajo. Siempre quebrados, muertos de hambre, afiebrados, caminando como locos. Nos vemos en la tardecita en casa de Bruno o en el Habana, decía. Y se iba a la biblioteca de Ciudad Universitaria caminando y se regresaba caminando”. De una punta a otra de la ciudad: más de veinte kilómetros. Parece una exageración, pero otros testimonios confirman esa voluntad de nomadismo urbano.

Sin haber formado parte de la tribu infrarrealista, el poeta argentino Jorge Boccanera, llamado Fabio Ernesto Logiacomo en la novela, también recuerda a esos grandes caminantes que cruzaban a pie el DF: “A veces (Bolaño) llegaba con Peguero y Mario Santiago a mi casa de la Colonia Roma y nos quedábamos horas desmenuzando temas, más por el lado de la intuición que del conocimiento, supliendo la precariedad con la arrogancia juvenil”.

Láncense a los caminos

Cantinas, cervecerías, esquinas, vagones del Metro y otros lugares públicos ajenos a los salones literarios de los que eran repelidos, fueron escenarios de las lecturas de poesía de los infras.

“¿Quién ha atravesado la ciudad y por única música sólo ha tenido los silbidos de sus semejantes, sus propias palabras de asombro y rabia?”, se preguntaba el manifiesto infrarrealista redactado por Bolaño, quien lo leyó por primera vez durante la presentación del grupo en la librería Gandhi del DF, en 1976. “Déjenlo todo, nuevamente” fue publicado al año siguiente en la primera revista colectiva: Correspondencia infra. Revista menstrual del movimiento infrarrealista. El documento no sólo resume los principales postulados de la cofradía: también invita a descubrir sus múltiples influencias. Estas abarcan desde las vanguardias europeas como el surrealismo aludido en el nombre y en el título (“déjenlo todo” es la frase inicial de un célebre poema de André Breton, así como también el consejo final “láncense a los caminos”), hasta los movimientos de renovación latinoamericanos (“las mil vanguardias descuartizadas en los sesentas” según el manifiesto) como el nadaísmo colombiano, los tzántzicos ecuatorianos o el grupo venezolano El Techo de la Ballena, pero sobre todo el movimiento Hora Zero, del que Santiago y Bolaño eran admiradores y al que tomaron como fuente de inspiración para su propia propuesta. Así lo cuenta el autor chileno en un texto que dedicó al poeta horazeriano Jorge Pimentel: “Estábamos de acuerdo en que la joven poesía peruana era de lejos la mejor que se hacía en Latinoamérica en aquel momento, y cuando fundamos el infrarrealismo lo hicimos pensando no poco en Hora Zero, del cual nos sentíamos arte y parte”.

En cuanto a las consignas, los infras no se andaban con chiquitas y el manifiesto anunciaba: “Nuestra ética es la Revolución, nuestra estética la Vida: una-sola-cosa”. O sea, cambiar el mundo y transformar la vida, o Rimbaud pasado por Marx. Sin embargo las proclamas políticas no drenaron la poesía de los infras, más cercana al aliento vital de la Beat Generation, cuyo hálito parece haber inspirado al principal poema de Santiago en esos años: “Consejos de 1 discípulo de Marx a 1 fanático de Heidegger”, que luego parafrasearía Bolaño en su primera novela Consejos de un discípulo de Joyce a un fanático de Morrison, escrita en colaboración con Antoni G. Porta. El poema de Santiago aconseja “que la vida siga siendo tu taller de poesía/ & ojalá electrifiques la energía de tu tormenta interior”. Publicado al mismo tiempo que el manifiesto, el texto de Santiago se erige como una auténtica declaración de principios de los poetas marginados, malditos y forjados al acero de la noche y la intemperie del DF.

Un párrafo aparte merece la relación que los infrarrealistas trabaron con el estridentismo, un proyecto de renovación poética y política que hasta se propuso fundar en Xalapa una ciudad diseñada con planos cubistas llamada “estridentópolis”. El estridentismo existió entre 1921 y 1928 y fue contemporáneo de los ultraístas argentinos, aunque sus integrantes tuvieron menos suerte que Borges, Girondo y compañía: fueron ninguneados y remitidos al rincón de los olvidados. Los infrarrealistas se proclamaron como sus sucesores, tal vez presintiendo que serían presas del mismo destino, y en una operación de rescate Bolaño entrevistó a sus principales exponentes y publicó dos notas en la revista Plural (“El estridentismo” y “Tres estridentistas en 1976”), quizá sin saber que veinte años después los incluiría en la novela bajo sus mismos nombres: Manuel Maples Arce, List Arzubide y Arqueles Vela.

Del terrorismo cultural al canon

Pese a la exclusión y al choque con la cultura “oficial” de aquellos años, los infras lograron allanarse el camino a la publicación. Pocos saben que uno de los primeros poemas de Santiago se publicó en Argentina, incluido en un dossier sobre nueva literatura mexicana en la revista Crisis de mayo de 1975, antes de la fundación del infrarrealismo. La primera antología en la que aparece el nombre del movimiento fue Pájaro de calor. Ocho poetas infrarrealistas (1976), con poemas de Bolaño y de Santiago, además de Montané, Peguero, José Vicente Anaya, Rubén Medina, Cuauhtémoc Méndez y Mara Larrosa. Entre las fichas biográficas se destaca la de Santiago: “Ejerce el terrorismo cultural. Sus numerosos recitales de poesía han sido tachados (por amigos & enemigos) de apocalípticos”.

Otras publicaciones de importancia incluyen Muchachos desnudos bajo el arcoiris de fuego. Once jóvenes poetas latinoamericanos (1979), antología preparada por Bolaño y presentada por Efraín Huerta, y las de Al Este del Paraíso, editorial que Santiago fundó a mediados de los ’90 y donde publicaría sus primeros libros Beso eterno (1995) y Aullido de cisne (1996) junto a El último salvaje de Bolaño (1995).

