Abelardo Castillo

 

Capítulo 1 La llegada

No pido que se me crea. Yo tampoco creí en las palabras de Van Hutten hasta mucho después de mi regreso a Buenos Aires, al recibir el sobre con su pequeño legado de dos mil años, pero, aun así, sé que esta prueba no significa nada y prefiero pensar que Van Hutten mentía o estaba loco. Toda historia, creíble o no, necesita un comienzo. No es así en la vida real, donde nada empieza ni termina nunca, simplemente sucede, donde las causas y los efectos se encadenan de tal modo que para explicar debidamente el encuentro casual de dos desconocidos, un sueño o una guerra entre naciones, uno debería seguir su rastro hasta el origen del mundo, pero es así en los libros, o al menos estamos acostumbrados a que sea así. Un hombre sale de su casa, sube al primer taxi que encuentra, llega a una estación de trenes: al hacerla no siente que comience nada, cientos de personas han hecho lo mismo y están ahora en este mismo lugar. Sabe además que este vagón nocturno sólo es la continuación de una serie de actos, deseos o proyectos que se pierden en algún punto del pasado y se extienden ante él como un paisaje de niebla. Ignora con quién se encontrará, ni siquiera espera encontrarse con alguien. Sin embargo, cuando leemos las palabras que describen esos mismos hechos en lo alto de una página —cuando tomó el tren esa noche, no podía saber que se encontraría con Van Hutten— sentimos que en ese momento empieza una historia.

El comienzo de la que estoy escribiendo puede situarse en la primavera de 1947, junto a los acantilados occidentales del Mar Muerto, en la meseta de Qumran, la mañana en que un muchacho beduino que contrabandeaba cabras dejó caer, por azar o por juego, una piedra en una cueva y oyó, allá abajo, el ruido de una tinaja rota. O todavía mucho antes, en Éfeso o en Patmos, el día en que un anciano casi centenario decidió recordar, en lentos caracteres arameos, una historia que cambiaría el mundo y de la cual era el último testigo. Este principio, desde luego, le gustaría a Van Hutten. Para mí, empieza en el otoño de 1983, en la inesperada biblioteca de un hotel rodeado de pinos y araucarias, en La Cumbrecita, a ochocientos kilómetros de Buenos Aires, cuando vi la firma de Estanislao Van Hutten en un libro sobre la secta de los esenios.