De todas maneras, los mejores años del movimiento fueron aquellos de la década del ’70, cuando la dupla Santiago-Bolaño movilizó sus huestes poéticas para oponerse a la mediocridad y la burocracia con las banderas en alto de la Revolución (con “r” mayúscula), el viaje a la intemperie y la poesía como experiencia viva.

Después de que la pareja fundadora partiera en 1976 rumbo a Europa, cada uno por su lado, Santiago en un extraño periplo que lo llevaría a España, Francia, Austria e Israel y luego de vuelta a México, y Bolaño afincándose en Barcelona, los infras restantes continuaron publicando, sobre todo en la hoja de poesía Calandria de Tolvañeras y en algunas otras revistas independientes. Pero ya no podrían recobrar el fuego de los primeros años.

En la correspondencia que publicó la audio-revista Nomedites puede leerse una carta fechada en Blanes, abril del ’95, en la que Bolaño le pregunta a Santiago sobre la nueva generación de la poesía mexicana, “los muchachitos” de 17 a 25 años: “¿Les hemos fallado? ¿Merecemos sus escupitajos? ¿Nos quieren aunque sea un poquito?”. En otra de las cartas, tal vez la última, el escritor chileno le cuenta a su amigo que está escribiendo Los detectives salvajes y que su personaje se llama Ulises Lima. Santiago no llegó a verse ficcionalizado: murió en un accidente de tránsito a comienzos del ’98. Bolaño le sobreviviría hasta el 2003. En esa misma esquela el novelista escribirá al poeta palabras quizá proféticas o que al menos sugieren una de las formas por las cuales los infras podrían resurgir y franquear el umbral de la periferia hacia el centro del canon: “El trecho que recorrimos juntos de alguna manera es historia y permanece. Quiero decir: sospecho, intuyo que aún está vivo, en medio de la oscuridad, pero vivo y todavía, quién lo iba a decir, desafiante”.

“El otro yo del Dr. Colautti” (con Sergio Nuñez) Nota de tapa del Suplemento Radar Libros, Domingo 6 de enero de 2008.

Ricardo Colautti tuvo una vida literaria tan secreta y excéntrica que muchos llegaron a dudar de su existencia. Pero sí existió y publicó en vida tres novelas cortas que hoy se reeditan en un solo volumen. Sebastián Dun, La conspiración de los porteros e Imagineta componen la breve obra completa de un abogado y escribano que escribía en su despacho literatura delirante, mientras sus clientes creían que estaba enfrascado en un acta notarial.

¿Existió Ricardo Colautti? Tarde o temprano, todos los que se acercan a su obra acaban haciéndose la misma pregunta. Y si no fuera por las fotos, el testimonio de sus hijos, el nítido recuerdo de su editor y, prueba irrefutable, las ediciones originales que conservan el olor a librería de viejo, cabría suponer que este escritor fue producto de la broma perversa de un Borges profano. Pero Colautti sí existió y la reedición de su obra completa bajo el título de su segundo libro, La conspiración de los porteros, viene a remendar un hueco en el imaginario árbol genealógico de la literatura nacional.

El mérito le corresponde a la editorial Mansalva, cuyo responsable, Francisco Garamona, define al autor como “el eslabón perdido entre Arlt y Copi”. Parte del crédito también le cabe a Elvio Gandolfo, uno de los pocos escritores contemporáneos a Colautti que repararon en él. Escribió sobre su obra en la revista El lagrimal trifurca. Gandolfo mantuvo viva, a través del boca a boca, la leyenda de un novelista excéntrico perteneciente al grupo de los “marginales auténticos”, según relata en el prólogo que acompaña a esta nueva edición, “a la altura de Santiago Dabove o Nicolás Peyceré”. De todas formas, el misterio no cesa: ¿quién fue y qué escribió este enigmático autor?

La biografía de Ricardo Colautti podría resumirse en unas breves líneas. Nació en Buenos Aires, el 14 de diciembre 1937 y falleció víctima de un enfisema pulmonar en la misma ciudad, en octubre de 1992. Abogado y escribano, ejerció ambas profesiones durante más de 25 años, las que alternó con la dirección de una empresa familiar. Se casó y tuvo dos hijos. Hasta aquí, lo que se diría una existencia convencional, pero con una salvedad: durante esos años también fue una suerte de escritor secreto que publicó tres novelas, las cuales en su momento pasaron prácticamente desapercibidas y que de algún modo se anticiparon casi 20 años a ciertas líneas secretas de la literatura argentina por venir.

Arlt, a alta velocidad

“Aquí me pongo a grabar.” Con este comienzo de ineludible resonancia martinfierrista empieza el primer libro de Colautti: Sebastián Dun, publicado en 1971 por Sudamericana. Se trata de un relato de iniciación que repone el catálogo de temas arltianos (el lumpenaje, el realismo urbano, la estafa, la desesperación de la vida burguesa, la redención a través de un crimen) aunque tratados bajo una extrema economía narrativa y desplegados en un vértigo de alta velocidad. El argumento es simple: un hombre preso en una cárcel o un manicomio graba en una cinta el racconto de los hechos que desembocan en su reclusión. La distorsión entre delirio y realidad (no se sabe si el monólogo del personaje narra los acontecimientos que lo han llevado al encierro o si los inventa a medida que los registra en la grabación) le permiten a Colautti burlar los convencionalismos del realismo ramplón y costumbrista, y el recurso de la grabación refuerza la velocidad del texto que se despliega como si fuera la reproducción de una cinta ininterrumpida.

El debut del autor fue auspicioso y los medios saludaron su irrupción como una buena alternativa a la literatura de esa época, que se sumaba a la estela del boom latinoamericano o emprendía osadas aventuras del lenguaje. Así, por ejemplo, Primera Plana comentaba: “Sin pretensiones estruendosas, el narrador ha buscado ordenar su historia, contarla sin apelar a vastas teorías sobre la destrucción del lenguaje, el collage y otras astucias de quienes, no sabiendo contar, aprovechan la moda”. Las reseñas de esos años también destacaban la filiación arltiana, su destreza narrativa y un estilo “directo, simple, sin pretensiones literarias”, según La Nación; o en palabras de Confirmado, “sencillo pero medido”.

La austeridad de la prosa, el ritmo trepidante con el que se suceden los acontecimientos y la brevedad del texto hizo suponer a muchos que Colautti había redactado Sebastián Dun en un rapto de inspiración. Como a un crítico de La Prensa, que subrayaba “el modo aparentemente apresurado en que ha sido realizado el libro”. Todo lo contrario, el autor componía sus textos con paciencia de orfebre.

“Escribía cuatro horas por día, todos los días en el despacho de su escribanía”, recuerda su hijo Juan, y agrega que su padre trabajaba obsesivamente sus textos, reescribiéndolos una y otra vez hasta sentirse satisfecho: “Debe haber tirado toneladas de originales”. Esa forma de corregir sus textos por sustracción les otorgó la potencia inusitada de un extracto literario concentrado y su estilo deja entrever aquello que Héctor Libertella, otro apasionado de la reescritura, llamaba “la naturalidad de lo muy trabajado”.

A pesar del relativo suceso de Sebastián Dun, Colautti no se dejó ver. Sus libros no aportaban ningún dato biográfico y jamás concedió una entrevista. En su vida cotidiana se desempeñaba en su estudio de Corrientes y Florida como el más probo de los escribanos públicos. Muchos de los que irrumpían en su despacho y lo creían concentrado en la redacción de un acta notarial ignoraban que en verdad estaba tramando su obra literaria, allí donde su experiencia rutinaria se dislocaba en las flexiones que el delirio le imponía.

De este modo, sus porteros conspiradores, por ejemplo, deciden poner una bomba en el Registro de la Propiedad Inmueble para abolir la propiedad privada y el escribano que le hace la vida imposible al encargado no termina nada bien. El autor no solía repartir sus libros entre sus amigos y familiares porque decía que si los regalaba, ellos no los apreciarían en su justa medida. Tampoco tenía interlocutores literarios. “Nunca hablaba de literatura”, cuenta Daniel Divinsky, director de Ediciones de la Flor y con quien Colautti publicó sus otros dos libros. “Sus visitas eran brevísimas, apenas lo necesario para resolver los aspectos técnicos de la edición, y no se interesaba por publicitar y promocionar sus libros. Tenía una modestia inusual en el rubro autores”, recuerda Divinsky, quien había conocido al escritor en los pasillos de Tribunales, antes de cambiar la abogacía por la edición de libros.

El ignorado adelantado

Precisamente a través de De la Flor y tras cinco años de silencio, Colautti publicó en 1976 lo que tal vez sea su mejor libro: La conspiración de los porteros. En él, el autor alcanza el equilibro entre el pulso narrativo de Sebastián Dun y el delirio desatado de Imagineta, su tercera y última nouvelle. Aquí Sebastián (personaje que Colautti utiliza en sus tres obras aunque las historias sean completamente independientes una de otra) se ve envuelto en una “novela familiar” y las visitas que realiza a cada uno de sus tíos construyen un crescendo de situaciones disparatadas donde se combinan el canibalismo, una secta de porteros anarquistas que pugna por “barrer la propiedad privada”, un gerente de compañía que convierte en gomitas de borrar a su cuñado y gurúes new age. Con pericia narrativa, el autor logra que la historia se muerda la cola y termine en el mismo punto donde había comenzado. Esa misma circularidad, algo atenuada, también está presente en sus otros textos. A lo largo del relato abundan además, tal como lo explica Gandolfo, las “matufias y chantadas del llamado Ser Nacional”. Así, por ejemplo, en un pasaje del libro, la Tía Julita organiza una fraudulenta sociedad de ayuda al necesitado y celebra reuniones de té canasta en su casa para “recaudar fondos”. Escribe Colautti: “Como venía mucha gente y cada vez más, a Julita se le ocurrió imprimir invitaciones, las invitaciones servían para una, cinco o diez reuniones. Las hizo imprimir en una imprenta de la vuelta y se las hicieron muy bien. En las invitaciones aparecía un chico de unos doce o trece años, flaco, anguloso, con la mano extendida. También hizo imprimir medallones de oro. Los rifaba todos los meses, equivalían a diez entradas”. Con este episodio, el autor parodia al “pobrismo” de Boedo y parece sintonizar en forma inconsciente con los planteos de la revista Literal, que por esos años daba pelea contra el realismo crítico y la literatura comprometida. La conspiración de los porteros aterrizó como un objeto literario no identificado y los pocos críticos que le prestaron atención se volvieron locos para tratar de explicar qué era eso: “La materia narrada es extraña, por momentos siniestra, por momentos alocada”, decía el parte cultural de la agencia Ansa. En tanto que El Día de La Plata lo describía como “un itinerario alucinante que bordea el más desenfadado surrealismo”, mientras que La Nación optaba por describir la obra como “una parábola, un símbolo”.

Al leer hoy a Colautti es imposible no preguntarse por qué pasó casi inadvertido para sus contemporáneos y cayó en el olvido. Se puede alegar que publicó poco (su obra reunida no supera las 150 páginas), y que lo hizo de manera muy salteada, como consecuencia de la forma obsesiva con la que trabajaba cada texto antes de darlo a la imprenta. También pudo haberlo perjudicado su falta de vínculos con el mundo literario, ya que cobraba escasa “visibilidad” cada vez que publicaba un libro y enseguida regresaba al anonimato de su escribanía. Pero a decir verdad, el caso Colautti no se puede comprender si no se atiende al cisma que la presencia de César Aira representó en la literatura argentina de los últimos años. La obra de Aira no sólo implicó una fuente de inspiración para una nueva generación de escritores, sino que también resignificó el valor y el lugar de autores como Copi o J. R. Wilcock en la tradición literaria. Así actualmente, a la retahíla de adjetivos con la que los desconcertados críticos trataban de capturar aquello inusitado que latía en la obra de Colautti (insólito, desopilante, surrealista) se puede sintetizarla en una sola palabra: aireano.

Una conspiracion literaria

“A papá no le gustaba que lo apuraran. Si le preguntaban cuándo iba a sacar otro libro, respondía estoy escribiendo, estoy escribiendo, como si eso fuese lo único que en realidad importara”, cuenta su hijo José, quien recuerda que entre las aficiones de su padre también se encontraba leer y releer a Ezra Pound, uno de sus escritores predilectos, y emprender largas caminatas por la ciudad que podían prolongarse durante horas. Fiel a sus premisas, Colautti demoró doce años para dar a conocer su tercer libro, Imagineta (1988), en el que decidió llevar al extremo el régimen de invención delirante que ya asomaba en su obra anterior. Desprendido de las convenciones narrativas, Colautti parece seguir al pie de la letra la ley del continuo que Aira enunciara para dar cuenta de la obra de Copi: “La posibilidad se pega al acto”. El relato corre a la velocidad de sus transformaciones. De esta manera, avanzando a los saltos, Sebastián y Diana, personajes extraídos de su primer libro, afrontan las peripecias de la historia como si ella estuviera regida por los cambiantes decorados de un tramoyista enloquecido.

Al momento de su prematura muerte, Colautti trabajaba en una cuarta novela que sus hijos todavía buscan entre sus papeles póstumos. Lo cierto es que la reedición de su obra no sólo lo exhibe como un precursor que se adelantó a su época, sino sobre todo como un muy buen escritor.

En el caso Colautti se deja entrever una inquietante utopía literaria: un mundo donde escribanos, abogados, contadores y por qué no jardineros, porteros y bañeros componen sus ficciones como los conjurados de una cofradía de autores invisibles, mientras traman la auténtica conspiración de los escritores secretos.

“El arte de la fuga” (con Sergio Nuñez) Nota de tapa Suplemento Radar Libros. Domingo 9 de septiembre de 2007

Niño mimado en los ‘60, ejemplo del escritor experimental y rodeado de un halo de intelectualismo y bohemia, Néstor Sánchez se convirtió en enigma, secreto y seña de la literatura argentina. Su vida tuvo rasgos de aventura y misticismo, fue peregrino y volvió a su tierra, donde a pesar del tiempo y el olvido, en los últimos años se lo vuelve a recuperar a través de la reedición de sus libros.

”Se me acabó la épica”, respondía lacónicamente Néstor Sánchez desde un fondo de tangos radiales en su casa natal de Villa Pueyrredón a la pregunta de por qué había dejado de escribir, en lo que sería su última entrevista (fue publicada precisamente en este suplemento, el 10 de octubre de 2001). El caso de Sánchez, fallecido el 15 de abril de 2003 a los 68 años, es uno de los mayores misterios de la literatura argentina. Celebrado en la década del 60 junto a Manuel Puig como el renovador del género novela, señalado como una de las promesas más firmes de las letras locales y difundido por las editoriales más importantes de la época, Sánchez fue considerado uno de los escritores latinoamericanos con mayor proyección. Pero de pronto cayó en el olvido. Sus libros desaparecieron de las librerías y su nombre pasó a ser una contraseña entre un reducido núcleo de seguidores. Las decisiones que Sánchez tomó a lo largo de su vida tuvieron mucho que ver con eso. Y el mercado editorial no le tuvo mucha paciencia.

No obstante, hace pocos años su obra empezó a ser reeditada merced a sellos independientes. A la reaparición en 2004 de su primera novela Nosotros dos (Alción), en 2006 se sumó Siberia blues (Paradiso), el mismo que acaba de publicar Cómico de la lengua, la única de sus cuatro novelas que aún no se había publicado en el país. Precisamente, en la mencionada entrevista, Sánchez se quejaba de que su obra no había sido bien comprendida y citaba como ejemplo que esta obra —editada originalmente en 1973 por Seix Barral en España—, no tuviera una versión local.

La novela poemática

En 1955, un Sánchez de 20 años gastaba las suelas de sus zapatos en el salón del Club Atlanta, donde se destacaba como diestro bailarín de tango e incluso llegó a integrar una compañía con Juan Carlos Copes. Aunque poco después decidió abocarse de lleno a la literatura y su pasión por los poetas franceses lo llevó a frecuentar al grupo reunido en torno de la mítica revista de la generación del 50, Poesía Buenos Aires. Tanto que Edgar Bayley, Francisco Madariaga y Enrique Molina se convirtieron en sus amigos y lo alentaron a publicar sus primeros textos. Sin embargo, como según sus propias palabras, la poesía no se le daba, optó por una apuesta tan arriesgada como original: forjó lo que él mismo bautizó “novela poemática”, un género que nació y murió con él y que exige del lector una adhesión por resonancias musicales antes que por el progresivo develamiento de una trama.

Tras un comienzo dubitativo con el libro de relatos Escuchando a tu hijo, del que más tarde renegaría, Sánchez se abalanzó sobre la literatura con ímpetu. Su primera novela, Nosotros dos, fue publicada en 1966 por Sudamericana con el espaldarazo de Julio Cortázar, a quien Sánchez había enviado el manuscrito y citaba en un epígrafe con un fragmento de Rayuela. Esa supuesta cercanía hizo que muchos vieran en Sánchez a un mero epígono de Cortázar, aunque en verdad lo profundizó, casi lo llevó al extremo utilizando procedimientos al borde de la ilegibilidad.

Para comprender el aporte que implicó su obra en una década obsesionada por el realismo crítico y el compromiso de cuño sartreano, basta decir que Sánchez incorporó a la novela algunas de las experiencias claves en la cultura popular del siglo XX como el tango, el jazz y el cine. Pero no lo hizo desde la óptica del referente; lo importante no es que sus novelas hablen de tango, de jazz o de cine, sino que son tango, jazz y cine.

Sus influencias abarcan desde Cortázar hasta sus contemporáneos y admirados escritores beatniks, especialmente Allen Ginsberg y Jack Kerouac, pasando por James Joyce, el surrealismo y algunos poetas franceses como René Daumal y Guillaume Apollinaire. El mismo Sánchez se jactaba de que sus novelas “no se podían contar por teléfono”, ya que no hay que preguntar de qué tratan sino a qué suenan. La lectura de su obra muchas veces exige volver sobre un párrafo, precisamente en el momento en que el lector descubre que se dejó arrastrar por la música de la frase y perdió el sentido de lo que se estaba diciendo. Así, si Nosotros dos resuena bajo la cadencia del tango, Siberia blues (1967) lo hace bajo los estándares del free jazz, del que Sánchez había extraído su heterodoxa metodología de trabajo, tal como lo enunció en El lenguaje jazzístico suerte de manifiesto personal publicado el 25 de julio de 1967 en el semanario Primera Plana. Según escribió, “Concentrándose en este ejemplo (el del jazz), la novela —finalmente arte—, una vez que los invasores se dediquen a las ciencias ocultas y a las religiones monoteístas, podrá desmantelarse como género, abrir las formas hasta que no quede nada de ellas. O sea, lo mismo que acaban de cumplir ciertos músicos de jazz: primero tomaban un tema conocido y a su conjuro improvisaban, es decir, corrían la aventura para, después, retomar el tema; poco tiempo más tarde mantuvieron el tema pero ya sólo como punto de partida, riéndose de él y de la posibilidad de decidir no retomarlo”.

Sánchez operó de igual modo con la frase: un comienzo convencional y una progresiva expansión que fuga del sentido para instalar su propio ritmo hasta retomar finalmente “lo que se quería decir”, como si el idioma fuera su propio instrumento musical. A su vez, un párrafo puede contener los diversos planos temporales de una cronología fracturada y recobrada según los vaivenes evocativos de la memoria. Este dogma creativo le imponía ir siempre a la página en blanco “sin ningún plan de escritura” para liberar allí las fuerzas puras de la improvisación. De ese modo lo recuerda su hijo Claudio: tirado en el suelo y tipeando frenéticamente su Remington a fines de los ‘60, mientras sonaba a todo volumen un disco de John Coltrane o Sonny Rollins.

La aparición de Siberia blues y su mundo de lúmpenes aristócratas confirmó todo lo insinuado en su antecesora y el escritor ocupó la consagratoria doble página de la sección Textos de Primera Plana, por la que ya habían pasado Cortázar y Puig. Sus artículos se publicaban en el diario El Mundo y en revistas de vanguardia literaria, y hasta se midió con Borges en una entrevista que le realizara para la revista Artiempo y en donde le reprochó que su pasión por la metafísica no hubiera ido nunca más allá de una actitud filológica.

El miedo a la muerte

Pese a este despegue, Sánchez no se sentía cómodo. Lo aquejaba la mayor de sus obsesiones: el miedo a la muerte, que lo acompañaba desde el fallecimiento de su padre, cuando él sólo tenía 14 años. “Condenado a tener conciencia cotidiana del nunca pero nunca más, siempre me llamó la atención la forma en que mis semejantes desaluden el drama y viven, en realidad, como si fueran eternos. Mi único consuelo de la angustia permanente fue escribir. Al hacerlo, solo atiné a recordarle a mis semejantes que se iban a morir a plazo fijo”, recordaría a fines de los ‘80.

Angustiado por lo que llamaba “la estafa biológica”, Sánchez partió en busca de algunas certezas en los años ‘60. Visitó Chile y Perú, donde se inició en la doctrina del místico ruso George Ivanovitch Gurdjieff. A su regreso escribió El amhor, los orsinis y la muerte, publicada en 1969. En este caso, el tono nostálgico y evocativo de sus anteriores obras fue reemplazado por una experimentación radical. Los rumores indicaban que la había escrito bajo los efectos de la droga, lo que fue negado por el propio Sánchez, al tiempo que admitía haber experimentado con la marihuana por imitación de la beat generation, pero que no había podido escribir nada en ese estado.

De todas formas, el autor no participó de la polémica alrededor de su tercera novela, ya que había dejado otra vez el país y a su familia, al amparo de una beca del programa de escritura de la Universidad de Iowa, que dejó luego de cuatro meses por no poder soportar “ese desierto, esa soledad espantosa”. Así fue como aterrizó en Caracas y se vinculó a la editorial Monte Avila, para la que realizó traducciones y preparó la antología Veinte narradores argentinos, que incluía textos de escritores jóvenes como Ricardo Piglia, Miguel Briante, Héctor Libertella y Germán García. De Venezuela voló a Roma, donde vivía su hermano Carlos. Ya allí, ante la imposibilidad de ganarse la vida y a pesar de su “asco creciente por el boom de la literatura latinoamericana”, optó por probar suerte en Barcelona: “Solicité humildemente una traducción en Seix Barral y me contestaron con un montón de dinero como anticipo de la reedición de mis tres libros. Un pequeño milagro. Dije, mintiendo, que tenía una novela en marcha (ya no quería ni siquiera escribir) y me pagaron por mes, durante un año, lo que terminó siendo Cómico de la lengua.

En esta suerte de regreso, Sánchez hizo uso de un recurso remanido: el hallazgo de un manuscrito. Salvo que lo utilizó a la manera de Macedonio Fernández, para crear una ficción dentro de la ficción que le permita al narrador hacer presente la escena de la escritura y parodiar los recursos de la novela realista. En esta obra también es evidente la influencia de las doctrinas de Gurdjieff, a las que el autor ya estaba muy ligado, sobre todo, en la figura de Alejandro Kressel, un maestro que imparte enseñanzas y ejercicios de orden místico a los personajes. Pero la novela se sostiene gracias a la escritura de Sánchez, poblada de neologismos y juegos de palabras, y alimentada por esa respiración tan particular que le confiere a cada página un carácter único e inimitable.

De España, Sánchez se trasladó a París, donde la prestigiosa Gallimard lo recibió con los brazos abiertos. Le encargaron varias traducciones y le publicaron Nosotros dos y Cómico de la lengua. Durante su estadía parisina también escribió una adaptación cinematográfica de El amhor, los orsinis y la muerte que le presentó a François Truffaut, quien opinó que era un excelente guión para escribir una novela. Sin embargo, ni su pasión por el cine ni la cercanía de sus amigos Cortázar y Héctor Bianciotti pudieron apartarlo de su recurrente obsesión con la muerte. El fallecimiento de una hija de ocho meses, producto de una nueva relación, agudizó su crisis y perturbó su equilibrio psíquico. Así, la escritura como vía de conocimiento trascendente dejó de ser una opción y se aferró aún más al misticismo. “Creí que con los libros de Carlos Castaneda y la enseñanza de Gurdjieff se podía conquistar más vida y llegar a los 300 años. Fue un convencimiento delirante que me tomó por entero”, confesaría a su regreso a Buenos Aires. En esa apuesta a todo o nada, Sánchez decidió seguir las indicaciones de su instructor, quien lo envió a Estados Unidos para que se encontrara a sí mismo. Así fue que desapareció de los lugares que solía frecuentar, cortó todo contacto con sus conocidos y soltó amarras de su vida de escritor consagrado para enfrentarse a una experiencia que lo pondría al límite de sus fuerzas físicas y mentales. El manuscrito que incineró antes de partir tenía un título por demás elocuente: El arte de la fuga.

Experiencia extrema

Apenas llegado a Estados Unidos, Sánchez dictó talleres literarios en una universidad de Los Angeles hasta que, siguiendo a rajatabla la doctrina de Gurdjieff —que recomienda apartarse de los automatismos de la vida cotidiana para conseguir una mayor atención sobre el presente—, se convirtió en un vagabundo que recorría las calles de San Francisco y Nueva York, durmiendo en autos y casas abandonadas. Un registro de estas experiencias puede hallarse en los relatos de La condición efímera (que Sudamericana publicaría en 1988), especialmente en “Diario de Manhattan”. Allí, al comentar un viaje de costa a costa en un bus Greyhound, Sánchez alumbra un momento de extrema condensación poética: “En alguna medida este ómnibus célebre es el colectivo digamos ciento diez, de colores vivos, en tren de conducirme a la matinée del cine veinticinco de mayo”. Su aislamiento alcanzó tal punto que en Argentina un grupo de lectores le rindió homenaje, creyéndolo muerto. No obstante y para sorpresa de todos, Sánchez regresó en silencio al país en 1986.

Desgastado por sus años de homeless, había solicitado ayuda a su familia para que lo repatriara, y así fue que se reencontró con su hijo Claudio y se instaló en la casa que su madre todavía conservaba en Villa Pueyrredón. Tras una larga recuperación de los estragos que le había provocado aquella experiencia callejera, Néstor Sánchez logró reunir algunos apuntes tomados en esos años y con ellos compuso los relatos del ya citado La condición efímera, que terminaría siendo su despedida de la literatura. Después intentó seguir escribiendo e incluso preparó la solicitud para una beca Guggenheim, a la que finalmente no se presentó. Decía que lo trababa “la sensación global de haber dicho ya todo”, sentía que “la escritura había alcanzado la vida” y ya no podía crearse a sí misma como antes: la épica se había extinguido.

En esa época también coordinó talleres literarios y recibió el apoyo de varios lectores consecuentes como Pablo Ingberg, Hugo Savino, Mariano Fiszman y Roberto Raschella, que no lo habían olvidado y con quienes solía encontrarse en algunos bares de Chacarita. Sus últimos años transcurrieron entre penurias económicas, promesas incumplidas de algunas editoriales de reeditar su obra y la triste certeza del final tan temido. Al igual que sus personajes, Sánchez vivió animado por un perpetuo instinto de fuga. Alguna vez habló de haberse querido ir, sin saber con precisión adónde, pero “sin duda para siempre” y de dejarse atrás a sí mismo para terminar con las frases hechas. Y en ese afán de desprenderse de su existencia como de una antigua piel, quizás haya logrado vivir sus anhelados 300 años.

“Haciendo Cola” (con Sergio Nuñez) Nota de tapa Suplemento Radar. Domingo 7 de enero de 2007

A fines de los años ‘40, un bioquímico de apenas 22 años que trabajaba para una fábrica de Fernet catando bebidas y creando recetas, descubrió el que se consideraba uno de los secretos mejor guardados del mundo: la fórmula de la Coca-Cola. Ni lento ni perezoso, mudó el laboratorio al patio de su casa de Devoto, le ganó el primer juicio del mundo a la multinacional por el uso de la palabra “Cola” y empezó una empresa que en los siguientes veinte años se convertiría en un éxito nacional tan grande que hasta se le atribuía al mismísimo Perón. Y que murió con el desmantelamiento de la industria industrial, los almacenes y el sifón de mesa.

Si esta historia fuera una película, seguramente comenzaría en un laboratorio. Apenas iluminado por la luz mortecina de una bombita de 25 watts, la primera toma mostraría a un científico enfundado en su guardapolvo blanco en el preciso instante en que descubre, por accidente, una valiosísima fórmula secreta. Casi como si hubiera dado con la piedra filosofal del siglo XX, aunque en este caso, en vez de transmutar el plomo en oro, lograra convertir el agua en (algo similar a la) Coca-Cola. Sin embargo, la historia es real y su protagonista se llama Saúl Patrich, el creador de la bebida argentina más popular de los años ‘60: la Refres-Cola.

Eureka: un hallazgo accidental

En 1948, Patrich era un técnico químico especializado en bromatología que, pese a sus escasos 22 años, ya había trabajado para diversas firmas elaboradoras de bebidas como asesor y degustador profesional. Esta experiencia le había permitido desarrollar un “paladar absoluto” y con sólo probar un sorbo era capaz de detectar sus componentes. Tal vez por eso los dueños de Fernet Leocatta, para quienes trabajaba, acudieron a él como su última salvación: su Fernet era un fracaso, pero un distribuidor se había comprometido a comprarles toda la producción si cambiaban de rubro y lograban una imitación de un conocido amargo serrano. “¿Usted puede hacerlo?”, le preguntaron a Patrich, y de inmediato le extendieron un vaso con el producto a emular. El joven técnico hizo un buche y dejó que el líquido recorriera su boca para estimular las papilas gustativas, sopesó sus componentes, realizó unos cálculos mentales, tragó y respondió: “Dénme una semana”.

Luego visitó una herboristería y compró todo tipo de hierbas, las llevó a su laboratorio, las trituró, las maceró en alcohol y elaboró ocho muestras distintas. De una de ellas derivaría el amargo serrano que le habían solicitado y las siete restantes serían descartadas. Pero sucedió algo inesperado: “En la prueba número 6 encontré una pista —recuerda como si narrara una investigación detectivesca—. Al principio no sabía adónde me iba a llevar, aunque intuí que podía ser algo grande; así que me dediqué día y noche a experimentar con esa muestra para ver si podía dar con la clave de ese gusto tan extraño”. Y si bien a él mismo le costaría creerlo, esa pesquisa resultó clave para acercarse al sabor de aquella gaseosa de color negro y nombre raro originaria de los Estados Unidos.

Seis años antes, el lunes 3 de agosto de 1942, Coca-Cola había llegado al país y su primer aviso publicitario se difundía en los principales diarios a página completa. “Usted no olvidará jamás la inefable sensación de frescura y exquisito sabor de Coca-Cola”, decía el spot, pero a la vez advertía: “Eso sí, pídala siempre ¡bien helada!”. Hasta ese momento, el mercado de las gaseosas estaba dominado por Bilz, Pomona y Crush, los chicos tomaban chocolatada Vascolet y deportistas como Juan Manuel Fangio y el futbolista Vicente de la Mata recomendaban Kero, una bebida nutritiva “rica en dextrosa (sic)”.

Para imponerse en el gusto popular, Coca-Cola desplegó una enorme campaña publicitaria que aún continuaba seis años después de su arribo a estas tierras, y de ese modo llegó a manos de quien desentrañaría su preciado secreto: “Una tarde encontré un camión gigante de Coca-Cola en la esquina de casa, en Beiró y Bermúdez”, rememora Patrich, y agrega con una sonrisa: “Había dos chicas lindísimas: una rubia y una morocha repartiendo botellitas. Como no me podía decidir, le pedí una a cada una”. Apenas entró a su hogar, el químico destapó uno de los envases y probó su contenido. “No está mal”, pensó. Era un gusto nuevo, absolutamente original. Guardó la segunda botella y sólo la retiró días más tarde, para llevarla a su precario laboratorio en la fábrica Leocatta y cotejar su contenido con los resultados de su experimento número 6. Allí trabajó día y noche, haciendo innumerables pruebas hasta dar con la fórmula. “Era medianoche —señala don Saúl—, pesé cada hierba por separado en la balanza de precisión y anoté cuidadosamente las cantidades. Luego hice un jarabe con 50 gramos de azúcar, y le agregué acidez tartárica. Mezclé todo, lo diluí con agua y lo probé, lo comparé con la Coca-Cola y grité: ‘¡Lo tengo!’”.

La batalla por el nombre

Al poco tiempo, Patrich dejó su puesto en la firma Leocatta y abrió su propia fábrica… en los dos metros cuadrados que abarcaba el patio trasero de su casa. Allí ajustó su fórmula y preparó varias jarras que dio a probar entre familiares y vecinos.

—Es muy bueno. ¿Cómo se llama? —le preguntaban.

—Refres-Cola —respondía, con el pecho henchido de orgullo.

No obstante, pronto se toparía con un problema. “Yo quería registrar el nombre ‘Refres’ porque consideraba que ‘Cola’ era de uso genérico, pero Coca-Cola se oponía”, afirma. Claro que eso no lo amedrentó, todo lo contrario; y se puso a investigar a su contrincante. “Las bebidas cola son ácidas, y la acidez puede ser cítrica o tartárica, aunque en el caso de la Coca-Cola no detectaba ninguna de las dos”, explica el técnico, a quien le llevó tres años resolver el misterio: “Un día se me ocurrió consultar el código bromatológico de Estados Unidos y vi que ahí estaba permitido el ácido fosfórico. Entonces hice nuevas pruebas y descubrí que ésa era la sustancia responsable de la acidez de la Coca-Cola”.

Con ese dato, descubierto en los fondos de una modesta casa de Devoto, le inició juicio a una de las compañías más grandes del mundo: “Mi argumento era que la marca estaba mal concedida, porque ellos utilizaban ácido fosfórico, que en ese entonces no estaba habilitado por el código bromatológico de nuestro país”. Y debió ser un argumento de peso porque los abogados de Coca-Cola le propusieron llegar a un acuerdo para evitar el juicio. Así, la palabra “Cola” pasó a ser de uso genérico y pudo ser utilizada por otras bebidas.

Los duros inicios

Patrich había ganado la batalla por el nombre, pero ahora tenía que convertirlo en una marca reconocida. Para empezar, la Refres-Cola no era una gaseosa sino un jarabe concentrado listo para ser diluido con soda. De hecho, su etiqueta mostraba una familia tipo con el padre en el acto de accionar un sifón. Sus ventajas consistían en que podía ser utilizada mucho después de abierto el envase, sin perder sus cualidades, y que cada persona podía regular la intensidad del sabor a su gusto, como una gaseosa bajo el concepto “hágalo usted mismo”. Aunque su principal atributo era económico, como proclamaba uno de sus slogans: “Con una botella sola / 40 vasos de Refres-Cola”. Es decir que rendía casi 10 litros por botella. “Y aparte era más saludable —añade don Saúl— porque no contenía ácido fosfórico ni cafeína, que son las sustancias más cuestionadas de la Coca-Cola.” Pese a todo esto, no le fue sencillo imponer una bebida elaborada en el patio de su casa, con una cuba de madera de 200 litros sin bombeador ni filtro, y cuyas botellas eran llenadas, etiquetadas y encorchadas a mano, una por una, por el propio Patrich y sus hermanos.

El primer almacén que exhibió la Refres-Cola estaba en Canning y Warnes. El químico hacía el reparto a bordo del colectivo 124. “Cuando llegaba al comercio dejaba los cajones afuera, me asomaba y gritaba: ‘¡Un cajón de Refres-Cola!’. El dueño me pedía que lo bajara como si tuviera el transporte estacionado en la puerta. Entonces yo salía, esperaba un poco, y volvía a entrar con el cajón”, recuerda risueño. Luego alquiló una camioneta con chofer una vez por semana. La Refres-Cola empezó a ganar clientes y su dueño, dolores de espalda, por cargar los 12 kilos que pesaba cada cajón. Ese moderado éxito lo obligó a trasladar la “fábrica”: tras compartir una planta con otra firma en Haedo, tuvo su primera sede propia en un modesto galpón de Navarro al 4547, equipado con una llenadora de seis picos, una encorchadora manual, una bomba y un filtrador. Las ventas crecieron bastante, pero después se estancaron. Sin embargo, a Patrich le aguardaba un inesperado golpe de suerte.

El enigmático señor Pollak

Una tarde de 1955, el técnico recibió la visita de un desconocido que se presentó como León Pollak, quien le ofreció comprar toda su producción para ser su representante exclusivo.

—¿Pero usted sabe cuál es nuestra producción? —le preguntó Patrich.

—No, pero eso es un detalle menor —contestó Pollak en tono despectivo.

El dueño rechazó la oferta. No obstante, días más tarde, recibió un llamado de Raúl Pereyra, director de la agencia de publicidad Naype: Pollak le había encargado una gigantesca campaña publicitaria para difundir la Refres-Cola y él había preparado afiches para vía pública y tenía reservados espacios en diarios, revistas y radios. Pero Pollak había desaparecido y la agencia quería saber cómo recuperar el dinero invertido. “Lo lamento —se excusó Patrich—. Yo tengo una pequeña fábrica y no puedo afrontar semejante gasto.” Entonces Pereyra le propuso un pacto de caballeros: él asumiría la inversión y si la campaña daba resultado, se cobraría los costos de las ganancias. En cambio, si fracasaba, el químico no tendría que pagar nada.

El slogan ideado por la agencia destacaba la principal virtud de la bebida, era efectivo y hasta admitía cierta belleza poética: “Haga cola con Refres-Cola… y verá que resulta más”. A las semanas, esa frase empapelaba las paredes de Buenos Aires, se leía en los laterales de los tranvías, en las páginas de los diarios y se escuchaba en forma de jingle por las principales radios. La repercusión fue descomunal y la capacidad productiva de la modesta sede de la calle Navarro se vio rápidamente desbordada. “Recibimos tantos pedidos que los camioneros se llevaban las botellas sin etiquetar y pegaban las etiquetas en el camino”, rememora don Saúl.

Auge y caída

Dos años después de esa campaña, el 12 de octubre de 1957, quedó inaugurada la nueva fábrica de Refres-Cola: una planta modelo totalmente automatizada que ocupaba una manzana completa de Ciudadela; y con ella comenzó la edad dorada de la bebida, que se extendió desde fines de los ‘50 hasta principios de los ‘70. De Rivadavia 12120 partían 20 camiones por día a las órdenes de las 28 distribuidoras que hacían llegar la Refres-Cola a todo el país. Los salones de fiestas encargaban damajuanas para preparar sus propias jarras de gaseosa y hasta hubo un pedido de Aerolíneas Argentinas, que en uno de sus vuelos convidó a sus pasajeros con la cola nacional. “Pero se ve que no prosperó porque no volvieron a pedirla”, dice Patrich.

Durante los ‘60, Refres-Cola fue un habitual auspiciante de programas de radio y televisión. Su repercusión fue tal que los memoriosos aún recuerdan el rumor que afirmaba que la bebida había sido un invento de Juan Domingo Perón para amargarle la vida a los capitales foráneos, versión que el técnico desmiente a carcajadas.

Publicidad directa
Para posicionar su producto y competir con Coca-Cola, Saúl Patrich tuvo que recurrir al ingenio; y a tal fin le pidió ayuda al actor Max Berliner, con quien el técnico químico y su mujer tomaban clases de teatro en ídish en la escuela Scholem Aleijem.
De esa relación, una amistad que se mantiene hasta la actualidad, surgió la idea de montar una suerte de escena de teatro callejero en la que Berliner entraba a bares, restaurantes, cafés y almacenes a solicitar la primera cola nacional y detrás de él, separados por pocos minutos, ingresaba Patrich en su rol de vendedor.
—Por favor, una botella de Refres-Cola —pedía el actor.
—No, no tengo. Sólo me queda Coca-Cola —recibía siempre como respuesta.
—¿Cómo que no le queda? Yo quiero Refres-Cola —insistía el supuesto interesado.
Berliner recuerda: “Empezamos en la esquina de Corrientes y Canning (hoy Scalabrini Ortiz), primero por una vereda, hasta Juan B. Justo, y regresamos por la otra, hasta el mismo punto de partida”. Y agrega entre risas: “Como actor, Saúl era un poco duro, aunque evidentemente su parte no la hizo tan mal porque obtuvo un montón de pedidos”.
“El resultado final de esa gira fue 18 cajas vendidas, todo un record. Era el efecto de la publicidad directa”, rememora Patrich.
Los vaivenes de la industria a mediados de los ‘70 y la lenta aunque inexorable decadencia del almacén y el sifón, sus dos principales aliados, signaron el declive de la Refres-Cola, cuya producción continuó hasta fines de los ‘80, cuando los costos de distribución hicieron el negocio inviable. A principios de los ‘90, como un amargo signo de aquellos tiempos, don Saúl vendió la marca de la primera bebida cola argentina a una multinacional, que sólo la utilizó para una efímera campaña publicitaria. Hoy, a casi 60 años de su descubrimiento, Patrich se enorgullece: “Creé un producto nuevo y logré que entrara a todos los hogares. Esa es mi mayor satisfacción”, sostiene. Sin embargo, si bien no lo proclama, también es el responsable de un capítulo significativo en la memoria emotiva del país.
Quizás en algún bar desmemoriado todavía sea posible pedir una Refres-Cola, echar una medida en el vaso, agregar soda y brindar por eso.